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– Eso fue un accidente -la disculpó Lu.

Había dibujado el contorno de un pato, tal como se los veía. Dijo que debía ser el pato negro, su favorito, y le pidió permiso a Lu para destapar el frasco de tinta y usar el pincel. Tenían un acuerdo de que no haría tal cosa de noche, pero en este caso valía hacer una excepción: no sólo por la presencia del huésped, que garantizaba la prolijidad de la operación, sino también porque esa pintura no estaría terminada sin unos toques de tinta, que sugirieran el negro suntuoso de las plumas. Además, lo haría muy rápido.

En efecto, fue velocísima; dejó la hoja secándose en la ventana, sujeta al borde del vidrio inferior con dos brochecitos, mientras iba a la cocina a enjuagar el pincel. Por un efecto paradojal de la luna, se producía una transparencia. Los dos hombres veían el pato, que tenía una notable semejanza. El negro de la tinta se proyectaba en las tinieblas nocturnas.

El acontecimiento memorable del día siguiente fue la consecuencia, probablemente inevitable, del no menos memorable acontecimiento del día anterior: ocho de los diez patos murieron tras una grandiosa pelea que sostuvieron entre sí y que, a pesar de tan notable resultado pasó desapercibida mientras sucedía, para los habitantes de la casa. Era incierto el momento en que pudo haber tenido lugar. Las aves se habían mostrado silenciosas, pero de todos modos el combate no pudo haber transcurrido sin un mínimo de alboroto. ¿Cómo fue que nadie lo oyó? Estaban vivos los diez sin falta cuando Hin se fue a la escuela por la mañana: les dio de comer, es decir, renovó la galleta, que no habían tocado, estuvo un rato memorizándolos, sin atreverse a tocarlos, e incluso pensó con ligero sobresalto que no habían movido una pluma en toda la noche; los diez miraban hacia el este en poses fijas, y la niña se dijo que si se mantenían así, como un ejercicio mnemotécnico, le sería fácil llegar a reconocerlos. Quizá ya a esa hora su suerte común estaba echada, quizá los pactos y desafíos ya habían tenido lugar, y el hecho de que mantuvieran sus posiciones era lo más agresivo que podían hacer, salvo matarse, cosa que hicieron cuando no los veían.

Después de marcharse Hin, Lu Hsin no había prestado la menor atención a lo que sucedía en el patio, ocupado en la expedición del diario, con cuyos atados partieron al mediodía Wa y Yin. Respecto de la señora Whu, era más difícil hacer suposiciones. Había estado en la casa, encerrada en la cocina, pero quién sabe en qué ensoñación. Cuando Hin volvió de la escuela, con dos compañeritas que venían expresamente a conocer a sus nuevas mascotas, éstas ya habían pasado su gravosa prueba y estaban muertas en su mayoría. Lu Hsin había descubierto la catástrofe un rato antes, y se limitó a contemplarla. Los dos patos sobrevivientes se hallaban al fondo del patio, de perfil, lejos uno del otro, y parpaban suavemente sin mover el pico. Las niñas quedaron petrificadas, los ojos muy abiertos. Lu Hsin le dijo a Hin que ignoraba tanto como ella qué podía haber pasado. La dispersión de plumas y cadáveres era horrenda. Se habían masacrado. Las estocadas de esos picos en forma de cuchara tenían, por lo visto, un efecto atroz, peor que las granadas de fragmentación. Considerando lo cual, los dos sobrevivientes no tenían demasiado desarreglado el plumón, ni siquiera estaban sobremanera bañados en sangre. Lu Hsin reflexionó en voz alta que no debían de haber participado en el combate, salvo como espectadores. Porque aquí, participar equivalía a morir. Algunos cadáveres estaban trabados de a dos (el caso del admirado negro), las palmas rasgadas como celofán, los picos mismos quebrados, y los cuerpos, los pobres cuerpos, más rollizos de lo que se habría creído, dados vuelta por entero, en nudos imprecisos de carne roja y grasa amarilla, huesitos astillados, órganos en ristras mal enrolladas.

La señora Whu había salido al oír a las niñas (tenía un sexto sentido para saber cuándo Hin estaba en la casa) y manifestó su sorpresa al ver el desastre, señal genuina, porque nunca mentía, de que le había sido ajeno hasta el momento. La vecina Kiu también se hizo presente, y ella sí dijo haber oído el estrépito de los patos riñendo pero, por discreción, no había querido intervenir.

– Nos habría ahorrado un disgusto -le dijo Lu secamente, y agregó, temiendo parecer descortés-: Aunque no creo que se hubiera podido hacer nada.

Las niñas dieron unas vueltas cautelosas, y al fin salieron a la calle, a esperar a Yin para que les prestara la bicicleta. Hin le dirigió una mirada a Lu, que se encogió de hombros. El incidente lo dejaba malhumorado, sobre todo por producirse en un momento en que siempre quedaba vacío y decaído: inmediatamente después de impreso y entregado un número de la Gaceta. Además, le faltaba Yin, a cuya presencia se había habituado. Siguió a las niñas hasta la calle, y tomó a Hin por los hombros con dulzura. Le dijo que hoy su amigo no vendría hasta muy tarde, pues repartía el periódico en las aldeas vecinas. Yin era un joven por demás generoso y paciente, y les había enseñado a conducir su bicicleta a Hin y a todas sus amigas. Pero hoy el rodado servía a un propósito más importante que la diversión de las pequeñas. Ellas parecieron doblemente mortificadas por la información. Entraron a la casa, y él volvió a seguirlas. Les sirvió unos vasos de leche con té de rosas y les aconsejó que trabajaran un rato en sus deberes. Quizás Yin volviera antes de la noche, y podrían dar una vuelta después de todo, para consolarse.

Le hicieron caso. Después de un rato de conversación, empezaron a copiar fragmentos de Mao, y se los pasaban a él para que verificase la caligrafía. Lu Hsin asentía a todo, hasta a los errores. Eso le recordó la carta que se había propuesto escribirle al amigo del presidente, pero no se sentía de ánimo, con la visión de esas aves laceradas todavía en la retina.

De modo que salió a fumar un cigarrillo, pero la presencia de los patos muertos (y los vivos) lo deprimía, aunque no los viese. Se los imaginaba allí, al pie de las montañas que tanto había contemplado, como víctimas propiciatorias frente a un altar rústico pero exquisitamente pintado. Era chocante, una pura visión. Que perdería su pureza cuando tuviera que levantarlos, cosa que si no hacía él no haría nadie. No le atraía la idea, pero habría que limpiar el patio antes de la noche, o corrían el riesgo de que el olor atrajera a algún animal indeseable a husmear la carroña.

Además, conocía la psicología aldeana: vendrían curiosos. Si se habían propuesto venir a contemplar los patos, cuya novedad en sí misma persistía, la noticia de la matanza los atraería con más intensidad. Para empezar, ya estaba aquí su vecino Chao, con sus abruptas zalamerías de campesino.

– Tendrá que disculparme en este momento, pero estoy muy apurado -balbuceó cuando se cruzaban, pues había sido todo verlo encaminarse en su dirección, y simular un paso rápido en la opuesta. No le dio tiempo ni siquiera a responderle. De cualquier modo, el señor Chao preferiría hacer sus comentarios ante la señora Whu, con la que se entendía bien.

Tomó la dirección del bosque sin pensarlo mucho, y cuando franqueaba los límites de la aldea, el cielo que había estado nublado y blanquecino todo el día, se entreabrió de pronto mostrando un sol sorprendentemente alto que llenaba de claras primicias el mundo. ¡Era mucho más temprano de lo que había pensado! En efecto, ahora lo recordaba: era el día de la semana en que Hin tenía menos clases; con los acontecimientos, se le había pasado por alto. Pues bien, mejor así. Podría dar un paseo largo, en vez de uno corto. Llegaría hasta los primeros claros, pasando la orla del bosque, y daría la vuelta al gran espejo de agua. No tenía otra cosa que hacer, y le convendría dejar la mente en blanco; ningún sitio más apropiado para ello que la naturaleza, el viejo y tradicional pasaje a la indiferencia. Las cúpulas de los árboles se balanceaban en el aire, y los pájaros proferían sus cantos de siempre, o hacían piruetas aquí y allá, fútiles y veloces. Objetos verdes y flores. La primavera era lo que siempre volvía, lo inexorable y cándido. Se preguntó si habría habido un primer hombre que registrara su vuelta, la segunda vez. ¿ Lo habría hecho con desencanto? No se le ocurría otra posible reacción. La mente humana no estaba hecha para la repetición, había sido preciso habituarla mediante la violencia, y la dulzura, en proporciones bien equilibradas.