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Un ruiseñor cayó muerto de la rama en la que se encontraba. No como una piedra que cayera sino como, precisamente, un ruiseñor al morir -y no es que tuvieran ninguna experiencia en ese sentido, salvo la que obtenían en la ocasión-. Que hubieran visto todo el proceso se debió justamente a que alzaron la vista al oír quebrarse el trino familiar, en una suerte de carraspera de ruiseñor que jamás habían oído ni sospechaban siquiera que pudiera darse -en el caso de Lu, y con mucha más razón en el de la niña: aunque ella notó la peculiaridad de ese trino, sin darse cuenta de que lo notaba, lo que quedó patente en la casualidad casi prodigiosa de que lograra enfocar el punto exacto donde el ave se aprestaba a morir-. Lu Hsin, habituado a la mayor exactitud en sus intercambios con todo el mundo, se impacientaba con la parsimonia de la criatura en percibir dónde, exactamente, sucedía esto o aquello, siempre dispersa en esa atención múltiple de los niños que no hace mayor diferencia entre lo real y lo pensado. Por momentos habría temido que algo no funcionara del todo bien en los sistemas sensores de la pequeña, de no haber obtenido informaciones confirmatorias de que era un rasgo común.

Y, en efecto, después de esas tosecitas en ultraagudo el ave se tambaleó (pudieron notar el tambaleo, como la transmisión de un temblor) y cayó muerta al suelo, quizás, al fin de cuentas, sí, como una piedra. ¿Qué otro símil encontrar?

Fueron a verlo; era lo más insignificante del mundo, entre la hierba descolorida. La niña lo habría tocado pero él se lo impidió: valía más no tocar a los pájaros, así fueran las límpidas criaturas de la fábula, por motivos higiénicos. Y éste, después de todo, estaba muerto. Él mismo lo dio vuelta con la punta de un lápiz que llevaba en el bolsillo, con la vana intención de mirarle la cara, pero no había más que un pico y unos párpados como puntos de papel húmedo arrugado.

– Murió de viejo, nada más -dijo, consolatorio-. ¡Viejo, viejísimo! -repitió un par de veces mirando los grandes ojos verdes y casi dorados de la niña, que no entendían nada explícitamente, y que algún día serían tan negros como los suyos.

Esas aves, los ruiseñores de la especie corpulenta, se hacían más y más pequeños a medida que envejecían, hasta llegar a un punto de casi compacidad, cada vez más cerca de un umbral, que al fin trasponían insensiblemente, en el que su organismo carecía de espacio para seguir funcionando. Alguna vez había visto los cuerpecitos casi momificados: cuando se los hallaba en el bosque, era una ocasión de hacerlos públicos, y no pocas casas tenían ese tristísimo adorno. Pero ahora había tenido la oportunidad de ver la breve agonía (nada más que el instante en que se producía) y la muerte, y quizás no hubiera muchos hombres que pudieran decir otro tanto.

Eso fue lo que volvió memorable el paseo de ese día, que por otra parte era el que hacían todos los días desde que la niña había empezado a caminar aceptablemente bien, casi un año atrás; las caminatas se habían ido haciendo más prolongadas según los progresos de Hin en el arte deambulatorio. Lu las llamaba sus «sesiones de conversación», por cuanto efectivamente las empleaba en hablar. Hablaba tanto como callaba Hin, pero eso no podía ser sino lo natural. Le había puesto ese nombre antiguo, que encontraba poético, por haber existido antaño una emperatriz que se llamaba así, una emperatriz cuya doncella favorita tenía el mismo nombre, coincidencia lo bastante reñida con el protocolo como para que algún cronista lejanísimo se hubiera tomado el trabajo de mencionarla secamente; en el registro de la provincia la había asentado, caprichosamente, como Ma Dheng Hin-Zhuang, inventando una familia de la que él habría sido, menos provisoria que imaginativamente, el vicario territorial. Todavía no sabía hablar, o sabía pero lo ocultaba: eso tampoco tendría nada de raro, y por cierto que no sería una coincidencia digna de anotar en los anales.

Se quedaron un momento mirando el pájaro muerto, y Lu Hsin habló, como tenía por costumbre. En sus discursos en esas ocasiones (en toda ocasión, para decir la verdad, siempre que su adoptada estuviera presente) se tomaba el trabajo de introducir todas las palabras relacionadas con el asunto particular que tenían ante la vista, en frases breves, que por lo general repetía. Ahora levantó un fragmentado túmulo ornitológico de palabras, ante la atención reverente de la niña; no se le escapaba que si esa atención era tan reverente, no podía deberse sino a lo enigmático que encontraba el sentido.

Al cabo de unos minutos siguieron adelante, y Lu se hundió en un silencio pensativo. Se decía que con toda probabilidad nunca volvería a ver morir de viejo a un ruiseñor. Que lo hubiera visto una vez ya era bastante inconcebible. ¿Pero cuántos fenómenos eran así de únicos y fantásticos en el orden natural, y se sucedían ante sus ojos, sólo que con más discreción? En ese sentido, este espectáculo fallaba por su obviedad.

Aprovechando la ensoñación de su guía, Hin recorría como en un sueño el camino escarchado; necesitaba para ello cierto aflojamiento de la atención. Y era una pena que a ella no se le prestara, así fuera por un instante, una atención apasionada, porque era un cautivante pequeño prodigio en sí: llevaba botas atadas, de piel de cordero, y una capa de hule amarillo sobre prendas tejidas, en rojos apagados y diferentes. Todo su vestuario, y en especial los colores de éste, salían de la imaginación de Lu Hsin, quien había llegado a considerarse dotado de una suerte de infalibilidad, que ni siquiera la señora Whu cuestionaba. Acertaba, sin más, en el punto de la más completa «extravagancia adecuada», y nunca se habría visto una niña que representara con más precisión el tópico de la infancia. Por obra de él, Hin parecía una pequeña sonámbula en el mundo de la realidad, y curiosamente, actuaba en consecuencia. Lu se preguntaba si no estaría afectando su carácter; si era así, no se preocupaba porque de todos modos la afección estaba apuntada en la dirección correcta.

El pelo muy negro de la criatura brillaba sin gorro en el aire diamantino de este comienzo de invierno. A pesar del hielo aquí y allí, no hacía frío: el aire se distanciaba del frío de las cosas, y era agradable surcarlo. Tenía un paso realmente alado, pese a que, a sus tres años recién cumplidos, todavía conservaba la encantadora torpeza de los inicios.

Una culebra especialmente grande que vio le hizo volver la mirada a Lu, como pidiéndole autorización para seguir adelante. Pero volvió a verlo absorto en sus pensamientos y siguió sin más, unos pasos delante de él. El bosque estaba superpoblado de culebras pequeñas, serpentinas de un verde apagado, casi gris cuando no se disponía del volumen apropiado de luz diurna. Al poco rato, la ensoñación de Lu pasó a ella, sin cambiar de modalidad.

Pero estaba lloviznando, y probablemente fuera más prudente volver. Para sus paseos elegía casi invariablemente los «bosques largos» que habían quedado a los costados de los embalses del Qu, a los que habían emigrado poblaciones enteras de animálculos de sus hábitats ahora inundados; de ahí que esas florestas, que en otros tiempos habían sido calmadas y casi superfluas, ahora dieran una sensación de lleno a la que era difícil sustraerse, y muy apasionantes para el observador. Y eso explicaba también que hubieran tenido la oportunidad de ver la muerte de aquel pájaro. Esto lo pensó Lu con cierta melancolía: al fin de cuentas, el milagro se empañaba con una explicación perfectamente natural, si es que podía considerarse natural esa contracción de lo natural.