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Mirándola, Lu sentía como si se despertara de un sueño. Todo sucedía, la vida misma tenía lugar, ni lenta ni rápida, y sin embargo, por una magia peculiar, era como si nada hubiera sucedido y todo esperara, mirándolo con ojos que habían salido lentamente del agua. Él mismo, que había pasado por épocas de no ser nadie, se había vuelto importante. La Gaceta, de la que ahora se tiraban varios miles de ejemplares, y cuyos editoriales se estudiaban y comentaban en todo el país, lo había hecho notorio. Lo que había comenzado como uno de sus tantos pretextos de inacción ahora aparecía como una sólida empresa política, que se escudriñaba hasta en la puntuación. Lu Hsin había apoyado, y guiado, los esfuerzos hidráulicos de la provincia, y nadie dudaba de que era el cerebro detrás de los avalares energéticos del agua. Los que a su vez habían producido una completa modificación social, de la que él era responsable tanto como puede ser alguien responsable de sus sueños. Y ahora sentía el despertar, lo sentía como algo a la vez vago, esfumado, y urgente, con esa urgencia de decisión que había aprendido a reconocer en los libros de su amado maestro alemán.

Y mientras tanto, su entorno se volvía más y más un sueño. Toda la gente que conocía y a la que frecuentaba había ido instalándose poco a poco, muy poco a poco, en las costumbres blandamente fijas de un hábito onírico. Ellos se apartaban vertiginosamente del despertar, mientras creían vivir la realidad. Se preguntaba si no sucedería así con toda la nación. La China tenía una historia de prolongados sueños, siempre muy disimulados en el realismo que había sido la marca original de su pueblo. Quizás efectivamente estaban entrando en una nueva realidad; o, mejor, en un nuevo realismo. Al menos era lo que deducía de las posiciones de sus conocidos, del pequeño círculo del que seguía siendo el centro. Él en cambio, por acción del rodeo que había hecho por el sueño, en el que se había introducido, por así decirlo, con los ojos bien abiertos, ahora asomaba a una realidad intensamente vivida. Toda la infancia de Hin había sido ese sueño, un período durante el cual él se había mantenido apartado de sí mismo, llevando a cabo las infracciones habilísimas de un sonámbulo. De pronto, se sentía rejuvenecido, hasta lo que veía y oía le parecía más nítido, incomparablemente más claro, como si interpusiera una lupa prodigiosa.

Uno de los que se habían vuelto sus familiares, al punto de haber sido en la práctica adoptado como hijo y discípulo, era Yin. Dotado de una inteligencia precoz, y un sólido buen sentido campesino, el joven había tenido la fortuna de estudiar hidráulica con el mejor de los maestros posibles. Dentro de dos años iría a cursar ingeniería en la Universidad de Shanghai, donde ya tenía asegurada una beca. Para cuando llegara ese momento, Lu Hsin se proponía interrumpir la publicación de La Gaceta, si es que no querían hacerse cargo de ella sus colaboradores, cosa que dudaba; el único que habría podido hacerlo era, justamente, Yin. Se le ocurría que, de habérselo propuesto así, La Gaceta en todos estos años habría sido la pantalla ideal para conservar a su lado al muchacho. No había sido ésa la idea, naturalmente, pero de haberlo sido… el secreto habría sido a su vez la pantalla de otro secreto, al que nadie podría llegar nunca. Ese tipo de ensoñaciones, en el punto en que se encontraba, parecía dotado de una tremenda urgencia.

Como era típico en él, traducía el pensamiento al trabajo. Su esfera de intereses visibles se había ido desplazando en los últimos años, y más recientemente el movimiento se había intensificado, por diversas circunstancias. Entre ellas, la instalación en la Hosa de un centro de investigaciones genéticas, el más importante del país. El hombre-orquesta Lu había tenido participación en el establecimiento del centro, y no sólo escribiendo artículos al respecto en su diario, sino en trabajos más prácticos, como la ingeniosa manera de organizar la cría de patos, que eran los sujetos predominantes en la experimentación. En lugar de limitarse a producirlos con eficiencia, Lu Hsin había partido de la creación de una subeconomía regional surgida de la crianza. No sólo era más eficiente a largo plazo: era más interesante asimismo.

En fin, que al tiempo que las obras hidráulicas en la zona habían dispersado a los montañeses, habían acumulado patos; y si parecía faltar simetría entre ambos sucesos, entre otras cosas porque las razones de lo primero habían sido económico-sociales, mientras que las de lo segundo habían sido puramente naturales, o menos aún, acuáticas, había un eje central, un núcleo de irradiación de lo que podía considerarse un cuento poliédrico, y ese punto no era otro que la casa de Lu Hsin, donde el motor de la fábula no se detenía; por el contrario, a cada momento cambiaba la frecuencia de sus ondas y renovaba la historia. La casita misma tenía algo de cuento: la mansión diminuta del dragón, la cabaña de cristales de los hijos del emperador campesino… Ahora la casa era uno de los centros de reunión más frecuentados por los científicos del Centro de Genética, el sitio al que había que ir cuando sentían curiosidad por lo que sería de ellos en el porvenir (cosa que los científicos siempre ignoran).

La carta la recibió una mañana, lo que no tenía en sí nada de extraño: el cartero hacía un viaje especial a su casa, con un grueso paquete de correspondencia para la Gaceta, todos los días a primera hora. Pero este sobre se lo entregó aparte a Lu, antes de entrar con los demás a la oficina, donde solía charlar un momento y tomar una taza de té. Lu Hsin lo rasgó y leyó con gesto distraído la hojita de papel, que dobló y se metió al bolsillo, tras lo cual entró a verificar el trabajo escolar de Hin, que desayunaba. Sentado a la mesa donde hojeaba los cuadernos de la niña, pudo ver que en la oficina habían hecho un círculo alrededor del cartero y hacían comentarios en voz baja. Calculó que en unas horas toda la aldea, y quizás más allá, estarían enterados del arribo de la misiva. Cuando Hin se fue a la escuela, Lu Hsin decidió salir a dar un paseo. Lo fatigaba la perspectiva de enfrentar la atmósfera intrigada entre sus colaboradores, y de todos modos no había gran cosa que hacer a esta altura del mes.

Al salir encontró en la puerta de su casa a la señora Kiu mirando melancólicamente sus musgos. Se detuvo a saludarla y conversaron un momento sobre el clima.

– Todo se ha trastornado -decía la señora, con un gesto fatalista. Su marido había muerto el año anterior. Se comentaba que volvería a casarse pronto, aunque andaba por los cincuenta años. De hecho, Lu Hsin podía calcular bien su edad porque eran contemporáneos. Creía poder recordarla de niña, medio siglo atrás. Asintió a sus declaraciones y la dejó donde estaba. Tomó, como tantas veces (como siempre), el camino del bosque.