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Después, bajo la luz hermosa del crepúsculo, Hin y Yin jugaban en el patio. La señora Whu cosió un momento aunque no tenía paciencia. Y la interrumpió Hua P'i p'ei, que venía de visita y se quedó, a pesar de la ausencia de Lu. A diferencia de Wen, Hua aceptaba la conversación de esta señora, que por su parte no les prestaba la menor atención a uno ni a otro de los amigos de su patrón; en este caso, prestó atención, y algo torva, cuando el visitante se sirvió del coñac del dueño de casa.

El día siguiente transcurrió en gran medida igual, salvo que ahora la oficina estaba vacía y los niños se pasaron el día jugando con canicas en el cuadrilátero liso y pulido de tablas; el tercer día a la tarde llegó Lu Hsin con un carro de bueyes desde la estación, trayendo la vieja máquina impresora que había comprado. Hua estaba presente cuando llegó, y justificó el uso del coñac diciendo que brindaba anticipadamente por el éxito de La Gaceta Hidráulica. Lu accedió a beber él también una copa, cuando la máquina estuvo en la oficina; debía relajarse después del esfuerzo. Cuando su amigo le preguntó por la periodicidad que tendría la hoja, no le sorprendió escuchar una respuesta muy pensada: Lu Hsin no era hombre de improvisar, sobre todo porque le gustaba actuar sobre lo inmediato. Según él, ése era el auténtico procedimiento racional, y no importaban los miles de años que habían consumado las dinastías en sus turbios preparativos. La periodicidad sería de: tres números por mes, más uno extra por trimestre, más uno extra por semestre, más uno extra por año.

Bebida la copa, y cambiada la camisa empolvada por el viaje, fue inmediatamente a su escritorio a redactar unas cartas. Examinó las tintas, las olió… y las olió su amigo, y la señora Whu, y Yin y la niña, en un ritual tan estúpido como necesario. Pero ya era de noche, por lo que los presentes superfluos se despidieron. Hua se marchó, y Lu Hsin despidió al niño, lo mandó a su casa a dormir con la recomendación de que viniera bien temprano al día siguiente. Lo acompañó hasta la calle, cosa que no hacía nunca, y le puso una mano en el hombro. Mañana, le dijo, le enseñaría a manejar la minerva.

Pero al día siguiente la función de Yin fue llevar a la niña de paseo, pues Lu estaba demasiado ocupado aprendiendo él mismo a manipular la máquina. Y compuso el primer artículo, sobre «La Velocidad en la Repetición de las Pendientes», sin borrador.

A la mañana siguiente trajeron las bobinas de papel.

6

Lu Hsin, sentado a la cabecera de la mesa, ante el silencio absorto de los invitados, se llevó a los labios una tacita de té… azul. Tomó un sorbo de té azul, respiró, y tomó otro. Terminó la tacita de un sorbo más, y volvió a llenarla con el té azul de una tetera blanca de porcelana traslúcida, llena hasta la mitad. Cada uno de los invitados, cinco graves señores mayores, estaba sentado frente a una tacita idéntica a la del anfitrión, llenas asimismo de té azul. Habían observado atentamente a Lu Hsin, aun sin parecer que lo hacían. Como si salieran de un sueño, o dentro de él adquirieran movimiento, alzaron todos a un tiempo la mano derecha, tomaron sus tacitas, y se las llevaron a los labios. Un sorbo, en el silencio perfecto: cinco sorbos. Lo degustaron, pensativos. Remaba la impresión de que a ellos no se los podría engañar, no digamos con té chasco, pero ni siquiera con un buen colorante puesto en la infusión. Y a pesar de esa certeza, estaban en trance de comprobar una verdad inverosímil. Vaciaron las tacitas confirmando un juicio. Las devolvieron a la mesa con ruiditos secos, espaciados: la música secundaria del té.

– Es té, indudablemente -dijo uno de ellos. Los otros asintieron.

Se sucedieron entonces las congratulaciones a Lu, teñidas de disculpa, como si dijeran que había sido un trámite burocrático más.

Los cinco ancianos, reconocidos expertos en arte, habían sido jurados en un concurso de pintura con té, de los que son tradicionales en nuestro país. Con las distintas variedades de té, aplicadas con pincel sobre los papeles clásicos de los acuarelistas, se obtienen exquisitas coloraciones pardo grisáceas, doradas, amarillas, ocres en todas sus tonalidades, anaranjadas, y hasta un tenue rojo. Pero nunca azul; de ese color no había, antecedentes en los cuantiosos anales de la pintura con té. Todos los colores de un bosque en otoño, pero no el cielo que se alza encima de las copas de los árboles. Todos los colores de un crepúsculo, pero no el que está antes de las transformaciones. Sin embargo, en este concurso se había presentado una obra íntegramente pintada en azul, en los más diversos matices del azul, desde el profundo y opaco en el que viven los pulpos, hasta el aéreo y lavado con blanco en el que flotan las nubecillas del mediodía. Las obras se juzgaban únicamente por sus valores pictóricos; hacerlo de otro modo habría significado rebajarse a un nivel artesanal, o de mera curiosidad o hobby. El cuadro azul había superado a los demás presentados, por su inspiración y su destreza técnica; era el mejor, pero ¿era té? Su autor, que no era otro que Lu Hsin, había debido invitar a los jurados a probarlo en su casa. Ahora, el final requisito había sido satisfecho. Bebieron su té, y todos en paz.

Apoyado en una silla, como un invitado más, estaba el cuadro ganador: un retrato del presidente Mao, de asombroso parecido, todo azul.

Cuando los jueces se retiraron, Lu volvió a trabajar en la imprenta, donde había pasado, salvo ese breve y extravagante intervalo, todo el día; al siguiente repartían la Gaceta, que debía quedar lista sin falta. Y así fue, a costa de una labor extenuante. Desde hacía por lo menos una semana tenía la idea de escribirle una carta al ministro Chu, pero por un motivo u otro nunca encontraba el momento para hacerlo. En razón del tema peculiar que debería comentar esa carta, calculaba que sería preciso esmerarse especialmente en su redacción. Hoy, se había hecho tarde, y estaba cansado. A última hora, no hallaba más inspiración que la muy escasa necesaria para beber un poco en compañía de su amigo Wen Tsi. Aun así, éste lo encontraba desagradablemente distraído, absorto, ensimismado, y con los ojos más entrecerrados que de costumbre. Le preguntó si no se sentía mal.

Lu suspiró, y ésa fue toda su respuesta. Wen Tsi se volvió hacia la señora Whu y le hizo un comentario sobre la calidad de los nabos de la temporada. Lu volvió a suspirar, con lo que probó que estaba más atento de lo que parecía. Wen se ocupó de llenar otra vez las tres copas de coñac: el líquido brilló mientras se calmaba su turbulencia, reflejando la luz rosada de una lámpara de papel colgada exactamente sobre la mesa. Todos los gestos y las intenciones parecían extinguirse uno tras otro, en una cadena sin objeto y un brillo sin consecuencias. Era una noche de primavera, la primera después de la última nevada; los vanos de blanca nieve retrocedían como brumas selenitas. Wen hizo una mesurada referencia a ese hecho, y la luna lo confirmó acentuando su fulgor difuso en los vidrios nuevos de las ventanas… ¿o eran las paredes? La casita entera parecía haberse ido desmaterializando, y ya era como si el cono de luz rosa en cuyos bordes se encontraban los tres se hallara mágicamente plantado al aire libre, entre las montañas.

Wen Tsi bebía. Desde hacía un año traía sus propias botellas de coñac, y se invitaba a sí mismo con prodigalidad. Sus visitas se multiplicaban en consecuencia. «My house is not an inn», citaba Lu a veces, a miss Moore, y completaba el verso con un toque de sorna: «Is his bar». Wen había obtenido un inesperado suplemento a sus ingresos, gracias al nombramiento de Verificador Escolar del sur de la provincia, y las imaginarias responsabilidades del cargo lo abrumaban al punto de hacerlo recurrir al alcohol. En el contraste de la realidad ilusoria de la causa y la ilusión real del efecto, veía algo así como un logro personal.

Menos engreída, la señora Whu bebía por regularidad de la inconsciencia. No se limitaba para nada. Después de una cantidad indefinida de copas, un observador imparcial habría podido decir que se encontraba «embotada»; pero un conocido, probablemente se habría abstenido de juzgar. Era una señora muy callada. Sus períodos de bebida coincidían con las ausencias de Hin: ya fuera que la niña durmiese, como era el caso en esta noche de primavera, o estuviera en la escuela, el borde de cristal se acercaba a sus labios. Lu se preguntaba si la progresión sería irreversible. Se limitaba a preguntárselo, porque a las biografías ajenas las prefería enigmáticas.