– ¿A qué llama declaraciones comprometedoras?
– Ya se va a enterar cuando salga de este edificio.
– Se han vuelto locos.
– Se enoja porque tiene miedo de que le hagan mal -replicó la muchacha y continuó a gritos-: ¿A usted le importa hacer mal a las quinientas personas que de la noche a la mañana pueden quedar sin trabajo por su culpa? ¡Conteste!
Enfermeras y enfermeros entraron en el cuarto, muy alarmados.
– ¿Qué pasa aquí?
– Nada -aseguró Maceira.
– ¿Una pelea entre novios? -preguntó en tono burlón Larquier. Otra enfermera interpeló a la muchacha:
– ¿A usted nunca le dijeron que gritar en un hospital es mala educación? Yo se lo digo.
– Es verdad y lo siento.
– Puedo asegurarle que lo que usted sienta me importa muy poco. Esta visita se acabó.
Minutos después, cuando Larquier le trajo unas píldoras, Maceira dijo:
– ¿Sabe para qué vino esa rubia? Para amenazarme.
– ¡Qué desastre! -exclamó, apenada, Larquier-. La rubia parecía tan seria que no se me ocurrió que tuviera malas intenciones. Le aclaro que yo sabía perfectamente que no era la señorita Cazalis, pero la dejé pasar, para que usted se llevara una desilusión. Yo soy una idiota y usted no va a perdonarme. Deberíamos llamar a la policía.
– De acuerdo -contestó Maceira-. Pero no desde el teléfono del piso. En el hospital ha de haber una cabina.
– Sí, más de una, en planta baja.
Larquier le dio la razón: cualquiera podría oírlo si hablaba desde el teléfono del piso. Agregó que era muy importante que él hiciera ese llamado y prometió hablar con el médico de guardia, para conseguir un permiso de bajar.
Dijo el médico que había encontrado muy repuesto a monsieur Maceira y que ya era hora de que empezara a circular por los corredores. No se oponía a que debidamente acompañado por la enfermera bajara a las cabinas telefónicas.
En ningún momento Maceira tuvo intención de llamar a la policía. Llamó a casa de Chantal. Le dijeron:
– La señorita partió a París por cuestiones legales; estaba contrariada de no haberlo visto, pero la policía le aconsejó que no fuera al hospital, porque había piquetes de activistas vigilando; por las enfermeras tenía buenas noticias de la salud del señor Maceira.
Buscó después en la guía el número del diario y habló con el periodista. Éste, disculpándose, le anunció que el reportaje saldría al día siguiente. Cuando Maceira preguntó si no habría posibilidad de que él echara una ojeada a sus declaraciones, el periodista le prometió:
– Si me confirman que sale mañana, se lo llevo esta tarde. ¿De acuerdo? ¡Perfecto!
Al dejar la cabina advirtió cierta animación en los ojos de la enfermera que dijo:
– Quiero que me cuente. Me muero de curiosidad.
– Por ahora no hay que hablar del asunto. Podríamos pagarlo muy caro. Con la mano en el corazón le prometo que usted va a ser la primera en saberlo.
Pensó que estaba viviendo horas intensas. Los momentos de satisfacción y los de inquietud se alternaban vertiginosamente. Quieras que no, el reportaje, las amenazas de la rubia, lo habían convertido en uno de los enfermos más importantes del hospital.
Esa tarde el periodista no le llevó el reportaje. A la mañana siguiente la enfermera Larquier entró en su habitación agitando el diario en su mano.
– Mire lo que le traigo. Ocupa una página entera. Tendrá que celebrarlo con champagne; pero no con la rubia. Con nosotras.
Nerviosamente Maceira ojeó sus declaraciones. Mientras por las venas le entraba una sensación de frialdad, pensó: «Ahora sí estoy en peligro». Se lamentó de haber obrado contra sus intereses y llegó a preguntarse si no podría confesar a los sindicalistas que les daba la razón, que había obrado como un estúpido, en perjuicio propio, porque iba a casarse con Chantal. Les prometería luchar, de ahora en adelante, para evitar el cierre de la fábrica y les haría ver que sus intereses coincidían en un todo con los de ellos. Reflexionó luego: «Es inútil. Esa gente es dura. No perdona».
En realidad la entrevista ocupaba menos de media página; en recuadro, eso sí. Leyó: «Una oruga azul, con ojos de gato. Sobreviviente acusa». Siguió leyendo:
«Periodista: ¿A qué profundidad llegaron?
Monsieur Maceira: Por lo menos a un centenar de metros… Digo por lo que tardamos en llegar al fondo.
Acotación del periodista: “Fuentes bien informadas me aseguran que la profundidad alcanzada no pudo exceder los veinticinco o treinta metros”.
Periodista: ¿De qué color era la oruga?
M. Maceira: Azul. Allá todo es azul.
Periodista: En su opinión ¿de qué se alimenta la oruga?
M. Maceira: De los desechos de la fábrica. Parece evidente.
Periodista: ¿Por qué?
M. Maceira: Bajamos para comprobar si había pruebas de polución. Encontramos la prueba más extraordinaria: una oruga de tres o cuatro metros de diámetro. En lagos libres de polución nadie encontró un monstruo así.
Periodista: Antes de que se hablara de polución apareció un monstruo en un lago de Escocia; pero dejemos eso. ¿Qué pasó a quienes lo acompañaron en el descenso?
M. Maceira: Fueron devorados por la oruga.
Periodista: ¿No dijo usted que ese monstruo se alimentaba únicamente de los desechos de la fábrica?
M. Maceira: No creo que antes de Cazalis y los dos expertos otros caballeros le sirvieran de alimento.
Acotación del periodista: “Al oír esta muestra del extraño humor de M. Maceira, di por terminado el reportaje”».
El disgusto que le provocó la lectura del diario fue aumentado por la noticia que le dio el médico:
– Antes de lo que supone abandonará nuestro hospital. Felicitaciones.
Maceira pensó que debía sobreponerse al miedo y alegrarse porque muy pronto vería a Chantal. La llamó por teléfono, para darle la noticia. La secretaria le dijo que la señorita Chantal seguía en París. Maceira pensó: «Mi lugar está en París, junto a la mujer querida y lejos de los activistas de la fábrica».
En la que sería la última noche de hospital, la enfermera Larquier le propuso bajar a la portería, a jugar a los naipes con «el señor del standard» (el telefonista) y el portero. Después de tres o cuatro partidas de un juego parecido a la brisca, Larquier dijo que iría a la cocina a preparar un café para todos y, en especial, para su enfermito, al que debía evitarle un enfriamiento en esa noche destemplada. A pesar de que pretendía expresar alegría, por la manera de mirarlo Larquier expresó ansiedad, tal vez desesperación. Maceira reflexionó que algunos hombres, entre los que desde luego se incluía, aun sin proponérselo enamoraban a las mujeres. El del standard habló de los activistas apostados. Acompañado del portero, Maceira se arrimó a la puerta de la calle. El portero la entreabrió y miró. Preguntó Maceira:
– ¿Como siempre?
– No los veo -respondió el portero-. Mire usted.
En cuanto asomó la cabeza, desde afuera lo sujetaron, lo alzaron, lo envolvieron en algo espeso y piloso, que resultó una frazada, y lo metieron en un vehículo.
– No se mueva, no se levante, no hable -le dijo en un murmullo una voz de mujer que no reconoció en el acto, porque estaba confundido y hasta un poco asustado.
A pesar de su desconcierto recapacitó que la enfermera Larquier lo había traicionado miserablemente… «Soy un estúpido», pensó. «Con las mujeres no hay que bajar la guardia.»
Al principio anduvieron a gran velocidad, con frenadas bruscas y neumáticos que rechinaban en las curvas. Después el ritmo de la marcha fue más tranquilo. Una voz que reconoció como la del maître del restaurante del Palace Hotel preguntó:
– ¿Está segura de que no nos siguen?
– Completamente -contestó la voz femenina, que ya Maceira reconoció como de Felicitas, la patrona-. Vamos a casa, Julio.
– ¿Puedo sentarme? -preguntó Maceira.
– No lo haga hasta que entremos en el garaje del hotel. Yo le avisaré.
Le sacaron la manta. Felicitas le pidió disculpas por cómo había procedido, pero dijo que después de sus declaraciones al diario los obreros de la fábrica estaban furiosos.
– Pasará unos días escondido en el hotel. Lo importante es que ellos no sepan dónde encontrarlo. Cuando se cansen de seguir de facción en Aix-les-Bains, volverán a Chambéry y usted hará lo que quiera.
Maceira no sabía si alegrarse de estar oculto y seguro o lamentarse de postergar su encuentro con Chantal.
Durante los primeros dos días la ansiedad lo dominaba. Por momentos se resolvía a llamar a Chantal; por momentos creía que no debía cometer semejante imprudencia. Finalmente llamó. Le dijeron qué Chantal no había vuelto de París. Al día siguiente volvió a llamar. Cuando pidió por Chantal, lo comunicaron con Languellerie. Éste dijo:
– Quiero verlo.
– No sabe cuánto me alegro de que usted salga al teléfono. Ya perdí la cuenta de las veces que llamé a Chantal.
– Lo sé, lo sé. Tengo para usted un mensaje de ella. Debo dárselo personalmente.
«¿Qué hago?», pensó Maceira. «El amigo y protector de Chantal puede traicionarme.» Preguntó: