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– Son muy bonitos tus cua-cuás, ¿eh? No digo «pato» para no pasar por revisionista, ja ja ja. Apuesto a que no querrás comértelos.

Le gustó, aunque le intrigaba, el uso del posesivo. Tenía entendido que esas aves eran un regalo que le hacía la corporación de criadores de la Hosa a su padre, como retribución por su trabajo periodístico. ¿Pero qué era esa suposición bárbara de que se los comerían, como si fueran coles? Lo miró alzando las cejas con cierto escándalo. Los hombres se rieron de su reacción.

– Creo que son patos muy jóvenes -dijo el bondadoso señor Wen-, y podrás disfrutarlos muchos años… -Le dirigió una mirada burlona a su amigo Lu, que parecía relativamente hastiado. Todos esperaban su comentario. Cuando habló, lo hizo con reflexiones distanciadas:

– Nos falta espacio. Ya nos faltaba silencio. Y observo que no se les ocurrió la idea de enviarnos una pareja.

– Eso es cierto -asintieron los demás.

– Habrá que ocuparse de ellos, aunque no acierto a percibir con qué fin. Por mi parte, no tengo tiempo.

– Yo sí -se apresuró a declarar Hin, y con eso se cerró el debate.

Acto seguido se presentó Chao, y unos segundos después la señora Kiu. Poco después, en el orden propicio al mínimo de cortesía, sus respectivos cónyuges. Si los traía la curiosidad, se tomaban el trabajo de demostrar que se esperaban algo así. Lu se preguntaba si su sino sería siempre llamar la atención y atraer gente a su casa. Confiaba en ese fenómeno psicológico, el cansancio de la percepción. En ese sentido, los acontecimientos estaban infatigablemente a su favor. Hasta la señora Whu, que había contabilizado las llegadas desde la ventana de la cocina, salió al fin, dando claras muestras de haber bebido. En realidad, lo hacía siempre, desde la mañana. La afectaba una forma intrigante de artritis, y tenía una pierna deformada por esa causa: desde la rodilla para abajo, el miembro había sufrido una torsión casi completa, al punto que el pie apuntaba para atrás, lo que resultaba muy curioso de ver. Al parecer la bebida (pero no específicamente el aguardiente de ciruelas, que era su preferencia excluyente) la aliviaba; incluso un medico complaciente que Lu Hsin había hecho venir en consulta manifestó en su oportunidad que en determinados casos, la progresión del mal se detenía a fuerza de alcohol. La señora era de las que opinaban que nunca se abusa de un buen remedio.

El dueño de casa propuso tomar el té en el jardín, ya que estaban allí, y el clima se prestaba. Le pareció el recurso más eficaz para despacharlos relativamente pronto. Pues las teteras reales, por pródigas que sean, tarde o temprano se vacían. Sin recurrir, ni siquiera en el pensamiento, a su servicio doméstico, se encaminó a la cocina para poner el agua al fuego. Pero lo detuvo Hin, solícita.

– Yo lo haré, señor.

– ¿Podrás arreglártelas?

– Claro que podrá -dijo el señor Hua-. Recuerda que somos nueve.

– ¡Ya los había contado!

Lu sonrió. ¡Era tan ingenuamente sincera! El gordo se tragó la lengua. Yin iba tras ella, pensativo. La niña se volvió y le dijo que lo haría completamente sola. Lu Hsin la vio moverse adentro, al otro lado de los vidrios poblados por los reflejos del jardín, árboles y curiosos y hasta los famosos patos, contra el fondo soñador de las montañas. Apilaba las tacitas, abría la lata de té, vigilaba el primer hervor del agua; y las imágenes en los vidrios ahogaban sus pequeños ruidos.

Cuando terminaron con el té, y las conversaciones, y las despedidas, ya era el crepúsculo, y no había tenido ocasión de dedicarse un instante siquiera a la carta. Además, había trabajado todo el día en la impresión de la Gaceta, y recién ahora notaba lo cansado que estaba. Afortunadamente, se habían quedado solos. Le comunicó a la señora Whu que preferiría cenar temprano. Ella asintió, con más benevolencia de la usual. Lu se quedó como aniquilado en su silla. Hin se sentó al lado a hacer los deberes, y de vez en cuando iba a la ventana a mirar a los patos, que seguían inmóviles.

– ¿Cómo puede ser? -preguntaba cada vez.

En ese intervalo llegó Wa Lung, el agente de distribución de la Gaceta en la Hosa interior; al iniciar su tarea de editor, Lu había organizado con niños (innovación fourierista nunca vista antes en la China) el reparto del periódico, y de esa etapa quedaba, y seguía siendo adecuado en las aldeas inmediatas, el grupo de colegiales dirigido por Yin. Al ampliarse el círculo de suscriptores, Wa Lung, ex licitador de estampillas fiscales, resultó invalorable armando la red de entregas a domicilio. Aparte de esta cualidad, ya histórica en la vida del diario, era un hombre de inteligente conversación, de tono muy discreto, por lo que siempre era recibido con gusto por Lu. Esta vez, lo sacó del marasmo de agotamiento.

Le dijo que casualmente se había visto obligado a venir a la aldea por una cuestión privada, y una vez liquidado ese asunto, había pensado que no valía la pena volver a su casa, y rehacer el camino a la mañana siguiente para buscar los periódicos; de modo que, si Lu Hsin le daba alojamiento… El aludido lo interrumpió para decirle que, además, lo invitaba a cenar. En cuanto al sueño, le tenderían una colchoneta en la oficina. La señora Whu fue debidamente informada. Para darle gusto a la niña, Lu le propuso al invitado salir al patio a ver sus patos nuevos a la luz de la luna. Ella abrió la marcha, y marcó, al detenerse, la distancia que consideraba justa para observarlos.

– Me alarma sobremanera que no se hayan movido un ápice -dijo Lu sin faltar para nada a la verdad: estaba realmente impresionado, y veía una mala señal en ese orden inmutable de ribetes filatélicos.

– Es para verlos mejor -dijo Hin-. ¿No son hermosos?

Wa le daba la razón con solemne convicción.

– Yo no los encuentro tan bellos -decía Lu.

Contemporizador, Wa admitía que tenían algo de absurdo, dentro de su especie de belleza, por supuesto.

– Más que absurdo: siniestro -corrigió Lu.

– Sí, de siniestro también… De misterioso, más bien.

– El honorable Wa da muestras de la magnitud de su tolerancia.

Los diez patitos, cada uno en su sitio, y de perfil, parecían siluetas de madera, pero palpitaban colmados de absurdo y de misterio. En la luz lunar, sus colores apenas si se notaban. Delante de cada uno (cortesía de Hin Hsin) había un platito con un bizcocho remojado en leche. No parecían tener intenciones de probarlo.

Entraron y se sentaron a la mesa. La cena que había preparado la señora Whu era pescado, una de esas grandes carpas que en los últimos años se habían vuelto el plato estelar en la dieta de los comarcanos, por la prodigalidad con que se reproducían en los embalses. Como de costumbre, la señora la había echado a perder preparándola mal. Era tan automáticamente ineficaz en la preservación de los gustos naturales, que al probar las carpas Lu se sorprendía al hallarles gusto a sashimi, aunque estuvieran recocidas, o a uno de esos símiles vegetarianos de pescado, por difícil que fuera extraviarse en la blancura de esos sabrosos peces casi domésticos. En cuanto a la salsa, podía calificársela sin error de «neutra». Wa comió en silencio, con apetito. Lu Hsin abrió una botella de buen vino blanco en su honor, y la bebieron rápidamente. De sobremesa, té y cigarrillos, mientras Hin terminaba sus deberes y después se entretenía dibujando.

– ¿Es aplicada en la escuela? -preguntó Wa.

Lu vaciló un momento, por sus motivos personales; instantáneamente se le ocurrió que podían pensar que vacilaba respecto de la pregunta, por lo que se apresuró a responder:

– Sí, creo que es bastante buena alumna.

Hin seguía trabajando como si no oyera nada.

– Es muy ordenada.

– ¿Lo notó? -le preguntó satisfecho-. Es una de sus mejores virtudes.

– Pero el año pasado perdí mi sacapuntas -dijo Hin saliendo de su simulada distracción.

– Ah.