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Se introdujo en los senderos húmedos, y el bosque entero parecía una cebolla de cristales verdes que se separaban, con un chasquido delicado, unos de otros. ¿Cuántas veces había paseado por estas regiones hermosas? Toda la vida, pero su vida no era del todo numerable. Había sido fiel a la naturaleza, pero, como sabía bien, eso no tenía ninguna importancia. Siguió el rumbo de las crestas altas, donde no iba con frecuencia; encontraba más bien vulgar apreciar los paisajes desde las alturas: ya había hecho mucho de eso en su juventud. Y ahora, al asomarse al gran panorama de riegos y cultivos, no miró hacia abajo sino hacia arriba: al cielo. Bien pensado, el cielo era uno de los motivos de estudio que más había descuidado en su vida. Creía recordar que en otras épocas lo había «puesto en reserva», para cuando otros asuntos que le parecían más urgentes, aunque más triviales, se agotaran. Y ahora el tema del cielo había quedado atrás: cuando uno se ocupa de objetos triviales, siempre termina habiéndose ocupado de los más importantes… Y no queda nada que hacer. Pero el cielo, de todos modos… quizás había hecho una elección adecuada, porque el cielo seguía vacío.

El día transcurre en el cielo, no entre los hombres. La tierra, espejo de la luz celestial, es la morada de los niños. Es preciso aprender la lengua infantil para estudiar con fundamento las ópticas sublimes. Esa noche recibió la visita de un matrimonio de científicos, dos genetistas jóvenes, muy brillantes -de ella se decía que estaba a punto de conceptualizar una novedosa teoría sobre la alternancia de los cromosomas-. Contribuyeron a la cena con una botella de vino y Lu Hsin hirvió pescado y preparó una salsa. Tiempo atrás, con la defección definitiva de la señora Whu de los trabajos de la cocina, había quitado el biombo que separaba a ésta de la sala, y cocinaba conversando con los invitados.

– La genética -decía- debería ser la ciencia preferida del marxismo. Lo tiene todo para agradar al dogma, y contiene el delicioso riesgo de desmentirlo.

– Nada desmiente a un dogma epistemológicamente hablando -dijo el joven científico, con la sonrisa prudente que adoptaba siempre para hablar con Lu Hsin.

– ¿Y que son sino una desmentida, todos los resultados a los que parecen acercarse ustedes mismos? Genes voladores, trucados, alternantes, cromosomas «traspapelados», funámbulos…

– Oh, es un modo poético de hablar.

Lu Hsin sonrió:

– Siempre hay modos poéticos de hablar. -Se quedó callado un instante, y le vino a la memoria, o a la imaginación, un dato interesante que transmitirles a estos jóvenes ignorantes en Historia-. ¿Sabían que en nuestro país, en épocas remotas, incluso algo legendarias (aunque no tanto como para salirse de los cuidadosos márgenes de la cronología de nuestras más recientes innovaciones en la técnica de evaluar la improcedencia del pasado) hubo un arte análogo, en su esfera, a estos «casos» de la genética de los que ustedes se ocupan? -Les dirigió una mirada interrogativa-. ¿No oyeron hablar de la vajilla «de tercera generación»? ¿No? No me extraña. Los expertos en detalles históricos no han dejado obras realmente legibles. Esas porcelanas representaban un trabajo que esperaba el momento de los resultados, no los quería inmediatos. Incluso económicamente: eran la deuda anticipada de los nietos. En ese sentido, debían de ser una especie de exorcismo contra las hambrunas. Lo mismo en cuanto a la legitimación social generaclass="underline" si pensamos que las generaciones se contaban según la descendencia imperial, por un lado, y por otro que los modales en la mesa se transmiten no a los hijos sino por intermedio de ellos, a otros, desconocidos.

Los invitados lo miraban con el rostro en blanco.

– Pero ¿por qué esperar? -dijo él, al tiempo que ella exclamaba, con afectada frivolidad:

– Es melancólico, es… de antropófagos.

Lu Hsin le dio la razón:

– Los platos se rompen, siempre. Basta un mínimo descuido, y después no vale la pena lamentar lo que pasó.

Un rato después, Hin hablaba con el matrimonio, y les mostraba su caja de lápices de colores, gracias a los cuales, decía, había ganado un concurso de pintura unos días atrás. Lu se excusó un momento y salió a la galería externa, para asomarse a lo que había sido la despensa y ahora, transformado en un confortable y diminuto jardín de invierno, hacía las veces de departamento privado de la señora Whu. Allí se pasaba todo el día bebiendo y mirando las montañas. Le pidió una copa y se sentó a bebería en su compañía, sin hablar. El motivo de la visita había sido preguntarle si cenaría con ellos, pero no vio motivos para decir nada, después de todo.

Su ama de llaves había ido más allá del alcoholismo, en un salto elegante y muy preciso. Ya era un oráculo del silencio; en esta ocasión de renunciar a hacerle la más trivial de las preguntas, Lu Hsin veía la cifra de su misterio. Pero un momento después ella habló, con su voz honda y noble de vieja; y fue para hacer una observación muy pertinente sobre las lagartijas:

– Puede decirles a sus comensales que no funden sus esperanzas en ellas. No se reproducirán mecánicamente.

– Había empezado a sospecharlo -dijo Lu-. ¿Pero por qué está tan segura?

– Las tiras de huevos no asimilan el agua. No asimilarían el té, si se lo dieran.

Era muy sagaz de su parte. Aun puestas en el agua, esas tirillas se secaban. Reclamaban la humedad ultramundana del amor. La señora Whu debía de saber mucho de la asimilación de líquidos. El caso de las lagartijas era intrigante, pero su condena no parecía tener apelación. Lu suspiró, y confesó no saber qué hacer al respecto. La señora Whu se encogió de hombros, como si todo fuera muy fácil, una vez que se aceptaba la fatalidad del fracaso.

– Yo las dejaría en paz -dijo.

– Es lo que he tratado de hacer.

Pero nunca podría hacerlo lo suficiente. Después de todo, no sabía en qué podía consistir dejar en paz a esos animálculos inexpresivos.

Salía una hermosa luna detrás de las montañas. Desde su puesto, la mujer podía medir su ascenso sin moverse. Desde la sala venía el rumor de la conversación y, muy apagado, el aroma de la comida en el fuego. De pronto, y sin ninguna razón a la que pudiera darle nombre, Lu sacó el tema de Hin, cuya vocecita de cristal se destacaba en el silencio de la noche: por lo visto, hacía buenas migas con el matrimonio de científicos; ellos todavía no tenían hijos. La señora Whu no respondió. Las sombras parecieron condensarse en la distracción de Lu Hsin; sin saber siquiera que hablaba, fue decir algo más, cualquier frase sin importancia:

– Hin…

En ese punto se interrumpió. La luna era el objeto que hacía inimaginable el mareo. La oscuridad sedosa del cielo rozó los hombros de Lu. La palabra resonaba en el silencio previo al mundo, y en la memoria. La insistencia había producido un significado, y él supo que la señora Whu lo había oído. Le dirigió una mirada subrepticia, con una inquietud que no había sentido en años. Ella miraba con placidez un punto oscuro debajo de la luna. En la penumbra, su rostro muy avejentado semejaba el de un guerrero, o una momia… Al cabo, la vio levantar la copita y beber con el borde de los labios; miraba el reflejo de la luna en el círculo inclinado de su aguardiente. ¡Lo sabía! Debía de saberlo. Se sintió aterrorizado, sin querer reflexionar por qué. El espanto suele tener formas muy variadas, y Lu Hsin tuvo la oportunidad esa noche de enfrentar una muy vaga y difusa. Tenía la impresión de que se había abierto un abismo en algún sitio al que podían encaminarse sus pasos. En ese gran vacío, volvió a oír la voz de la señora Whu:

– El señor Hua no vino hoy.

No era la primera vez que manifestaba, en los momentos más intempestivos, su interés por este amigo de su patrón. Lu creyó poder interpretar: lo ayudaría a obtener lo que deseaba, si él la ayudaba a obtener al señor Hua. Podían dar por terminado este entreacto. A modo de colofón, ella dijo con voz ahora arrastrada, como si la bebida hubiera hecho efecto de pronto: