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– Pierda cuidado -contestó-. La gente no se desprende así nomás de sus creencias.

– ¿Aunque sepa que son mentiras?

Del otro lado del arroyo Los Huesos, el camino estaba pesadísimo y pronto se convirtió en un pantano interminable. El señor pasajero dijo:

– ¿Piensa que vamos a salir de este pantano? A mí me parece muy traicionero. Más adelante vamos a encontrar peores.

– Usted levanta el ánimo.

– Los pantanos viejos son traicioneros. Cómo serán de viejos los de este camino, que figuran, con nombre y todo, en un mapa de la zona.

– ¿Vio el mapa?

– Lo vio, con sus propios ojos, el representante de los molinos Guanaco. Un hombre así no habla por hablar.

Llegamos a un tramo en que el piso, aunque barroso, estaba más firme. Dije:

– ¿Salimos o no salimos?

– Se tuvo fe y triunfó. Después usted niega la fe.

– Si no me equivoco, lo que menos importa es manejar bien.

Me fastidia que no reconozcan mi habilidad para el manejo.

Sin que amainara la lluvia, hubo una sucesión de relámpagos. Los más fuertes iluminaban, por segundos, grandes cuevas que se abrían entre las nubes. El señor pasajero aseguró:

– Cuando relampaguea como hoy, la gente mira el cielo por si en uno de esos huecos sorprende a Dios o a un ángel. Hay quienes dicen que los vieron.

– Y usted les cree. Como al representante de Guanaco.

– Yo doy vuelta el refrán. Creer para ver.

– ¿Vio mucho?

– Más que usted, mi joven amigo, un poco más. Por lo que he vivido. También por lo que he viajado.

– Argumentos de autoridad.

– Y de peso.

– ¿Qué vio en sus viajes que valga la pena? ¿Lo vio a Dios, entre las nubes?

– Si me pregunta por el creador del cielo y de la tierra, desde ya le contesto que a ese no lo vi.

– Menos mal.

– Se retiró, después de la creación, para que los hombres hagamos con nuestra tierra lo que se nos dé la gana.

– Apuesto que lo sabe de buena fuente. ¿El cielo está vacío?

– ¿Cómo se le ocurre? Desde que el mundo es mundo, lo poblamos con nuestros dioses. Dígame la verdad: ¿ahora empieza a entender la importancia de las creencias?

Le contesté, quizá de mal modo:

– Para mí, ahora, lo único importante es el pantano que atravesamos.

Era espeso, profundo y, como algunos anteriores, parecía no tener fin.

– Está pesadísimo -dijo el señor pasajero-. Yo, en su lugar, pondría segunda.

– No pedí consejo.

– Lo sé, pero sospecho que vamos a empantanarnos. Yo no lo desanimo. Siga, mientras pueda.

– Claro que voy a seguir.

Fue aquélla una larga travesía en la que abundaron vicisitudes de suma importancia en el momento y que olvidé muy pronto.

– ¿Está enojado? -preguntó.

– Usted marea a cualquiera con la charla. ¿Se da cuenta?

– Me doy cuenta que maneja bien. Por eso, en lugar de preocuparme por los pantanos, le voy a hablar de cosas más elevadas. Empiezo por repetirle una buena noticia que le di. El cielo no está vacío. Nunca estuvo.

– Qué suerte.

No me pregunten qué sucedió. Me habré hartado de manejar cuidadosamente, o de la interminable sucesión de pantanos, o de las inopinadas informaciones del señor pasajero. Muy seguro, emprendí un manejo despreocupado, que respondía a impulsos ocasionales y que me sirvió como desahogo. El señor pasajero no paraba de hablar. Explicaba:

– El cielo, escúcheme bien, es una proyección de la mente. Los hombres ponen allá los dioses de su fe. Hubo períodos en que los dioses egipcios reinaban. Los desalojaron después los griegos y los romanos. Ahora gobiernan los nuestros.

– Maldición -dije y, al ver la cara de asombro del señor pasajero, agregué-: Ahí tiene lo que sucede por meter charla al pobre diablo que maneja.

Estábamos empantanados. Traté de salir, marcha adelante primero, marcha atrás después, pero fue imposible. Comprendí que más valía no insistir.

– No se impaciente -dijo.

Repliqué:

– Usted no tiene que estar mañana en Pardo.

– A lo mejor aparece alguno y nos saca.

– ¿Vio otros coches en el camino? Yo, no. Por acá ni pasan los pájaros.

– Entonces permítame que ayude.

– ¿Va a empujar?

– No conseguiríamos nada.

– Entiendo. Llueve, hay barro.

– Temo que mi proposición no le guste. Hizo lo posible por salir y no pudo ¿de acuerdo? Deje que yo pruebe.

– ¿Maneja mejor?

– No se trata de eso.

– ¿De qué se trata?

– De que otro pruebe la suerte. Total ¿qué hacemos ahora? Esperar y, según usted, inútilmente, porque por acá no pasa nadie. Es claro, a lo mejor no desea estar mañana en Pardo.

– No estar mañana en Pardo sería para mí un desastre.

– Entonces, déjeme que pruebe.

Tal vez por ofuscación pregunté:

– Para darle mi lugar ¿abro la puerta y me tiro al pantano? Está claro que usted no quiere mojarse ni embarrarse.

– No es necesario -dijo y por encima del respaldo pasó al asiento de atrás-. Córrase, por favor.

Ocupó mi lugar, apretó el arranque eléctrico y antes que yo atinara a formular un consejo avanzamos con lentitud, pero inconteniblemente y muy pronto llegamos a una inesperada zona de piso firme, donde sin duda había llovido poco. El señor pasajero aceleró. Miré, con alarma, el velocímetro y oí el repetido golpear de una cadena contra el guardabarro.

– ¿No oye? -pregunté secamente-. Pare, hombre, pare. Voy a sacar las cadenas.

– Lo hago yo, si quiere.

– No -dije.

Bajé del coche. Había esa luz del atardecer después de la tormenta que infunde intensidad a los colores. Vi a mi alrededor campo tendido, marrón donde estaba arado, muy verde el resto; el alambre, azul y gris; unas pocas vacas coloradas y rosillas. Cuando desprendí las cadenas ordené:

– Avance.

Avanzó un metro o dos. Recogí las cadenas, las guardé en la caja de herramientas y levanté los ojos. El señor pasajero no estaba en el coche. Como en ese campo desnudo no había donde ocultarse, me sentí desorientado y con exasperación me pregunté si había desaparecido.

Catón

Durante años dije que Jorge Davel era un galán de segunda, imitador de John Gilbert, otro galán de segunda. A mi entender, el hecho de que tuviera tantos admiradores probaba la arbitrariedad de la fama; que lo llamaran El Rostro, la ironía del destino. Yo solía agregar, como quien señala una consecuencia: «Al aplicar el apodo, nuestro público se limita a copiar a un público más vasto, que llama El Perfil a no sé qué actor de Hollywood».

Olvidé para siempre este repertorio de sarcasmos la noche en que lo vi en el Smart, con Paulina Singerman, en El gran desfile, una adaptación para las tablas, de la vieja película de King Vidor. Mientras duró la función olvidé también la nota que debía escribir para el diario y aun mi presencia en la sala. Mejor dicho, creía que estaba, con los héroes de El gran desfile, en el barro de las trincheras, en algún lugar de Francia, oyendo silbar las balas de la primera guerra mundial.

Un tiempo después dejé el periodismo y conseguí un empleo en el campo, para el que me creyeron apto, por antecedentes de familia. Sobre el punto no me hice mayores ilusiones, pero pensé que en la soledad quizás escribiera una novela que varias veces había empezado con fe y abandonado con desaliento.

En la estancia donde trabajaba, La Cubana, a la hora de la siesta leía el diario. Frecuentemente buscaba noticias de Davel; en los tres años que pasé allá encontré pocas. Davel había participado en la función en beneficio de una vieja actriz; lo habían visto en el entierro de un actor y, si no me equivoco, en el estreno de una comedia de García Velloso. Recuerdo esas noticias, porque las leí con la atención que uno pone en cosas que le conciernen. Me pregunto si no trataba de reparar, siquiera ante mí mismo, la injusticia cometida con nuestro gran actor.

A mi vuelta a Buenos Aires publiqué la novela. Acaso porque tuvo algún éxito y porque fui un escritor conocido (mientras aparecieron críticas y el libro estuvo en las librerías), o porque la gente aún recordaba que yo había trabajado en la Sección Espectáculos del diario, me nombraron miembro del jurado que debía premiar a los actores del año. En las reuniones del jurado entablé amistad con Grinberg, el autor del sainete La última percanta. La noche de la votación, pasamos un rato en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen. Recuerdo un comentario de Grinberg:

– Premiamos a los mejores. De todos modos ¡qué lejos de un actor como Davel! Y fíjese, hoy en día, Davel no trabaja. Nadie lo llama.

Pregunté por qué. Me contestó:

– Dicen que está viejo. Que nunca tuvo más capital que su cara, que la ponía y listo. Que ya no sirve para galán.

– Este país no tiene arreglo.

– Hay un gran actor y nadie se da cuenta.

– Usted y yo nos damos cuenta.

– Y algunos otros. Para Quartucci, Davel es un milagro del teatro, uno de esos grandes actores que de tanto en tanto aparecen. Me dijo: «Si tengo un rato, voy a verlo cuando trabaja, porque lo hace con tanta naturalidad que usted queda convencido de que ser actor es lo más fácil del mundo».

– Ya somos tres los partidarios de Davel.

– Cuéntelo también a Caviglia. Una tarde había estado con Davel, charlando en el café. Al rato lo vio en escena, en Locos de verano. Creo recordar las palabras de Caviglia: «Me sorprendí pensando que Enrique iba a engañar a su prima». ¿Se da cuenta? Pensó que el hombre que tenía ante los ojos era Enrique, uno de los personajes de la comedia, no Davel. Dijo que nunca le sucedió algo parecido. Que él era un profesional, que si veía teatro estaba atento al oficio y que además conocía de memoria la pieza de Laferrère. Sin embargo, en aquel instante, la ilusión dramática lo dominó por completo. Pensaba que sólo Davel era capaz de ejercerla tan eficazmente.