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– ¿Lo sabías?

Levanté los hombros, para indicarle que eso no tenía importancia, y con un ademán le pedí que siguiera.

– Yo iba todas las noches, cuando dormían los demás -explicó-. Eladio me llamaba. De algún modo misterioso (transmisión del pensamiento o lo que fuera) me llamaba. Yo tenía ganas de salir corriendo y sin embargo iba. Después le tomé confianza. No vas a creerme: llegué a valorar esos ratitos de comunicación con él. Sentía que estaba con mi hermano.

– Si mal no recuerdo, Eladio quería explicarte algo importante. ¿Lo explicó?

– Lo explicó. Desde luego, el asunto no entra en el campo de mi especialidad. Si tuviera que ver con la fotografía…

– Lástima que haya otros temas.

– Éste se vincula con la radio. Eladio me dijo que durante años perfeccionó esos bastidores. Quería transmitirles un alma, como se transmite un sonido a una antena de radio o una imagen a una antena de televisión. Como cochinitos de la India empleó animales, que murieron todos. Parece que hay algo único en las almas y que hasta se diferencian de un sonido y de una imagen. Fíjate bien. Me dijo: «Puedes tener varias copias de una misma imagen o llevar a un disco un sonido, pero cuando transmites al bastidor el alma de un perro o de un gato, el animal muere». Dijo estas palabras que me parecieron raras: «Muere en el perro o en el gato y sigue viviendo en el bastidor». «Para una pobre bestia», me explicó, «la nueva vida es casi nada, tiene algo de ceguera general; pero un hombre en el bastidor puede pensar. Más claramente: lo que de un hombre recoge el bastidor es la facultad de pensar. Esa facultad no queda aislada, como el alma de un perro, porque la transmisión del pensamiento existe». Sin que nadie abriera la boca, ¿entiendes?, uno conversaba con Eladio. Además, él tuvo influencia benéfica en la casa: empezaba una pelea de Cristina con Milena y, si estaban por ahí cerca, las persuadía de que se avinieran; todo esto sin que sospecharan su intervención. Parece que influyó muchas veces en el pensamiento de todos nosotros. Diego se levantó.

– Sigue explicando -dije.

– Ahora tengo que irme -protestó-, si no voy a llegar tarde. O sucederá algo peor todavía. No me pidas que hable más. Lo que falta es muy ingrato.

– Siéntate y habla -ordené.

Movió los ojos nerviosamente: hacia mí, con asombro, hacia fuera, con miedo. Cuando se dejó caer en la silla, preguntó:

– ¿Sabes que no se llevaban demasiado bien con Milena?

– ¿Quién no lo sabe?

– Entonces el camino se allana. Hay cuestiones que uno preferiría callar -suspiró-. Eladio me dijo que su plan primitivo consistía en dejar escrita una monografía sobre el invento. Pensaba que el invento era una gran cosa y quería comunicarlo a la humanidad -Diego bajó la voz-. Pero dijo que Milena lo mortificó tanto que él no pudo aguantar y después de una pelea transmitió su propia alma al bastidor.

Pensé en voz alta:

– Antes había transmitido el perro Marconi, para salvarlo también de Milena.

– No. Ahí te equivocas. Lo transmitió para salvarlo, pero no de Milena, sino de la vejez. El perro se moría de viejo.

Mientras tanto yo arrugaba la nariz y pensaba: «El Marconi te dejó en herencia todo su olor. Qué olor a perro». Exclamé:

– Qué fe en el invento y qué coraje, para transmitir su propia alma. Y qué desesperación por escapar.

– Dijo que se conformaba con seguir pensando. Que seguir pensando es mejor que estar muerto. Que la inmortalidad como pensamiento estaba asegurada. Si repito de memoria sus palabras, no me equivoco. Dijo que el hombre es una extraña combinación de materia y de alma, y que siempre por la materia amenazan la destrucción y la muerte. Me refirió luego cómo procedió, punto por punto. Escondió el bastidor dentro de la cabeza -era hueca- del busto de Gall, que había sobre la chimenea de la sala y le transmitió su propia alma. Lo que perdía, pensó, lo ganaba en seguridad. Confiaba en que Milena no cambiaría el moblaje ni la decoración de los cuartos. Después yo volví de los Estados Unidos. Me llamó, me habló. Iba a dictarme, desde el bastidor, la monografía sobre el invento. Yo salvaría el invento, lo protegería, lo salvaría a él.

Diego se tapó la cara con las manos. Estuvo así un rato, en silencio. Yo lo miraba, azorado, preguntándome: «¿Llora? ¿Qué pensará la gente? ¿Qué debo hacer?». Cuando bajó las manos, su rostro expresaba resolución y también la victoriosa fatiga que deja una crisis dominada.

– Milena me dijo que no pensara más en todo esto -declaró.

– ¿Milena? -pregunté, enojado por lo que adivinaba-. ¿No me dijiste que no dijera nada a Milena? ¿Eladio no te dijo que no le dijeras nada?

– Sí, al principio me dominaba Eladio. Perdió su poder, cuando me enamoré de Milena.

– ¿Te enamoraste de Milena?

– ¿Te parece increíble? ¿Te preguntas cómo pude enamorarme de una tonta? Yo también creí que era tonta. Si tienes confianza en mí, créeme: es impulsiva, es peleadora, pero no es tonta.

– No creí que lo fuera -protesté con despecho.

– Me alegro -respondió, y me apretó una mano-. Ella fue la que descubrió que yo la quería. Lo descubrió por la enormidad de fotografías que le tomé. «¿Por qué me fotografiarías tantas veces», preguntó, «si no estuvieras enamorado de mí?»

Mascullé:

– Qué perspicaz.

– No lo fue siempre. La pobre había creído a pies juntos en la muerte de Eladio. No sabes cómo se puso anoche, cuando le expliqué lo del bastidor.

– ¿Por qué le explicaste?

– Está mal que yo le oculte nada. No sabes cómo se puso. Nunca la vi tan colérica. Primero no me creía, pero después gritó, entre carcajadas de furia, que el acto de mudarse a un bastidor de níquel de veinte centímetros de altura, para sobrevivir en él, lo pintaba de cuerpo entero. Me preguntó si yo comprendía el abismo de miserable resignación, de ceguera a todas las bellezas de la vida, que tal acto revelaba. Afirmó que Eladio pertenecía a una horrible clase de hombres que piensa mucho, entiende todo, no se enoja, no siente; a una clase de hombres incapaces de advertir que una cosa tan rara como que alguien esté sobreviviendo en un bastidor de níquel, de veinte centímetros de altura, es abominable. Aseguró que gente de tal calaña no respetaba la vida, ni el orden natural, ni admiraba las cosas lindas, ni aborrecía las feas. Que ella no toleraría que un ser humano (aun por su voluntad, aun Eladio) se redujera a esa inmortalidad ridícula. Procuré calmarla con el argumento de que Eladio ejercía una buena influencia, desde su bastidor, sobre todos nosotros. No querrás creerme: cuando le dije: «A ti misma, en muchas de tus peleas con mi madre y con Cristina, sin duda te apaciguó», se enojó más, juró que Eladio no era quién para burlarse de ella ni de Dios.

– ¿Qué quiso decir?

– Tú sabes cómo son las mujeres. Con todo su cacumen, Milena no entiende (y vale más no explicarle) que el invento de Eladio no estaba dirigido contra ella.

– ¿Entonces qué ocurrió?

– Me preguntó dónde estaba el bastidor. Como yo no respondí, avanzó hasta plantárseme enfrente y levantó una mano, para abofetearme; pero cambió de idea y me dijo: «Está bien. No voy a pedirte que me ayudes». Nunca la vi tan resuelta, ni tan linda, ni tan noble. Muy pronto, el instinto la llevó a la sala. Como una fiera hambrienta anduvo buscando, no sé cuánto tiempo, una hora quizá, mientras yo me refugié en el garage, pensando en el modo de salvar a Eladio; hubo un estruendo en la sala y adiviné que el busto de Gall había caído. Acudí, pero ya era tarde. En el suelo, entre los pedazos del busto, estaba el bastidor, roto; Milena acabó de aplastarlo a pisotones. «Peleamos a brazo partido», me dijo, con la respiración entrecortada, «a ver quién podía más: Eladio para alejarme, yo para encontrarlo. Yo pude más. Fue nuestra última pelea». Se echó en mis brazos, llorando. Al rato, como descubrí que tenía fiebre, le dije que se metiera en cama. Deliró la noche entera. Hoy amaneció bien pero no le permití que se levantara. Me porté con ella como un bribón. Aproveché la circunstancia de que está en la cama, corrí al garage, metí el bastidor del Marconi en esta valija y tú me interceptaste cuando iba al banco, a guardarlo en la caja fuerte.

Mirando el reloj con desconsuelo, agregó:

– Ya es tarde. Ya cerró el banco. Yo no vuelvo con esto a casa. Con tal de que Milena no salga a buscarme… ¡Tengo que salvar el invento de Eladio!

– Si quieres, lo guardo yo -propuse.

Aceptó, aliviado. Me encaminé a casa con la valijita (y con el olor que absurdamente atribuí a Diego). Tomé la determinación de tan sólo hablar de estas cosas con Alberdi, pero luego entendí que a todos cabía igual derecho, de manera que esa misma tarde Alberdi, los Hesparrén, el Cabrío Rauch y yo, en homenaje a nuestro amigo, silenciosamente nos arrimamos al bastidor del perro.

El Cambado opina que es grande el futuro y que nos deparará a quien, meditando sobre el bastidor, recupere el invento perdido. Alberdi sacude incrédulamente la cabeza. Yo convido a toda persona de categoría y prestigio que pasa por el barrio, para agasajarla con el bastidor: hoy es una curiosa peculiaridad de esta humilde vivienda. En cuanto a Milena, no me saluda, se casó con Diego y bien sé que debería olvidarla.