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Se entretuvo en eso hasta el mediodía, después comió unos mejillones y se acostó a dormir la siesta. Ni ese día ni el siguiente había trabajo en la Gaceta: era la pausa larga del mes. Se despertó tarde, embotado, y estuvo tomando té y fumando largo rato; tan largo que se hizo la hora del regreso de Hin de la escuela, y tomaron la merienda los dos. Le preguntó si había hecho planes con sus compañeras; si tenía mucha tarea; a ambas preguntas respondió negativamente. Le propuso salir a dar una caminata. Las ocasiones en que salían a pasear juntos por el bosque se habían ido haciendo más y más infrecuentes, por lo que ahora tenían el placer de la novedad. Hin se preparó con entusiasmo, pero le advirtió que debían estar de regreso a la hora en que volviera Yin, que le prestaría un rato la bicicleta. Lu Hsin a su vez le recordó que él le compraría una bicicleta, si aprobaba todas las materias. ¡Claro que Hin lo recordaba! Precisamente por eso no quería perder la oportunidad de practicar en la de su amigo, para estar ducha cuando tuviera la suya. (El razonamiento era razonable, y a la vez no lo era.)

Salieron. La tarde de primavera resplandecía. La niña iba con una blusa blanca y pantalones azules, y los pies desnudos en las sandalias. Entraron de inmediato en el bosque, Hin adelante, abriendo la marcha, Lu Hsin algo retrasado, y silencioso. A cada paso se encontraba más y más en ella, como si el movimiento y el tiempo lo fueran adentrando en la niña, no en el bosque. A sus espaldas se iban cerrando puertas blandas de follaje y de suave luz diurna, y se encapsulaba una y otra vez, más allá de lo posible, en un pensamiento general en forma de Hin. Dejaba de ver, de oír, de ocuparse del mundo. Y aun así, se decía cautelosamente, si realmente pudiera concentrarse en esta minúscula fantasía, si pudiera entrar con todos sus pensamientos en Hin, hasta salir de sí mismo… entonces la vería alejarse al máximo, volverse un puro brillo en el cielo, como la gema depositada en el extremo del tiempo y de la vida.

Podía pensar (y casi casi debía pensar) que Hin era una formación mental suya. Que estuviera afuera de él era efecto de una operación de índole casi literaria, teatral, como cuando aparecía en escena junto al personaje real un demonio, con su mascarón bestial, y sólo los espectadores lo veían. La belleza paradójica de Hin, tan distinta del monstruo verde de ojos protuberantes, resultaba de un manejo análogo: era todo lo que él podía ver, y era lo que la convención del mundo (no sólo las buenas costumbres, sino lo que mantenía visible al mundo) le impedía ver en la realidad.

Las condiciones atmosféricas acentuaban la impresión, lo mismo que el peculiar estado de ánimo de Lu, derivado de su gesto reciente de «quemar las naves». Y no debía descartarse la posibilidad de que ambas cosas fueran una: las naves se incendiaban sobre el fondo de una fulgurante claridad, no a la noche.

La miraba en el silencio; las palabras habían sido para él, toda la vida, ocasión de desviar la mirada; era el ser más hermoso de cuantos tenía posibilidad de ver alguna vez. ¿No era redundante? Era hermosa, y se suponía que era suya. ¿No invalidaba ese pleonasmo todo el razonamiento de su visión? Y si era así… Sentía el goce inexplicable de las vísperas del deseo. Se volvía eterno, para su uso personal. Contra lo que solía decirse, el amor era voluntario después de todo. Salvo que la voluntad no siempre era voluntaria, al menos todo lo voluntaria que debería ser.

Se fijaba en el peinado, la trenza anudada en forma de estribo que se bamboleaba graciosamente sobre la nuca. Si sus compañeros de escuela antaño lo habían encontrado muy a propósito para darle tirones bromistas, ahora Lu Hsin lo encontraba igualmente propicio para atraparla y llevarla consigo a la morada de los dragones, al cielo invisible de la primavera. No todas las mujeres (ninguna de las que había conocido, si lo pensaba un poco) traían consigo ese implemento para asirlas. Era más propio del sueño que de la realidad.

Se detuvieron y se sentaron en un talud desde donde se veían las montañas, de un gris rosado a esta hora. Lu fumó un cigarrillo mientras Hin le contaba volublemente anécdotas de la escuela. Pensando sólo en sus historias, los ojos de la niña se perdían en las alturas lejanas. Él los vio salir al aire, y girar como astros sobre ese paisaje inmóvil en el que sus propios ojos se habían extraviado tanto. Cuando se puso de pie le sonaron los huesos. La tierra estaba húmeda.

De regreso, Hin cortó del suelo unas hojuelas muy verdes con gruesas nervaduras blancas, en forma de abanico. Le preguntó cómo se llamaba la hierba.

– En realidad no es una hierba -le explicó él-. Son pequeños árboles siempre en embrión.

– ¿Por qué tiene las líneas blancas?

– Bueno… no podría ser toda verde.

– ¿Por qué tiene la forma de abanico?

– Es la más lógica para su cometido, que es atrapar el sol, como una pelota de ping-pong.

– Eso ya lo sé: las plantas se alimentan de sol.

– Y alcanza para todas.

– El sol es misterioso -opinó Hin.

– Ya no tanto. Es una especie de bomba atómica al revés.

Hin abrió mucho los ojos. En aquel entonces se hablaba todo el tiempo de la bomba atómica (porque estábamos a punto de fabricar una, decían). Pero la idea que se había hecho la niña de ese dispositivo, por lo visto, no encajaba con su idea del sol, ni siquiera al modo inverso. Lu Hsin le explicó que las que se usaban en la guerra promovían la fisión del átomo, es decir, la separación violenta (o delicada: era un modo de hablar y entenderse) de sus componentes; el sol, al revés, actuaba por fusión. Los efectos eran exactamente los mismos.

– Salvo que nosotros no hemos aprendido todavía a usar la energía por fusión, por falta de recipientes donde meterla. Ni siquiera la porcelana sirve.

– ¿Y cuál es el recipiente del sol?

– La gravedad.

– Pero si el sol es una explosión, ¿no debería haber terminado ya?

– Hay explosiones lentas. Y además, algún día terminará.

Hin quedó un rato silenciosa, pensando, y después dijo:

– El sol tiene algo de horrible.

A lo que Lu Hsin asintió, pues era lo que siempre había pensado. Hizo el siguiente comentario:

– Empezamos hablando de una hierba en abanico, que en realidad es un arbolito que nadie reconoce, y terminamos hablando de sol. ¿No es curioso?

Ella no lo encontraba curioso. Dijo que todas las conversaciones evolucionan hacia temas distintos y, por otro lado, en este caso el hilo de las razones había estado bien a la vista. Y seguía estándolo, agregó señalando las hojas innumerables de los árboles y la hierba, que reflejaban, opacas o brillantes, la luz de la tarde.

Esas palabras fueron para Lu Hsin un motivo más para objetivarla. Los niños tienen temas distintos para cada persona con la que hablan. Ese solo hecho bastaría para desmentir el tan mentado ensimismamiento infantil. Después, durante toda su vida, la elección del tema de conversación sigue siendo una de esas deliberaciones solemnes a la vez que fugaces, en las que toda persona se abisma cien veces al día. El tema de Hin con él seguía siendo, en su proteica abundancia, el de las variaciones de la naturaleza. Entraba dentro de su convención referirse a los árboles, a la bomba atómica, o a las conversaciones de una tarde de primavera.