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– Pero no, no, no es ninguna molestia-insistía ella.

– Claro.

Se quedaron en silencio un momento. Aun sin pensarlo, todo esto tenía algo melancólico, en su trivialidad. Y quizás la señora lo percibió, porque se la vio hundir ligeramente ese semblante siempre impasible. Lu pasó, algo aturdido, a la faz práctica, para sacarla de ese posible remordimiento.

– Y bien, entonces -dijo-, esc asunto de la leche…

– Oh, ya sabe -dijo la señora Kiu mirando a la distancia, la distancia que ella recorría personalmente todos los días hasta la granja donde compraba la provisión de leche para los niños-. Están las vacas.

– Claro -la interrumpió vagamente el señor Lu, y dejó caer el tema. Fijó la vista en las florcitas redondas, absurdamente chatas, que constelaban aquí y allá el musgo de su vecina, y eran como un retrato multiplicado de ella. Se despidió con cierta distracción: no quiso recalcar una supuesta amabilidad por temor a parecer ofendido; en realidad no lo estaba.

Porque a pesar de todo, la vida seguía, indiferente, inmutable, ligera, con alas de garza; eso constituía en sí mismo toda una lección para nuestro héroe, aun cuando no hubiera podido decirse que esperara otra cosa. Si había creído poder fijar el tiempo, y con el tiempo el deseo, mediante una acción secreta, que hiciera resistencia a las imposibilidades, se vio frustrado. Claro que de hecho, se decía, no había pretendido tanto, sino apenas darse un máximo de placer cuando llegara el momento.

Y además, el tiempo corría, porque nunca había estado más ocupado. Quizás debía decir sin más que nunca había estado ocupado. La niña colmaba el tiempo, y de eso precisamente se trataba. Su proyecto en ese sentido tomaba una coloración mucho menos absurda: a tantos padres había oído decir (ahora lo recordaba) que de pronto se veían con hijos crecidos… cuando les parecía que era ayer que los habían tenido en brazos… Que los nietos tomaban el lugar de los hijos en un abrir y cerrar de ojos… Sí, quizás lo suyo no era más que una parodia, a escala cósmica, del lugar común.

El tiempo tomaba un cariz doble: el que le dedicaba a la niña, que era todo, y el restante, que no era poco; sumando con cuidado, podía decir que era más el tiempo libre que el ocupado. A Hin la miraba con creciente distanciamiento. Pasado el primer desconcierto, Lu había llegado a la conclusión de que el desarrollo de las criaturas se llevaba a cabo con una inflexibilidad mecánica que nada podía afectar; y esto por mucho que contrastara con la aparente (y tan celebrada) delicadeza exquisita y blandura expuesta a todo influjo externo, en esos seres minúsculos. Estudioso de la naturaleza como era, no podía dejar de notar que esa contradicción en realidad era una necesidad causal. Los niños estaban en manos de puntualidades de bronce, y no se trataba tanto de una cohorte de dragones protectores como un dosel de exactitudes que se sucedían con absoluta independencia del mundo y la realidad. Era una secuencia que excluía a los padres, y el disfraz de dulzuras apenas alcanzaba a velar ese viaje astronómicamente perfecto.

De modo que el «otro» tiempo lo empleaba en esto o aquello, o bien en lo general. Incluso había hecho una pequeña ampliación en la casa; no tan pequeña, considerando todo, por cuanto había cambiado lo que podría llamarse el «espíritu» del diminuto edificio; se trataba de una oficina, dedicada al papelerío de las obras hidráulicas, que al fin de cuentas habían quedado a su cargo en la faz organizativa. Había pasado más de dos años distanciado de la administración, e incluso mal mirado, aunque nadie se atrevió a reprocharle nada, por temor a recursos de los que él dispondría, tanto más graves cuanto más vagos e innombrables. Pero al fin, como sucedía siempre, las cosas habían vuelto a su curso inmemorial y perenne. Y a consecuencia de ello, se exaltaba con la idea de trocar de una vez para siempre lo más perenne, cual era el curso fluido y cambiante de los ríos. Dividió hábilmente las tareas antes de empezar, y se quedó con lo más abstracto del trabajo, con lo burocrático quintaesenciado, para sorpresa de quienes conocían la practicidad de sus tareas concretas con el agua. Tampoco de la necesidad de este paso le resultó difícil convencerlos.

Y según su costumbre, hizo innovaciones personales. Nunca antes había hecho ese tipo de trabajo oficinesco, y ahora inventó un sistema de archivos que llamaba la atención a todos los que lo examinaban; adaptó para ello, con poco trabajo, muebles que antaño se utilizaban para el almacenamiento de porcelanas, y el resultado incidental del esfuerzo por conseguir esos muebles fue que quedaron en su poder un par de centenares de piezas antiguas, perdidas hasta entonces en la provincia, y que en la mayoría de los casos se incluían, sin cargo o con uno despreciable, en las transacciones por sus muebles. Las donó al museo ex-Imperial de la Hosa meridional, y organizó el envío en una operación rápida y delicada a resultas de la cual no se perdió una sola porcelana.

Había en él una cierta sensualidad en el contacto con los papeles, su clasificación, el hecho de que se cubrieran, en jornadas que luego se confundían (aunque no se confundían los papeles) de signos; y la mera circunstancia de que estuvieran ahí, debidamente ordenados, le gustaba. Sin amor al papel, decía, no hay burocracia, y sin burocracia no hay política de verdad, y mucho menos civilización (porque la política, según su punto de vista, era una etapa preparatoria para la civilización). Como detestaba la mera idea de emplear papeles de distintos colores, como suele hacerse en oficinas, debió idear sistemas clasificatorios inusuales, que al fin de cuentas resultaron más prácticos. Estableció contactos con proveedores de papel incluso de regiones lejanas, del Yenh-He, donde se lo producía desde época inmemorial. Esos contactos le resultaron útiles más adelante, en sucesivos cambios de actividades.

Desde la oficina, en la que pasaba largos ratos, podía vigilar directamente a la niña, por un sistema de mamparas corredizas que puso entre su lugar de trabajo y la salita, y que después se extendió a toda la casa; que no hubiera mucho a qué extenderse, por la escasa amplitud del edificio, no hacía sino destacar el cambio radical de naturaleza que tenía lugar allí. La casa dejaba de parecer china, se volvía japonesa, coreana, se volvía un palacio en miniatura, un representante visible de lo lejano y extranjero; y vivir en una casa que representaba a otra casa se vuelve una experiencia notable. Su amigo Wen Tsi, que siguió el ritmo de las reformas con cierta aprensión al comienzo, y divertido después, le dijo que resultaba una casa no-marxista, por el mero hecho de que hiciera pensar en algo lejano; porque el marxismo para él era lo local por excelencia.

Si la arquitectura de la vivienda había cambiado por el trabajo burocrático-civilizador que se llevaba a cabo en una de sus dependencias, también había cambiado, pero secretamente, a causa del erotismo suspendido en el que su dueño se había embarcado. Y los dos cambios se superponían, creando esa tonalidad de extrañeza que ahora era la clave de su vida. ¿De modo que también su vida sería no-marxista? Eso ya era algo más difícil de determinar.

No se hizo repetir la insinuación de la señora Kiu. Desde el día siguiente se ocupó de procurarse la leche sin su ayuda, como para probarle que todo lo «provisorio» había desaparecido felizmente. Había dos pequeños tambos en ese extremo de la aldea, y los dos al extremo de caminos sinuosos, que parecían haber sido trazados personalmente por las vacas.

Pero bastaron unos pocos días para que tomara la decisión de renunciar a esta ocupación. Le resultaba chocante encontrarse con la señora Kiu (incluso hacían el camino de vuelta juntos) dando una demostración demasiado palmaria de la duplicación innecesaria del trabajo que se tomaban. Le pareció mucho más adecuado emplear a alguien para hacer el recado. Se vio ante la alternativa de tomar a un muchacho para que le hiciera sólo esa tarea, o bien dar cabida en su sistema doméstico a una mujer para que se ocupara, en términos amplios, de la niña y de la casa en general.