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Después de esta charla con Grinberg pasaron cosas que por largo tiempo acapararon mi atención. A pesar de las mágicas palabras repetidas por los amigos libreros, «Tu novelita se vende bien», lo que sacaba del libro no me alcanzaba para nada. Busqué un empleo y cuando estaban por agotarse los ahorros que junté en el campo, lo encontré. Fueron años duros o por lo menos ingratos. Cuando llegaba a casa, tras el día en la oficina, no me hallaba con ánimo de escribir. Ocasionalmente me sobreponía y al cabo de un año de esporádicos esfuerzos que repetía todas las semanas, logré una segunda novela, más corta que la anterior. Entonces conocí un lado amargo de nuestra profesión: la ronda para ofrecer el manuscrito. Algunos editores parecían no recordar mi primera novela y oían con incredulidad lo que yo decía de su éxito. Quienes la recordaban, argumentaban que ésta era inferior y para dar por terminada la entrevista sacudían la cabeza y declaraban: «Hay que jorobarse. El segundo libro no camina».

Un día encontré a Grinberg en el café y bar La Academia. En seguida me acordé de Davel y le pedí noticias. Dijo:

– Es una historia triste. Primero vendió el coche; después, el departamento. Vive en la miseria. Otro actor, que está en situación parecida, me contó que hicieron una gira por el interior del país. Paraban, prácticamente, en la sala de espera de las estaciones y se alimentaban de café con leche y felipes. Ese actor me aseguró que las privaciones no afectaban el buen ánimo de Davel. Si trabajaba, estaba contento.

En la época de la dictadura las giras mermaron, para finalmente cesar. El país entero se detuvo, porque la gente si podía se retiraba, para que la olvidaran. El olvido parecía entonces el mejor refugio. Por su parte, Davel encontró el olvido sin buscar la seguridad. No tenía por qué buscarla, ya que nunca había actuado en política, ni siquiera en la política interna de la Sociedad de Actores. Como ayudarlo no retribuía el apoyo de un correligionario ni aseguraba la gratitud de un opositor, nadie le tendió una mano. Davel pasó buena parte de ese período sin trabajo.

Llegó después el día en que agradablemente sorprendido leí, no sé dónde, que Davel iba a tener el papel principal en Catón, famosa tragedia cuya reposición anunciaba el teatro Politeama, para la temporada próxima. Una noche de esa misma semana comenté con Grinberg la noticia.

– A veces lo inesperado ocurre -sentenció.

– A eso voy -dije-. Parece raro que en nuestro tiempo un empresario se acuerde de esa joya del repertorio clásico y es francamente increíble que tenga el acierto de llamar a Davel, para el papel de Catón.

– No todo el mérito le corresponde.

Pasó a explicarme que el empresario, un tal Romano, eligió la tragedia de Catón porque el autor, muerto doscientos años atrás, no reclamaría el pago de derechos.

– Siempre le queda el mérito de elegir a Davel -comenté.

– Su mujer, que antes fue amiga del actor, se lo recomendó. Mi cara habrá expresado alguna contrariedad, porque Grinberg preguntó qué me pasaba.

– Nada… Siento admiración, casi afecto por Davel y me gustaría que la historia de este golpe de suerte fuera totalmente limpia.

A pesar de la escasa estatura, de la profusión de tics nerviosos y de su aspecto de negligencia general y debilidad, Grinberg infunde respeto por el poder de la mente.

– Lo que a usted le gustaría importa poco -me aseguró-. Una mujer que intercede ante el marido por un viejo amante en desgracia, es noble y generosa.

– Admito que ella…

– Admita que todos. Davel, por no pedir nada y por merecer que una ex amante salga en su defensa cuando la pasión ha pasado. El empresario, por actuar como profesional serio. Le proponen un buen actor, lo toma y no se preocupa por situaciones de la vida privada. En la noche del estreno, el Politeama estaba casi repleto. Recuerdo claramente que al empezar la obra tuve unos minutos de expectativa, en que me dije: «Todavía esto puede ser el triunfo o el fracaso. Pronto sabré cuál». La verdad es que no hubo que esperar mucho. No digo que la pieza me pareciera mala. Sin negar que abunda en momentos de elevación épica, opiné que era menos una tragedia que un poema dramático, muy literario sin duda y bastante aburrido. Desde luego la situación del héroe provocaba ansiedad, pero el nudo argumental perdía fuerza cuando el autor, inopinadamente, intercalaba una historia de amor, tan increíble como boba. Es curioso, mientras reflexionaba: «Ya que Davel tuvo la suerte de conseguir trabajo, debió tener más suerte con la obra», miraba a Catón, quiero decir a Davel en el papel de Catón y hubiera dado cualquier cosa porque venciera a César y salvara a Útica. Sí, hasta por la suerte de la ciudad de Útica yo estaba ansioso, y en esos momentos llegué a desear el poder, que no tuvieron los dioses, de cambiar el pasado. En la cara de Davel (alguna vez la califiqué de trivial), una de esas caras que la vejez mejora, vi claramente expresada la nobleza del héroe dispuesto a morir por la libertad republicana. Cuando uno de los hijos de Catón -un actor nada convincente- dijo: «Nuestro padre combate por el honor, la virtud, la libertad y Roma», apenas reprimí las lágrimas.

A esta altura, es probable que el lector considere fuera de lugar mis reparos críticos. El éxito, la repercusión de la obra, aparentemente le dan la razón. Desde la tercera o cuarta noche el teatro estuvo lleno. Había que reservar localidades con una anticipación de quince o veinte días, algo insólito en el Buenos Aires de entonces. Otro hecho insólito: los espectadores unánimemente interpretaron las invectivas contra César, como invectivas contra nuestro dictador y el clamor por la libertad de Roma como clamor por nuestra libertad perdida. Estoy seguro de que llegaron a esa interpretación por el solo hecho de desearla. Si como alguien sostuvo, en cualquier libro el lector lee el libro que quiere leer, estas funciones del Politeama prueban que podemos decir lo mismo del público y de las obras de teatro. No supongan que al hablar del público me excluyo… De nuevo sentí lágrimas en los ojos cuando Catón dijo: «Ya no hay Roma. ¡Oh libertad! ¡Oh virtud! ¡Oh mi país!».

El éxito fue noche a noche más ruidoso y desordenado. En alguna ocasión me pregunté, por qué negarlo, si los tumultos del Politeama, aunque inspirados en las mejores intenciones, no perjudicarían nuestra causa. Bien podría el gobierno clausurar el teatro y, encima, sacar una ventaja política. En efecto, no parecía improbable que sectores moderados, tan contrarios a la dictadura como nosotros, apoyaran tácitamente la medida, por un ancestral temor a los desmanes.

Para muchos la identificación de Davel con Catón fue absoluta. En la calle, la gente solía decirle: «Adiós Catón» y, a veces, «¡Viva Catón!».

Quienes de un modo u otro estamos vinculados con el teatro, probablemente exageramos la influencia de las representaciones del Politeama en los acontecimientos ulteriores; pero la verdad es que también los conspiradores creyeron en esa influencia. Lo sé porque a mí me encargaron que hablara con Davel y lograra su adhesión a nuestra causa. Queríamos decir, en la hora del triunfo, que nuestro gran actor estuvo siempre con la revolución. Queríamos decirlo sin faltar a la verdad y sin exponernos a que nos desmintiera.

Lo cité en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen. Pensé que el tango tenía razón, que eran extraños los cambios que traían los años y que la cara de Davel ahora casi no recordaba a la de John Gilbert, lino más bien a la de Charles Laughton. Su expresión era de tristeza, de cansancio y también de resolución paciente y sin límites. De todos modos, cuando le dije que mi admiración por él empezó la noche que estrenaron El gran desfile, en el Smart, juraría que rejuveneció y que volvió a parecerse un poco a John Gilbert. Preguntó con insistencia:

– ¿De veras encontró que estuve a la altura de mi papel?

– Competir con la película, de antemano parecía difícil. Sin la ayuda de las escenas que mostraba el cine, el público del Smart creía que usted estaba en el frente de batalla. Le digo más: usted nos llevó al frente.

Después de un rato me atreví a preguntarle si nos daba su adhesión.

– Es claro -contestó-. Yo estoy contra la tiranía. ¿No recuerda lo que digo en el segundo acto?

– ¿En el segundo acto de Catón!

– ¿Dónde va a ser? Oiga bien. Yo digo: «Hasta que lleguen tiempos mejores, hay que tener la espada fuera de la vaina y bien afilada, para recibir a César».

Primero la contestación me gustó. Interpreté lo que había en ella de fanfarronada, como una promesa de fidelidad y coraje. Después, por alguna razón que no entiendo, me sentí menos conforme. «De cualquier modo, la contestación es afirmativa», me dije. «Ya es algo.»

El gobierno debió de tomar en serio las tumultuosas funciones del Politeama, porque una noche la policía llevó presos al empresario, al director, a los actores y cerró el teatro. A la mañana siguiente todos quedaron libres, salvo el empresario y Davel. Por último soltaron al empresario. Al actor, unos días después. Sospecho que no le perdonaban su papel de enemigo de la dictadura y que lo soltaron porque ellos mismos comprendieron que no era más que un actor.