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A pesar de lo avanzado de la hora, hubo una visita más: el señor Chao, un vecino, padre de familia, que en los últimos meses se había vuelto una presencia asidua en casa de Lu.

– Vi la luz -dijo-, y pensé…

No completó la frase, cosa habitual en él. Y en este caso la había interrumpido muy oportunamente, porque nadie era más abismado que él en cuestiones de pensamiento. ¿Pensaba? Los amigos viejos de Lu Hsin se inclinaban por una enérgica negativa. Eso podía explicar su preferencia por esta clase de compañía. Por tal motivo, o por algún otro difícil de imaginar, parecía haber encontrado de pronto muy acogedora la casa del vecino, de quien lo había sido veinte años sin más intercambio que un saludo casual en la calle. Era un hombre pequeñito, vestido a la antigua, absolutamente ignorante. Un escéptico de la historia. Era la prueba viviente de que también se podía ser un conservador ignorante (aunque él ignoraba incluso que fuera conservador). Sin embargo, tenía interesantes ideas prácticas, como las podía tener una planta o un insecto, y Lu había sacado provecho de ellas en más de una oportunidad. Al señor Chao, ver reproducidos sus pensamientos en los escritos técnicos de Lu Hsin, lo había convencido de que era un intelectual. No advertía que intelectual era precisamente el que pensaba con la cabeza de los demás, no con la propia.

Era abstemio. Como esa noche no halló humor de conversación, se retiró pronto. A la mañana siguiente muy temprano estaba en pie y daba vueltas por el jardín delantero de su casa, desde donde dirigía ciertas miradas a la de Lu. Allí no se movía nadie, todos dormían. El señor Chao esperaba a Yin para sacarle información y meterle ideas en la cabeza; lo hacía con cierta frecuencia; en su estupidez inmensa no se daba cuenta de que la malevolencia, al repetirse, pierde todo efecto.

Yin era el joven asistente del señor Lu; todas las mañanas era el primero en llegar a la «redacción», abría la oficina y empezaba el trabajo, antes de que su patrón se despertara. Al vecino le dio la impresión de que tardaba más de lo acostumbrado, pero como no tenía reloj, sus impresiones en ese sentido estaban sujetas a un amplio margen de error subjetivo. O le parecía que era demasiado tarde, o que era demasiado temprano; y cuando no le parecía ni una cosa ni la otra, le parecían las dos a la vez. Si un individuo tan tonto hubiera además estado dotado de pensamiento, seguro que se habría vuelto loco al cabo de la primera media docena de sus razonamientos.

Pero al fin lo vio venir, montado en su bicicleta. Se creyó en el deber de reconocer, en su fuero interno, que nunca lo había visto llegar tan temprano. Salió a la calle y lo detuvo, con una sonrisa nerviosa. Yin era un niño de unos quince años, muy alto para su edad, delgado, de pelo muy corto y cara soñolienta.

– ¿El auxiliar madruga levantándose más temprano que de costumbre? -le dijo, balbuceando bastante.

– No, señor. Por el contrario, hoy estoy un poco atrasado.

– Sí, sí, claro. Qué lindo día, ¿eh?

La juventud no presta atención al clima, y Yin era joven, casi demasiado joven. El señor Chao lo vio poner un pie en el pedal, y buscó rápidamente algo que decir:

– Escucha, debo hacerte una advertencia…

Yin asentía con la cabeza. ¿A qué?, se preguntó el otro. Todavía no le había dicho nada sustancioso. Pero, en un relámpago de lucidez, tan rara en él, comprendió que no tenía nada sustancioso que decirle.

– ¿Acaso ya te lo dije ayer?

Yin siguió cabeceando un momento más de lo necesario, por inercia, y después se detuvo. El señor Chao dijo:

– Creo que Lu Hsin no es un verdadero marxista.

No bien lo hubo dicho (y era algo que decía todos los días) sintió el temor agudo de que le pidieran una explicación. Pero no fue así. El cielo estaba velado por una niebla gris tan fina que parecía limpio y vacío. A la cima de la colina que tenían a la izquierda se asomó por un instante la silueta de un camión, cuyo ruido no les llegaba. Se oyeron unos trinos vagos, de pájaros enjaulados en la vecindad. La mano rugosa del señor Chao se alzó hasta el manubrio de la bicicleta, y los dedos sintieron el frío del níquel. En la puerta de su casa, estaba la figura misteriosa de la señora Chao. El acercó la cabeza al niño y volvió a hablar, en voz más baja:

– La intención secreta de Lu Hsin es…

Ahí se detuvo, con un gran dolor pintado en el rostro. Quería decir: «Es cometer adulterio con la señora Kiu», pero no se atrevía. El marido de esta señora era un hombre corpulento, y Chao tenía miedo de que le pegara si se enteraba de sus fantasías. Lo malo era que ya lo había dicho otras veces, por lo que ahora no podía felicitarse de su mutismo. Sólo podía lamentar su cobardía.

Yin se apartó suavemente, como una sombra en la mañana sin sombras: como una sombra vuelta una figura, una imagen recortada. El dolor del mundo no le concernía. Abrió la oficina con su llave, levantó los postigos, y empezó a poner algo de orden. Era necesario, porque la noche anterior habían terminado de componer, y los papeles del señor Lu habían quedado por todas partes. Hoy imprimirían toda la jornada, hasta concluir, y después habría que doblar y empaquetar los periódicos para su distribución. El joven era rápido y eficaz, y sabía muy bien qué había que hacer. Cuando entró Lu Hsin las planchas estaban en su lugar, las pesadas bobinas de papel enganchadas a la minerva, y el ambiente en general sólo esperaba el trabajo.

Detrás del señor Lu entró Hin, trayendo una taza de té para el primer ayudante. Se entretuvo unos minutos con ellos, viendo los preparativos. Antes de que pusieran en marcha la máquina entró el segundo ayudante, el pequeño Chiang, y la señora Whu, malhumorada, para llevar a la niña a la escuela. Lu Hsin revisó como hacía todos los días los útiles de Hin, que se reducían a tres ítems: un lapicero laqueado, un frasquito con escobillas, de borrador químico, y una cajita chata de cartón, dentro de la cual había varias hojas blancas de grueso papel estucado. Hin se despidió con cortesía y salió de la mano del aya.

Cuando volvió a la tarde, la novedad excluyente eran los patos, por los que sintió una fulminante pasión. No podía creer siquiera en lo que estaba viendo: diez patos distintos como figuras plantadas en el patio del fondo. ¿No era más de lo que podía esperarse, humanamente? Como todos los niños, solía creer que el mundo funcionaba de acuerdo con una estética superior, de índole placentera. Hasta podría haber dudado de la realidad estable de la visión, de no haber estado mirándola también su papá, y el señor Wen. Este último, además, comentaba a las aves una por una. No había llegado a la mitad cuando se presentó el grueso señor Hua, lleno de exclamaciones que no tardaron en brotar de su boquita de capullo. Uno de los patos, decían los adultos, era un raro espécimen tibetano. Otro, manchú. El geométrico, por supuesto que un japonés mutante. El que más le gustó a Hin, si es que atinaba a decidirse, era el más pequeño de todos, enteramente negro. Su buen amigo Yin había salido de la oficina y vino a su lado. Al cabo de un momento, le preguntó qué le parecían. La niña no vaciló en manifestar su encanto, y lo hizo con tanta vehemencia que los caballeros se volvieron a mirarla. Estaba con los útiles todavía bajo el brazo, pues había pasado de la calle directamente al patio. El señor Hua le tomó el mentón, como solía hacerlo, con dos dedos regordetes: