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En contra de mis previsiones, la clausura del Politeama perjudicó al gobierno. Tal vez la gente pensara que si el gobierno daba tanta importancia a una pieza de teatro, debía estar asustado y debilísimo.

Interpretamos esta conjetura como realidad y, desde entonces, conspiramos abiertamente. En casas particulares primero, luego en restaurantes, menudearon banquetes muy concurridos, a los que nunca faltaron los cabecillas del movimiento y donde los oradores reclamaban y prometían la revolución. En esas largas mesas tuvo siempre Davel un lugar de preferencia; no, desde luego, la cabecera, pero siempre el asiento a la derecha de algún personaje prestigioso.

Un día me llamó por teléfono una señora, que me dijo:

– No me conoce. Yo soy la señora de Romano. Luz Romano. Tengo que hablar personalmente con usted.

Por falta de imaginación, o porque dejo que me lleve la costumbre, la cité en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen.

Era una mujer muy atractiva, no demasiado joven, alta, serena, de pelo negro, tez blanca y hermosos ojos, que lo miraban a uno de frente. Me dijo:

– Lo están usando a Davel. Que los políticos lo hagan, no me extraña. Son naturalmente inescrupulosos. Pero usted es un escritor.

– Eso ¿qué tiene que ver?

– No solamente lo están usando: lo están exponiendo.

– Davel se expuso desde el momento del estreno de Catón -le repliqué sin faltar a la verdad.

– De acuerdo. Por culpa mía.

– No digo eso.

– No lo dice, pero es cierto. Sin embargo hay una diferencia. Yo lo mandé llamar para que trabajara en el teatro. Usted lo buscó para usarlo en política. Un destino que Davel no eligió.

– Pero que no le parece impropio. Se ha identificado con su personaje. Quiere combatir la dictadura.

– Esa convicción, en él, no es igual a la suya, ni a la de un político, ni se formó del mismo modo. Davel sigue actuando.

Para defenderme, dije:

– Todos actuamos.

– Sí, pero ahora usted habla de mala fe. ¿Sabe lo que hacen?

– Invitamos a un ciudadano a participar en nuestra lucha.

– Diga más bien que mandan a un inocente a que lo maten.

– Exagera y es muy dura conmigo.

– Usted es duro con Davel.

Hasta que Luz me habló, esas verdades, que siempre supe, no me preocuparon. Después, la conciencia de obrar indebidamente me sumió en la desazón. No hubo, por suerte, motivos de mayores remordimientos, porque la revolución triunfó, sin que nada ocurriera a Davel.

No lo olvidamos. En todos los actos celebratorios tuvo un sitio de honor. Le ofrecí, por indicación de las nuevas autoridades, cargos en la Dirección de Cultura y en otras reparticiones. No los aceptó. Dijo que sólo quería trabajar en el teatro. Directores de teatros oficiales me prometieron la mejor voluntad para dar satisfacción a ese deseo.

Una noche encontré a Davel en la comida del Círculo de la Prensa. Como dos veteranos de una misma campaña, recordamos hechos de la época de la dictadura. En algún momento dije:

– Parece increíble que pasara todo eso. También parece increíble que haya concluido. Fue una pesadilla. -Después de una pausa, agregué-: El país está en deuda con usted por lo que hizo.

– Cada cual cumplió su parte.

– Probablemente, pero no hubo foco de agitación como el teatro Politeama. Sé muy bien cuánto le debemos.

– ¿Qué más puede pedir un actor que la aprobación del público? El teatro se venía abajo con aplausos. Nunca voy a olvidarlo.

La conversación continuó por carriles paralelos. Davel me hablaba de su trabajo de actor y yo, de su trabajo por la causa. Finalmente confesó:

– Cuando convenimos en que esa época fue horrible, siento la tentación de agregar: «No para mí». Fíjese: yo tenía un papel que me daba toda clase de satisfacciones, en una obra que me gustaba y que alcanzó gran éxito. No se lo diga a nadie: para mí esa época terrible fue maravillosa.

– Es claro -dije pausadamente, para que mis palabras llegaran a su conciencia- ¿qué más puede uno pedir? Trabajar con éxito, por una causa noble.

En tono de asentimiento respondió:

– Sí. Tuve éxito en mi trabajo, que es lo principal.

Ya estaba por abandonar la partida, cuando en un acceso de irritación me pregunté: «¿Por qué no logro que esta cabeza dura me entienda?».

– De acuerdo -dije-. Entretener al público está bien, pero… ¿No pretenderá que nada es más importante que el teatro?

– Si no creyera eso no sería buen actor.

– Entonces ¿cree porque le conviene?

– Por convicción, más bien.

– Qué soberbia.

– El mundo no funciona como es debido si cada cual no cree en la importancia de lo que hace.

– Por ese lado podemos entendernos.

– No quiero que se llame a engaño. El teatro es para mí lo más importante. ¿Se acuerda de lo que dice Hamlet? Yo sí, porque hice un Hamlet. -Se calló por un instante y cuando volvió a hablar, sin levantar la voz dijo-: «Mi buen amigo, has de atender bien a los actores, porque son el compendio y la breve crónica de los tiempos».

Su talento histriónico era tan extraordinario que en ese momento me pareció que Davel hablaba desde un escenario y que yo estaba en la platea.

Nunca asistí a tantas comidas como en aquel tiempo. En una, organizada en beneficio de la Casa del Teatro, me tocaron de compañeros de mesa el gordo Barilari, tesorero del partido, «un electoralista impenitente», según su propia confesión, y un muchachito flaco y nervioso, que resultó ser Walter Pérez. En los años de conspiración, el nombre de este último aparecía con frecuencia, por lo general precedido o seguido de la palabra activista. Vinculo también con él, no sé porqué, la expresión Fuerza de choque. Barilari describió a Walter como «el más intolerante de los partidarios de la libertad». Confieso que al gordo y a mí nos hizo reír a lo largo de toda la comida, con relatos de los encontronazos de su grupo con muchachos de otros partidos. Ahora esos relatos me parecen menos graciosos.

En el extremo opuesto de la mesa, conversaban Luz Romano y Davel. De buena gana me hubiera sentado junto a ellos. Esa noche estaba Luz particularmente atractiva. Cuando nos levantamos, se me acercó y murmuró:

– Felicitaciones por el amiguito.

– ¿Por quién lo dice?

– Por quién va a ser. Por Walter.

– Un elemento útil -argumenté, repitiendo la expresión de correligionarios- que siente la causa de la libertad.

– La siente demasiado. Cree en las ideas y no le importa la gente.

– Un filósofo, entonces.

– Un fanático.

– El partido lucha por ideas sensatas. Mejor dividendo nos daría apelar a la envidia y al rencor.

– ¿Admite que Walter está fuera de lugar entre ustedes?

– Sólo trato de decir que todo partido requiere a veces una gota de dogmatismo y aun de extremismo. Mozos como Pérez, en más de una oportunidad, son útiles.

Cuando Romano se acercó, Luz lo tomó del brazo y como quien arremete se fue con él. Esa actitud me provocó cierta confusión.

En cuanto a Davel, pasó de nuevo años sin trabajo, en la miseria. Como ya dije, en los teatros oficiales recibieron con la mejor voluntad mis recomendaciones, pero por una razón u otra no le contrataron.

Tampoco se acordaron de él los empresarios de los demás teatros. Nosotros, por fortuna, le dimos prueba de gratitud. Fue nuestro invitado de honor en infinidad de ceremonias oficiales y en no pocos banquetes. Desde luego, al verlo siempre con ese traje apenas decoroso y muy viejo, sentíamos una mezcla de fastidio y culpa.

Como en la vida todo se repite, un día tuve la buena noticia de que Romano había contratado a Davel, para reponer Catón. En esta ocasión el teatro sería el Apolo.

Al poco tiempo, una tarde, cuando salía de mi despacho, llamó el teléfono. Reconocí la voz de Luz Romano, a pesar de que me llegaba en susurros. Entendí: teníamos que vernos para que me pidiera algo. La comunicación se cortó. Mi reacción fue contradictoria: sentía ganas de verla, curiosidad, y temor de pedidos molestos. Llamó después, en diversas oportunidades. Mi secretaria invariablemente alegó que yo estaba ausente o en reunión. Esas breves pero numerosas conversaciones las llevaron a una suerte de amistad y por último Luz explicó para qué llamaba.

Cuando la secretaria me dio el mensaje, atiné a murmurar: «¡Las cosas que se le ocurren a una mujer!». En efecto, Luz Romano pedía que nuestro gobierno prohibiera la reposición de Catón. Ni más ni menos.

Supuse que por distraído e ingenuo Davel habría herido susceptibilidades y cambiado en odio el afecto que siempre le tuvo Luz.

Tras la reposición de Catón, los hechos probaron que el pedido de la mujer no estaba desprovisto de fundamento. Noche a noche el público se mostraba más entusiasta y amenazador. Confieso que al principio nos costó entender que aplaudía contra nosotros. Parecía imposible que se valieran de esa tragedia para atacar a un gobierno cuyo mérito principal era el restablecimiento de libertades.

En una reunión en casa de amigos comunes, Luz me dio la explicación. La gente que aplaudía en el Apolo eran funcionarios y partidarios de la dictadura. Reclamaban su libertad perdida.