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– Me siento enferma.

Lu dejó la copa en la mesa (vacía) y salió. Estaba a punto de volver a entrar a la sala, pero quiso quedarse un minuto más a solas. Dio unos pasos en el jardín, y miró la escena por la ventana. Hin y los dos invitados conversaban sentados a la mesa. Era tarde, y la niña estaba algo pálida. La vio levantarse, ir al armario y sacar platos y cubiertos, tarea en la que la ayudó la joven científica. A veces, los seres humanos parecen autómatas. Se dijo que todo en la vida corría siempre hacia un punto de precipitación, y había que actuar en consecuencia: muy lento en ocasiones, o muy rápido.

Le dio la espalda a la ventana y miró las estrellas. El espejo del cielo pensaba por él, con la precipitación lentísima de las estrellas. Y en medio del cielo negro, la cara de la luna, con sus grises imperceptibles. Recordó algo que le había dicho Hin años atrás, cuando era chica: «La luna es un mapa». Entró a cenar.

Dos días después caía el cierre de la Gaceta, y Lu Hsin había hecho para entonces su buena cuota de reflexión. Seguía dándole vueltas a esa idea de la precipitación. En la vida de las personas, se decía, suceden cosas, y todo el mundo lo sabe: pero nadie sabe nunca cuándo suceden. Y las consecuencias no eran de ninguna utilidad como signos, porque en general sólo eran signos del remordimiento. Sólo escribiendo lograba captar algo de la insensatez del instante: lo demás le parecía excesivamente difícil. Les regaló las lagartijas que venía tratando de criar desde hacía meses a los niños del barrio, y suprimió a último momento el artículo de fondo que había escrito para la Gaceta, una cosa u otra sobre la hidroponia, la clase de tonterías que recortaban y guardaban en carpetas sus lectores. A minutos de iniciar la impresión, se sentó a componer uno nuevo.

Un cambio de última hora era algo tan inusual en él que sus colaboradores quedaron intrigados. Yin se encargó de interrogarlo, delicadamente. ¿Tenía que ver acaso con su correspondencia con el ministro Chu?

– ¿La correspondencia…? -preguntó Lu desconcertado. Tardó un momento en recordar. No lo había pensado (en realidad, se había olvidado completamente de esa carta), pero bien podía dejarles creer que así era. Lo negó, vagamente.

Escribió un editorial que se tituló: «La espera pueril», una sarcástica invectiva contra el marxismo, al que renunciaba públicamente y denunciaba como una enfermedad de idiotas. El periódico se imprimió, y uno solo de sus colaboradores presentó su renuncia ese mismo día (aunque ya había vuelto a trabajar para la salida del número siguiente). Los demás, Yin incluido, no dijeron nada. El sonreía pensando que, sin proponérselo, había creado una de esas situaciones en que a la vez es preciso hacer algo con suma urgencia, y se han dado las condiciones de una completa parálisis.

Del contenido de la carta de Chu En Lai nunca se supo nada. Lu Hsin terminó extraviando el papel. Una carta no leída (un papel perdido o destruido) era el pretexto ideal para dar un paso perfectamente planeado en la cadena de una prolongada maniobra personal, y disfrazarlo de espontáneo sin que nadie sospeche nada. Todo el episodio tenía algo de broma secreta.

8

Si bien el efecto del editorial estaba destinado a ser profundo, nunca dejó de ser discreto. No adoptó, por ejemplo, la forma del aislamiento con que supuestamente se premian las bravatas antisociales. De hecho, la primera manifestación del efecto fue una visita, aunque no más que la tan cotidiana y ya casi invisible de la señora Kiu. Fue ni media hora después de que el periódico empezara a ser repartido. Lu Hsin salía en ese preciso instante (iba a comprarse un par de sandalias) y tropezó con ella en la puerta. Al otro lado de la cara impasible de la viuda, leyó su determinación de retirar su nombre de la lista de suscriptores, e incluso tal vez devolver su ejemplar, que traía enrollado en una mano.

– Su imprudencia, señor, está a la altura de las palabras con que la demuestra.

Muy oriental, él simuló buscar en los recodos de su imaginación:

– ¿La señora estará refiriéndose por casualidad a mi mediocre artículo?

– ¡Por casualidad! -bufó la Kiu.

– Me arriesgaría a asegurarle que ese minúsculo incidente escrito no tiene ninguna importancia, ni la tendrá en…

– ¡La tiene para mí!

– Me honra mi benévola vecina.

– Señor Lu: no es hora de ironías.

– No sabía que fuera marxista -comentó él, en un tono de generalización complaciente.

– Si es necesario…

– A veces…

– Pero…

– Por mi parte…

Por cortesía, dejaban todas las frases flotando. Hablaron un momento del clima.

– Una no puede ser esclava de la lluvia -decía la señora Kiu.

– Deberíamos pensar que la lluvia está a nuestro servicio.

– Habría que ser un venerable antepasado muerto para aceptarlo con tanta indiferencia.

– ¿La señora habrá pensado en honrarme renunciando a ejercer la crítica sobre mis necios escritos?

– Por el momento, prefiero declarar que sería más conveniente hacerlo que no hacerlo.

Lu se apuró a abrirle la puerta de la oficina, que estaba sin llave, y la invitó con un gesto a servirse por sí misma. Ella sabía dónde estaba el fichero. Por delicadeza, se quedó esperando. La vio ir directamente al mueble, encontrar su tarjeta en un abrir y cerrar de ojos y echársela al bolsillo de sus amplios pantalones azules. Podría haber apostado a que unas horas después la señora volvería a introducirse, subrepticiamente esta vez, en la oficina, y devolvería la ficha a su lugar.

Se marchó. En el camino, pensaba que su vecino del otro lado, el señor Chao, no tardaría en presentarse con alguna proposición curiosa. En efecto, cuando volvió con las sandalias lo vio sentado ostensiblemente en la parecita de su jardín, leyendo La Gaceta. De lejos, daba la impresión de no encontrar el sentido de las palabras.

Hin se disponía a ir a la escuela. Tomaba su tazón de leche bajo la mirada impaciente de la señora Whu. Lu Hsin puso agua para hacer té, y se sentó a su lado. Ese día la niña tenía una clase especial de geografía, y había dibujado varios mapas en grandes papeles delgados muchas veces doblados. Él los desplegó con profusión de crujidos, y los examinó en detalle. Se oponía por principio a los mapas hechos según una perspectiva vertical, perpendicular al terreno: favorecía una cierta oblicuidad, más adecuada, según su parecer, a la emergencia del arte que estaba al fin de la ciencia. Es cierto que así las cosas se hacían mucho más difíciles, pero eso era inevitable. Lamentablemente, el punto de vista oficial preconizaba una enseñanza a partir de lo más simple, y las complicaciones quedaban siempre para más adelante, para un futuro impreciso. No obstante, los mapas de Hin estaban bien hechos, e iluminados con bonitos colores. Había ganado medallas en ciencias, y en lo que iba de este año era la mejor alumna de su división.

Cuando se marchó, Lu se quedó tomando té, sin nada que hacer. La señora Whu se paseaba por el jardín, mirando la hierba. Posiblemente ya había dado los primeros pasos, y los segundos también, hacia su éxtasis cotidiano. La noche anterior le había comunicado que su padre estaba enfermo, muy grave, en una aldea localizada exactamente al otro lado de la Hosa. Lu había ignorado hasta ahora que ella tuviese padre, que debía de ser viejísimo, un prodigio de longevidad. No se decidía a volver a interrogarla, por temor de que ella se hubiera olvidado de lo que había dicho. Todo indicaba que debía de ser una alucinación, ya que nadie sabía que la señora hubiera recibido noticias de ninguna clase. Quizá su padre había muerto cincuenta años atrás, y ella se limitaba a revivir viejos sueños.

Salió al patio con una idea, y los gatos lo siguieron; volvió a entrar y fueron tras él. Supuso que lo que querían era comida, y les dio leche, pero no la bebieron. La señora Whu seguía todos estos movimientos sin despegar los labios. Salió en fin, por segunda vez, con la misma idea, que era ocuparse de las lagartijas. Porque las seguía teniendo, o mejor dicho disponía de la milagrosa progenie de las anteriores. Después de renunciar a su cría y regalárselas a los niños de la vecindad descubrió que habían quedado unas tiras de huevos (¡las irritantes tirillas!) en su jardín, y para su inmensa sorpresa, éstas sí prosperaron, y de la noche a la mañana nacieron las crías. ¿Ésa era la solución que había buscado con tanto empeño? ¿Un gesto? No sin perplejidad, había vuelto al trabajo abandonado, y no dejaba de reconocer que si podía volver, era gracias a que lo había abandonado.