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Respiraba con fruición, olvidándose de todo. Le haría bien pasear en extenso, sin apuro. Últimamente salía poco; era raro el día que Hin no tuviera algún compromiso con sus amiguitas, o una sobrecarga de tareas escolares, y él había perdido el gusto de caminar solo -aunque ahora lo recuperaba con una presteza que le pareció suavemente milagrosa.

De pronto oyó el ruido de un avión y levantó la vista. Allí estaba, un gran avión gris que pasaba muy alto (así al menos le parecía, pero no debía de ser tanto porque iba abajo de las nubes). No dejó de mirarlo mientras recorría el cielo en una recta caprichosa: ¿quién había trazado esa línea en el cielo, y por qué? No dejaba de apreciar el contraste del gran pájaro rígido y los bordados de follaje a través del cual lo veía. Estaba oculto. Su humor había cambiado radicalmente. El paso del avión le sugirió auspicios magníficos. Incluso tuvo la idea de hacer un ramo de flores, cosa que nunca en su vida había hecho. Podría ser abundante, pero de reducidas dimensiones, ya que no tenía a su alcance más que anémonas minúsculas, de tallos blandos. Pero el rosa de sus pétalos impalpables tenía cierta grandeza. ¿No existiría la posibilidad de hacer un ramo que fuese un color, un solo color intenso? La intensidad, en los tiempos recientes, había sido adjudicada en exclusividad a los más intrincados períodos dinásticos imperiales. El espíritu republicano se jactaba de no necesitarla. Rosa, rosa, rosa, un millón de veces el color rosa, siempre temblando.

A lo lejos, se aproximaban unas figuras; o se alejaban; o ni una cosa ni la otra. El bosque, como todos los bosques, era un laberinto óptico de certezas y vacilaciones imprevisibles. Por los «corredores de visión» se vislumbraban detalles que pasarían desapercibidos en un llano. Pero el conjunto se hacía enigmático. Le pareció impropio arrojar las florcitas que había estado juntando. Era una comisión de estudios del Qu, casualmente. Aunque él se había desligado hacía años de esa rama de los asuntos públicos, seguía siendo consultado; además, su actividad periodística lo mantenía en contacto, por su parte teñido casi siempre de ironía científica, con los subministros del agua.

Sostuvieron una breve conversación, amistosa y con distracciones. Le agradó. Le gustaba sentirse distraído respecto de cosas muy precisas. Incluso el leve ridículo de tener un ramo de flores en la mano contribuía a ponerlo en un lugar en el que se sentía cómodo. Que él hubiera dejado de ser funcionario del agua no significaba casi nada, porque otros lo eran. No había nada de inoportuno en el trabajo, mientras alguien lo llevara a cabo. Era la historia del país, y del mundo. Era la declaración de independencia del hombre frente a la primavera, a todas las primaveras posibles. Durante toda su vida se había sentido intelectualmente superior al prójimo, pero a esta altura empezaba a comprender que también le daba placer no sentirlo. Aplicaba su derecho a sacar un módico beneficio personal de la demografía.

De regreso a casa, ya bajo el crepúsculo, estaba a tono con la tarea de escribir esa carta. Y en efecto, al llegar no vio un obstáculo en la presencia algo furtiva de Wen Tsi, que se embriagaba en la cocina con la señora Whu, ni en la de Yin, que había vuelto del reparto y, después de una prolongada sesión de ciclismo con las niñas, ahora jugaba al majjong con Hin en la sala; la concentración de ambas parejas era perfecta y armónica en su diversidad. Por los cuatro lados de la casita entraba la luz enrojecida del crepúsculo, y Lu Hsin tuvo por un instante la visión deliciosa de ese cofre de madera y vidrio brotando de la incipiente sombra del suelo, como una gema en la que se concentrara toda la voluntad humana de hacer eterno el día. Sin más, sacó una hoja de papel de arroz, buscó la pluma fuente, y se sentó a la mesa. Miró un momento por la ventana.

Lo había movido a escribir esa epístola una noticia leída poco tiempo atrás; aunque los hechos tenían décadas de existencia, el suceso era en buena medida intemporal. Después de la conferencia de Yalta, cuando los rusos se hicieron cargo de la Prusia, la ciudad natal de Kant había estado a punto de ser evacuada y destruida, y tal habría sido su fin, incluido el del campanario en el que fijaba la vista el maestro para concentrarse, de no haber mediado el más extraño de los azares. Chu En Lai, ya entonces ministro de Relaciones Exteriores de nuestro país, de joven había estudiado filosofía en Alemania, de donde regresó trayendo una perenne veneración por el sabio de Kónigsberg, y dejando en esa ciudad un hijo natural, producto de su amor por una estudiante alemana. Y ese acontecimiento tan pequeño en la vida de un gran político y revolucionario, tuvo por efecto nada menos que la perduración de una antigua ciudad. Porque en el momento crucial pudo interceder ante los rusos (en aquel entonces nuestras relaciones con Moscú eran amables y puntuadas por gestos de buena voluntad) y logró que la pequeña ciudad reliquia, donde seguía viviendo su hijo, con el que nunca había perdido contacto, se salvara; y hasta el día de hoy prospera, intacta, con el nombre de Kaliningrado.

La anécdota, de la que Lu Hsin se había enterado leyendo en un ejemplar de un diario francés, Le Monde, que le había pasado el marido de la señora Kiu, el anticipo del libro de memorias de un oscuro político alemán, le había parecido brillante y sugestiva. Y se preguntaba si habría otro habitante de la inmensa república que pudiera apreciarla como él en su justo valor filosófico. Correspondía, entonces, comunicárselo al protagonista, como un sutil aplauso. Pero, por ser el caso bastante delicado, la carta debía tener todas las virtudes de la discreción. En este momento, se sentía en presencia de tales virtudes. Escribió esto:

«De la cuna a la sepultura, dice nuestro viejo proverbio, el hombre le da color a las nubes blancas. El clavecín de nuestras costumbres se apega a las benévolas sombras, y la luz misma que proyectan los bueyes irreales del cielo confirma la fábula de nuestros horarios. He visto hace unos momentos en la ladera del sur de las montañas Verdes dos hombres que se paseaban complacidos con la continuidad del trabajo de los seres visibles; pero el dragón que los vigilaba estaba quieto, pensativo. El dragón inmóvil no es el que arroja fuego con movimientos coléricos. Del fénix de las profundas porcelanas del éxtasis no esperamos un hijo, sino la reanudación de su propio vuelo: y no lo vemos. ¿Pero acaso vemos algo? Cuando la espera provechosa se extiende por debajo de la tierra, ni siquiera vale la pena que se alcen las montañas. Sólo puede decirse la verdad, ¿no es así?».

7

La respuesta a la carta se demoró justo un apo en llegar a destino; tardó un año menos un par de días en ser despachada, desde alguna oficina misteriosa de Beijin. La justeza del lapso se le antojó a Lu Hsin perfecta, aunque no lo fuera del todo, por ser un día de primavera (las cosas eran triviales, como lo había sido el otro, cuando recibió el anodino sobre oficial en papel barato, con los sellos personales del ministro de las Relaciones Exteriores. Lu, que no había esperado respuesta, pensó que sería un mero acuse de recibo, pero había algo más.

Justo o no, el lapso entre la partida de la carta y la llegada de la respuesta parecía no haber transcurrido en absoluto. Todo sería muy adecuado en ese caso. Salvo que el año había pasado, y aunque en general, como sucede siempre, la situación seguía igual, era como si se hubiera intensificado. Para convencerse de esto último habría bastado con observar a Hin. Había cumplido once años, y era todo lo que se había esperado que fuese: una típica belleza montañesa, de ojos grandes, cuerpo pequeño y fuerte, manos hermosas, y las dos trencitas anudadas atrás por las puntas: Lu le había enseñado a hacerse ese peinado desde muy pequeña, y ahora ella lo rehacía todas las mañanas con la mayor pericia. Nadie más que ella se peinaba así; algunas de sus amigas habían querido imitarlo, sin éxito. Y ella no lo había cambiado, aun cuando ahora podría haber impuesto su voluntad; Lu la contemplaba con cierta perplejidad, como se hace con lo que realiza un deseo que no estamos seguros de tener. Por otro lado, ese peinado ya era una reliquia, porque las mujeres montañesas habían desaparecido del horizonte de la Hosa. La raza montañesa, tal como lo había previsto Lu en su momento, se había dispersado, y no sólo geográficamente, por efecto de las modificaciones en el curso del Qu, que habían aportado riego a las laderas de las montañas Verdes (hoy eran cuidadosos vergeles cuadriculados). En menos de una década, esa gente se había extinguido, lo que daba que pensar. La niña misma era una reliquia, milagrosamente preservada por el gran truco del deseo de Lu Hsin. Sólo que era más hermosa de lo que había calculado. La desaparición del «fondo» étnico en razón del cual todo se había iniciado la volvía más preciosa y rara, y todo lo suyo intrigante para el que pensaba la pequeña historia.