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Era una radiante mañana de septiembre. Cuando llegué a su casa, Heller había salido. Milena me recibió en la penumbra de la sala. El cuarto -tiene su parte en nuestra historia- es de tono azulado. Cubre el piso una alfombra azul, con flores amarillas, y las paredes un papel azul, con rosetones y tréboles amarillos, en listas verticales. Sobre la chimenea hay un enorme busto, de terracota, de Gall, el de las circunvoluciones del cerebro; al fondo, revelando que el busto es hueco, un espejo muy alto; en la misma pared, a la derecha, una biblioteca, cerrada con puertas de vidrio, reforzadas por una red de bronce dorado; a la izquierda, un cuadro que representa un nadador, recogiendo, entre rocas, en el fondo del mar, una copa de oro. Desde luego, abundan las mesas, las sillas, los sillones. Cuelga del techo una araña de madera dorada, y una mesita redonda sostiene una lámpara con pantalla de seda azul, con abalorios. Recuerdo algunas estatuas (un Mercurio, de tamaño natural o poco menos, un San Martín, como el de la plaza, pero ínfimo) y algunos cuadros (Julia Gonzaga, la belleza de Italia, huyendo, con sus damas, por una colina, a caballo, semidesnuda; tres torres inclinadas, una de las cuales parece la de Pisa; una vestal en una caverna, iluminada por una vela, etcétera). Que yo eligiera, para sentarme, en ese cuarto abarrotado de muebles, una silla tan baja y tan frágil, no fue un infortunio fortuito, sino un hecho fatal, simbólico de mi relación con Milena. Ella, tranquila, jugaba distraídamente con una pequeña momia de terracota, que tomó de una mesa; yo no sabía dónde poner mis manos. Por último dije:

– Puedo, sin parecer impertinente, mejor dicho sin cometer una impertinencia, decir algunas cosas que, bueno…

(Ahora, al meditar sobre todo esto, descubro que Milena no me conoce. Junto a ella no hablo, ni siquiera pienso, claramente; estoy intimidado. Ah, si le gritara: «Hay otro en mí, que no es tonto». No la persuadiría.)

– Lo que quieras -contestó.

– Bueno, yo no creo que deba uno vivir peleando…

– ¿Te refieres a Eladio y a mí? Imposible vivir de otro modo.

– Tendrá muchos defectos ¿quién no los tiene?, pero no negarás que estás casada con una lumbrera.

– Eso es lo malo. Una mujer no necesita una lumbrera, sino un marido. Los chicos no necesitan una lumbrera, sino un padre.

La rabia le confería elocuencia, yo iba a sonreír, cuando recapacité sobre el riesgo, mientras Milena empuñara la momia, de una mala interpretación: dura resultaría la terracota contra la frente. Miré a mi alrededor. Intenté lo que en terminología militar se llama una diversión.

– Tienes razón -dije-. Has de estar sofocada en esta casa. ¿Por qué no cambias algunos muebles?

– ¿Cambiar algunos muebles? ¿Por qué? No los veo. Creo que los vi cuando vine por primera vez. Ahora los uso. ¿Darme el trabajo de cambiarlos por otros? Ni loca. Aunque fueran más lindos, los vería y me incomodarían. Cuando llegué estaban estos muebles en la casa y por mí estarán para siempre.

Sin duda, Milena no se parecía a otras mujeres. Juzgué que la diversión debía concluir. Volví a la carga:

– La verdad es que no sé por qué ustedes no viven en armonía. Heller es un tipo pacífico y razonable.

– Es claro, pero yo soy una tipa violenta y arbitraria. Como todo el mundo, me echas la culpa. No se te ocurre que es pacífico, porque nada lo conmueve, que es razonable, porque es hipócrita, que soy violenta y arbitraria, porque él me subleva. Si le oyeras la vocecita que pone para ser razonable, no dirías pavadas. ¿Te cuento una cosa? Yo desconfío de los que piensan mucho. No les gusta la vida, le dan la espalda, no la conocen. Piensan tanto sobre lo que no conocen que llegan a equivocaciones monstruosas.

– Heller no es un monstruo.

Milena dijo que sí era un monstruo, me tomó de la mano, me ayudó a levantarme de mi sillita tembleque, me llevó al garage. Indicó un bastidor que había en una repisa. Ordenó:

– Acércate a ese aparato. Lo miré con recelo.

– No te va a morder -aseguró.

El bastidor consistía en dos columnas, probablemente de níquel, de unos veinte centímetros de altura, unidas, en la parte superior, por una delgada banda metálica. Me acerqué un paso. Milena me estimuló.

– Un poco más. La obedecí.

– Más -repitió-. Hasta llegar, casi, a tocarlo. ¿Qué sientes ahora?

¿Cómo decirle que en ese momento yo recordaba -revivía, es la palabra exacta- alguna lejana visita al Instituto Pasteur? No sólo evocaba el ladrido, sino el olor, aun los pelos que se adherían a mi traje y la mirada esperanzada, pero muy triste, de un perro.

Milena insistió.

– ¿Qué sientes?

– ¿Qué siento? ¿Qué siento? Un perro, tal vez.

– No te equivocas. Para obtener esta obra magnífica -el tono de sarcasmo era evidente-, para que en el bastidor uno sienta un perro, Eladio estudió muchos años, descuidó a hijos y mujer, sacrificó al amigo.

Un tanto ofuscado repliqué:

– A ninguno de los amigos le pasa nada, que yo sepa.

– No dije amigos, dije amigo. Su mejor amigo. Verás con tus propios ojos.

Volvió a tomarme de la mano. Abrió la puertita del tabique del fondo. Me asomé.

– Marconi -murmuré, como en sueños.

De una percha o de un gancho (no distinguí bien) colgaba el cuero del pobre perro.

– ¿Y eso? -pregunté.

– Ya lo ves. Ahora Eladio fue a comprar veneno a la casa Paul, para curar el cuero. Como en el campo, cuando muere una oveja.

– Heller lo quería mucho. Habrá muerto de viejo.

– No -replicó implacablemente-. Murió en aras de la ciencia, como dijo Eladio. Yo le tenía asco, decía que iba a matarlo, pero nunca le hice mal. Eladio lo quería mucho, pero sobre todo quería que al acercarse alguien al bastidor sintiera un perro.

– ¿Para eso lo mató?

– Para eso, porque es un monstruo. Un monstruo y un degenerado. Yo dije:

– Me temo que sea verdad. La besé en la cara.

– ¿No lo esperas? -preguntó.

– No.

Creo que ella sonreía cuando la dejé. Afuera, bajo el esplendente sol de la mañana, me hallé un poco trémulo: «Qué alivio no estar en esa casa», pensé. «Pobre Milena. Por culpa de Heller vive una pesadilla.»

Diariamente me reunía con los muchachos, para tratar el asunto. Ahora ignoro, como ignoraba entonces, qué podíamos resolver; pero hallaba indispensables nuestras reuniones. Yo era plenamente partidario de Milena; tan absoluto en su defensa que el mismo Largo Hesparrén, siempre del lado de las mujeres, parecía decirme: «Hasta ahí no te acompaño». Tampoco participaban los amigos de mi convicción de que toda la culpa correspondía a Heller. Ante mi severidad, el Cabrío sacudía la cabeza con indulgencia. ¡El Cabrío se permitía recordarme que nadie era tan malo! Yo continuaba impertérrito, como empujado por el destino. ¿Cuánto tiempo transcurrió? Un poco más de una semana, un poco menos de veinte días. Lo recuerdo perfectamente: era de noche, hacía calor, estábamos en las Barrancas de Belgrano. Yo peroraba:

– Si lo dejamos, hará con Milena lo que hizo con el perro. Al fin y al cabo, lo quería más. Yo, les participo, lo increpo y le declaro que es un monstruo.

Llegó el Cabrío, con su aire engolado; ladeó la cabeza, para decir algo, por lo bajo, a Alberdi. Éste exclamó:

– No puede ser.

– ¿Qué no puede ser? -pregunté.

Como si me tuviera lástima, Alberdi no contestó en seguida.

– ¿Qué no puede ser? -insistí-. ¿Por qué no hablan? Alberdi respondió:

– Parece que ha muerto Heller.

– Vamos a 11 de Septiembre -ordenó el Cambado Hesparrén.

Nuestros pasos retumbaron como si lleváramos zapatos de madera. Sin dificultad adivinarán ustedes lo que yo pensaba: «¿Por qué me ocurre esto a mi?». (La muerte de Heller encarada como una circunstancia de mi vida, como una retribución por haberlo yo condenado tan duramente.) También: una tardía intuición del irreemplazable amigo muerto; su inteligencia, continuamente creadora, su afabilidad. ¿Cómo no entendí que Heller vivió con Milena y con nosotros como entre chicos una persona grande?

Ya había gente en la sala, cuando llegamos. Uno después de otro abrazamos a Milena. La rodeamos. Preguntó Alberdi:

– ¿Qué pasó?

– No estaba enfermo -contestó Milena.

– ¿Entonces? -inquirió el Cabrío.

– No imaginen cosas raras. No se suicidó. Dejó de vivir. Se cansó, el pobre, de pelear conmigo y dejó de vivir.

Ocultó la cara entre las manos. La abrazaron los hijos. Antes yo nunca la había visto en su papel de madre; esa condición, para Milena, me parecía tan absurda como la de un muerto, para Heller; tan absurda y casi tan horrenda. Pasamos al escritorio, donde habían puesto a nuestro amigo. Lo miré una última vez. No sé las horas que estuve en una silla. A la madrugada, cuando raleó la gente, me dio por ir y venir entre la pared, donde colgaba el cuadro de Julia Gonzaga, y la chimenea. Con igual ritmo mi pensamiento emprendió un vaivén. Convertida en madre, Milena sucesivamente me repugnó, me conmovió, me atrajo, me infundió respeto. En cuanto a la muerte de Heller, la atribuí a mi deslealtad, la reputé una desgracia infinita, me dije que toda muerte era parte de un proceso natural, dentro del orden de las cosas, como el nacimiento, la adolescencia, la senectud, ni más dramático ni más extraordinario que las estaciones del año.