Выбрать главу

Quedábamos pocos: nosotros y los dueños de casa. Impensadamente nos arrimamos a la chimenea. Desde un extremo del cuarto, Milena dijo:

– Mucho se van a calentar, junto a la chimenea apagada. Cristina contestó:

– Hace frío.

– No tienen sangre en las venas -replicó airadamente Milena, y vino a sentarse a mi lado.

Instantes después partió; volvió con leña, encendió la chimenea. Mirando a Cristina, exclamó:

– Es verdad. Hace frío.

Cristina preparó café. Ofreció la primera taza a Milena. En un aparte, el Cabrío comentó conmigo y con Alberdi:

– Qué raro si ahora viven en paz. Qué raro si descubrimos que era Heller el que metía cizaña.

– Tal vez ahora vivan en paz, pero eso no probaría que antes Heller metiera cizaña -opinó Alberdi-, sino que Milena y las otras, al morir Heller, abrieron los ojos.

En los días que siguieron, algunos cambios de actitud, más o menos repentinos, parecieron confirmar la opinión de Alberdi. El Cambado Hesparrén me dijo:

– ¿Te fijaste? Se humanizó el mujerío. Milena, la mosca muerta de Cristina, o doña Visitación, que es la bruja en miniatura, empiezan una trifulca y de repente no sabe uno qué les da, pero se vuelven suavecitas y hasta razonables.

Era cierto. No le confesé que en mí yo notaba cambios análogos. Mirando a Milena me decía: «Hay que aprovechar que murió Heller, que está sola» y de pronto me avergonzaba de tanta bajeza, para alentar únicamente sentimientos de amistad. Resumió el Largo Hesparrén:

– Lo tengo observado. Cada uno se dispone a hacer de las suyas, interviene el recuerdo de Heller y el interesado frena en seco. ¿Me explico?

Por aquel entonces Diego llegó de Nueva York, donde trabajó algunos años, después del término de la beca. Milena dijo: «Se parece», y desde el primer momento empezó a pelearlo. Yo creo que en él todos buscábamos a Eladio; queríamos encontrar rastros de nuestro amigo en la manera de ser, de pensar y aun de moverse de su hermano. Encontramos a un excelente muchacho, que no se parecía a Eladio, porque se parecía a todo el mundo. Sobre esta cuestión coincidían conmigo el Cabrío y los Hesparrén, incluso Alberdi. Comparando a Diego con Eladio, descubrí una circunstancia curiosa: el que tenía una permanente expresión de inteligencia era Diego. Si me preguntaran de qué modo miraba Eladio, yo diría que de cualquier modo; en cambio la mirada de Diego desconcertaba por lo viva y alerta, salvo en los momentos de distracción. Nadie pensó que tales momentos revelaran un intelecto pobre.

Ya estábamos a mediados de noviembre. El calor apretaba tanto que no sé cómo pude resfriarme de cabeza, una tarde que nos derretimos en la tribuna, mirando football al rayo de sol. A la vuelta de unos días, cuando empezaba a mejorar, llegó el domingo y bien abrigado fui a ver otro partido. Volví a casa con el cráneo como si le hubieran volcado una bolsa de portland hirviendo; era un hecho: de recaída emprendí una grippe, con fiebre y chuchos. En crisis como ésta yo sobresalgo por mi admirable calma: resolví, pues, dar la espalda al mundo y, hasta la recuperación total de la salud, no asomar la cabeza fuera de las cobijas. Al principio, esta severa conducta fue necesaria, pero después le tomé el gusto a la cama. ¿Por qué negarlo? Yo siempre me entiendo con el ocio. Una tarde estaba echado, oyendo, como un pashá, un partido que la radio transmitía a gritos, con los diarios de la víspera en el suelo y los del día en la cama, con el teléfono bien a mano, por si encontraba pretexto para llamar a Milena, cuando entró una visita: Diego.

Como lo noté nervioso, le pregunté qué pasaba.

– Nada -dijo, y siguió con esa nerviosidad francamente incómoda.

– Algo pasa. Por más que lo niegues, algo pasa -insistí.

Contestó, después de un rato:

– Estuve con Eladio.

La respuesta me irritó sobremanera. Repliqué:

– No te hagas el loco.

– No me hago el loco.

– ¿Entonces?

– Entonces, te digo la verdad. Eladio se aparece.

– ¿Un fantasma? -pregunté-. ¿11 de Septiembre compitiendo con el Castillo de los Leones?

– No sé lo que pasó en el Castillo de los Leones -declaró Diego-. Pero que en 11 de Septiembre aparece Eladio: por esta cruz.

– Bah -rezongué y me puse a mirar para otro lado.

– Por esta cruz -repitió Diego.

– ¿Lo has visto? -pregunté.

– No, no lo he visto, pero me habla.

– Juana de Arco -musité y otra vez me di vuelta. De reojo vislumbré que estaba perplejo. Tartamudeó:

– Me…me… me increpa Milena con una frase insultante y, cuando voy a contestar, Eladio me disuade.

Vacilé; había oído el inconfundible tono de la verdad.

– ¿Dijiste algo a Milena de todo esto?

– No. No vayas a decirle nada, por favor. Eladio me pide que no se lo diga.

– ¿Qué más te dice Eladio?

– Que va a explicarme algo importante, pero ¡qué quieres! tengo miedo, me escapo a la calle o me pego a los otros, para que me deje en paz.

– Francamente, yo no tendría miedo. ¿Estuviste leyendo a Edgar Allan Poe?

La expresión de perplejidad volvió a su cara. Era todavía un chico, un chico honesto. Proseguí:

– Ya sé. Leíste El cuento más hermoso del mundo. Ofendido, replicó:

– No leo cuentitos. Aunque te parezca increíble, mis ocupaciones no son tan absurdas.

– No me parece tan absurdo leer cuentos. Desde luego es una distracción…

– Entiendo -exclamó. Su mirada se animó de inteligencia-. Quieres decir que en la vida hay que tener un hobby.

– Bueno… ¿por qué no? -respondí, para no contrariarlo.

– Estamos de acuerdo. Yo tengo un hobby. La fotografía. Prométeme que verás la máquina que traje de Estados Unidos. Formidable. No soy nada del otro mundo, como fotógrafo, pero no soy tan malo. Además, tengo afición, que es lo principal, ¿no es cierto? Cuando me abstraigo y se me pone esa cara (yo me conozco perfectamente) no creas que estoy en babia; estoy pensando: con esta luz habría que dar tanto de exposición y tanto de abertura. Lo que no cuento a nadie es que para hacerme la mano perdí un montón de placas, fotografiando mil veces, a todo trapo, cuanto mamarracho tuve a tiro.

Si no fuera por los Hesparrén y Alberdi, que llegaron como una patrulla salvadora, el tema de la fotografía hubiera durado hasta quién sabe cuándo.

No dije una palabra de lo que me contó Diego. Quizás inmediatamente no lo advirtiera, pero quedé preocupado. En noches de insomnio pensé que se presentaba la oportunidad de averiguar si había otra vida. Meditaba: «No me asustaré, como en el Centro Espiritista; al fin y al cabo, el fantasma es un amigo. Yo no voy a asustarme de Heller. Lo vi hace poco. Por ahora, que haya desaparecido es lo raro; no que aparezca». Junté coraje, con tan buen resultado que pude presentarme, al cabo de una semana, en 11 de Septiembre. Tomé el té, con Milena, en el jardín. Como ustedes lo comprenderán, no ocuparon nuestra atención los aparecidos ni los muertos. Nunca bebí un té comparable, ni comí tostadas con una jalea de frambuesas como aquélla, ni miré a mujer que me gustara tanto. En plena despedida acordé no cejar hasta casarme con Milena. Es claro que llegó la fecha de partir a Necochea y no está en mi carácter permitir que mi familia viaje sola.

En Necochea, el sol y el mar me tomaron a su cargo: quiero decir que si usted se recalienta, durante siete horas, en la playa y cuatro veces por día devora con la voracidad del jabalí, cuando vuelve a la penumbra de su cuarto, en el hotel, duerme; pero el hombre se acostumbra a todo y, tras el período de aclimatación, empecé a cavilar sobre las apariciones de Eladio, la importancia de comprobarlas cuanto antes, etcétera. No acorté el veraneo, pero lo sobrellevé con intranquilidad.

A las dos de la tarde, en las Barrancas, el mismo día que llegué a Buenos Aires, me topé con Diego. Traía una valijita de fibra. Gritó:

– Perdóname. Ando hecho un loco.

– ¿Dónde vas? -pregunté.

– A la avenida Vértiz, a tomar algo que me lleve al centro.

– Vamos al bar Llao Llao, a tomar algo que me quite la sed. Te acompaño, al centro, después.

¿Era sólo imaginación mía o le enturbió el semblante una sombra de impaciencia? ¿Por qué Diego quería rehuirme? Cuestiones de esta índole me ocupaban mientras nos acomodábamos en una mesa del bar.

– Tengo que tomar ese ómnibus -exclamó poniendo en la palabra ese un inopinado énfasis, y frenéticamente señaló el vehículo por la ventana-. Ando hecho un loco.

– ¿Hecho un loco? ¿Se puede saber la causa?

– Puro apuro.

– Que se apure el ómnibus. ¿Puedo hablar de otra cosa? Respondió con una sonrisa forzada.

– Hablemos de Eladio -dije.

El semblante se le enturbió de nuevo. Diego no sabía disimular. Pensé: «Es un pobre muchacho». Pensé también: «Huele a perro». Continué con mis preguntas:

– ¿Volvió a aparecer?

– Me habló. Muchas veces me habló. Cada vez que yo iba a la sala.

– ¿Por qué siempre en la sala?

– Porque estaba ahí.

– ¿Escondido?

– En un bastidor. Un aparatito con dos columnas de níquel, de unos veinte centímetros de altura.

– Como el de Marconi -murmuré.