En realidad, la lluvia era plena, y casi violenta. Simplemente no la notaban porque iban al abrigo algo ambiguo del follaje. No tenía demasiada importancia, pero le molestaba un poco que lo vieran al volver. Tenía sus horarios, y le disgustaba pensar que pudieran tomarlo por un maniático, de los que no pueden privarse de un hábito, así sea el más inocente del mundo como es el de dar un paseo por la naturaleza, aun cuando todo en la naturaleza se oponga, incluso con la tenue y cotidiana oposición de la lluvia.
Pero cuando salieron de lo más cerrado del bosque para entrar al camino que bajaba hasta transformarse en una calle de la aldea (la calle donde se hallaba su casa) la lluvia había cesado. Hicieron el resto del trayecto distraídos en la evitación de los numerosos charcos, y al trasponer la verja de la casa la niña se precipitó a jugar con su mascota, una liebrecita de agua que nunca como ahora estaba en su elemento en el húmedo jardín. Se había embarrado sobremanera, pero Lu Hsin la dejó en libertad, con un suspiro.
Entró para decirle a la señora Whu que cambiara a Hin; la encontró conversando con una mujer de la aldea, y no le dijo nada. Pasó a la oficina y se sobresaltó al encontrarse con un desconocido que lo esperaba y que ahora levantó la vista, sorprendido él también por la entrada silenciosa del dueño de casa. Tenía las prendas abotonadas del ejército, al que no pertenecía, sin embargo. Se levantó y se presentó con cierta torpeza, no sin antes hacer un gesto en dirección al tablero de plata que había tenido entre manos un instante antes, con entonación ligeramente culpable:
– Bonito objeto. -Con lo que demostraba que había temido que lo tomara por ladrón, o al menos por entrometido.
Resultó ser un ingeniero que venía a la provincia a hacer estudios de factibilidad de obras hidroeléctricas. Lu Hsin no pudo menos que sonreír: el riego parecía quedar atrás, pero el agua daba para mucho todavía. Era lógico que recurriera a éclass="underline" tenía todo el material necesario, y prácticamente el ingeniero no necesitaría ir a ver los paisajes reales, o le bastaría con verlos en última instancia como comprobación. Un archivo bien llevado, como el suyo, una recopilación ordenada de datos, servía a los mismos fines, pero mejor, que una pintura de paisajes. Todo lo cual estaba supeditado, como no dejó de reconocerlo el ingeniero con sus modales algo subrepticios, a que Lu accediera a desprenderse de su material, o a facilitarlo. De ahí que la lógica del tablero de plata se viera confirmada. Eso lo hizo seguir sonriendo. Jamás se le ocurriría escatimar esa clase de conocimientos a nadie.
Le ofreció té, y salió a prepararlo. Pero al ver a la señora Whu le pidió, con cierta brusquedad, que lo hiciera ella. La mujer le dirigió una mirada de genuina sorpresa: no estaba habituada a que su patrón le diera órdenes:
– ¿Pero no ve que estoy conversando con mi amiga? -dijo señalando a ésta como si fuera un objeto que se hubiera mimetizado hasta la invisibilidad en la cocina, por un proceso difícil de imaginar. No había terminado de decirlo cuando ya su sorpresa se había trocado en impaciencia-: Es grotesco que me interrumpa siempre sin motivos.
Lu no dijo nada más, y puso el agua a calentar. Esperó, inmóvil como una estatua junto al hornillo, mientras las dos mujeres mantenían un silencio hostil, y al fin se marchó con la tetera llena.
Olvidó el incidente lo antes posible, y no tardaron en sumergirse en el trabajo, en el que siguieron hasta bien entrada la noche. En cierto momento se asomó a la sala, a buscar algo, y vio que Wen Tsi era ahora el interlocutor de su ama de llaves. Esta señora parecía encontrar temas de conversación con todo el mundo, menos con él, lo que no dejaba de tener su punta enigmática.
Cuando el visitante, alarmado por la hora, se marchó, Lu se ofreció a acompañarlo. El otro le pidió que no se molestara, pero acto seguido confesó que en realidad no sabría cómo llegar a su alojamiento en el edificio de la Guardia Municipal. Salieron juntos. La noche estaba destemplada, y muy oscura. Caminaron un rato en silencio, y después Lu Hsin le dijo que podía quedarse con todos los archivos, cuyo sistema de clasificación le había estado explicando.
– ¿Quiere decir que puedo llevármelos?
– Sí. Supongo que pondrán una oficina… no veo cómo la mía podría servirles, cuando yo pienso utilizarla con otros fines.
Eso era una novedad para el visitante, que no pudo ocultar su sorpresa. Creía, y así se lo dijo, que el puesto de Lu en la burocracia provincial era sólido.
– Lo es. ¿Por qué habría de ser algo menos que sólido? Simplemente, pienso renunciar a él. Creí habérselo dicho. O bien: debí habérselo dicho. Pero no tiene importancia.
El funcionario era la mar de discreción. No hizo ningún comentario. De todos modos, Lu Hsin creyó conveniente decirle:
– Me dedicaré al periodismo.
Después de dejarlo a salvo, volvió por donde había venido. Se veían pantallazos fugaces de la luna, entre bordes cargados de nubes; observó la superficie rugosa del satélite, y no creyó haberla visto nunca antes con tanta nitidez. Se le ocurrió pensar en la inutilidad suprema de los telescopios. La luna, se dijo, debería mirarse de muy cerca, nunca de muy lejos; incluso lo demasiado cercano (es decir, lo imaginario) era preferible a lo lejano. La observación lejana es apenas un punto de partida: nunca es demasiado pronto para interrumpirla. De otro modo, uno corría el peligro de pasarse la vida en el entretenimiento supremamente estéril de contemplar paisajes. La contemplación lejana obstruía el pensamiento, que es sinónimo de la contemplación cercana. ¿Y qué quería este ingeniero con el que había estado departiendo sino una visión microscópica del paisaje, una visión que sólo los papeles podían darle? Por algún motivo, Lu Hsin siempre salía al camino de los que cambiaban las dimensiones de su mirada, era como un duende (así se veía a sí mismo) de las alteraciones ópticas, y siempre aparecía en el momento adecuado.
Distraído en esa contemplación de la luna y de la oscuridad móvil y turbulenta tras la cual aparecía, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cara en el barro: un desastre. Afortunadamente no se lastimó, pero eso fue peor para su ropa: al no encontrar ningún punto de resistencia en la caída, se hundió en un lodo que lo revistió de pies a cabeza. Se levantó, chorreante e incómodo, y debió hacer el resto del camino con los brazos y piernas abiertos. Lo peor fue que le provocó risas a la señora Whu, y asustó consiguientemente a Hin, que ya estaba con el camisón puesto, con una colección de dibujos recortados dispuesta a lo ancho y largo de la mesa. Se preparó el mismo el baño, y una vez en el agua, que aromó con hierbas, pensó: Esta mujer debe de odiarme. Era una de esas cosas sin motivo, que tantas veces asoman en la vida.
Después tomó una cena liviana, acompañada con mucho té. El té era un recurso que había ideado tiempo atrás, para darle cierta consistencia temporal al momento de la cena. Efectivamente, con el transcurso de las tazas le parecía como si se colara algo de tiempo real. Para cuando terminó, estaban en plena «sesión nocturna».
Lo habituaclass="underline" Hin lloraba, se negaba a dormirse. Por lo menos en este aspecto podía desligarse totalmente, incluso salir a fumar un cigarrillo al jardín, o en noches menos inclementes a dar una caminata. La señora Whu se ocupaba, y jamás se quejaba de esa tarea, como se quejaba de todas las demás; si lo hubiera hecho, la habría despedido en el acto, la habría fulminado con el rayo de la inexistencia sin pensarlo dos veces. Y debía de saberlo, la taimada campesina. En el fondo de todo malhumor siempre había un maquiavelismo, y una pequeña prudencia.