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En la calle, frente a la casa, los esperaba Yin, sosteniendo por el manubrio la bicicleta a la que de inmediato trepó la niña. Lu Hsin encontró adentro una visita que lo complacía: el viejo Ma Chiang, director del Centro de Genética. Lu, que era un hombre más bien serio, e incluso podía pasar por melancólico, tenía una gran reserva de risas que salía a relucir con ciertos interlocutores que, por algún motivo, se sintonizaban con su estilo hilarante. A esas personas, que habían sido bastante raras en su vida, y por ello tanto más preciosas, las cultivaba sobremanera. Este hombre, al que había conocido un año atrás, cuando el establecimiento del centro, era uno de ésos. Solía venir temprano, y nunca se quedaba a cenar porque entonces empezaba su jornada. Trabajaba de noche, solo. De día trabajaba también, con los científicos que estaban a sus órdenes. No dormía mucho, como sucede con los viejos (y él tenía cerca de ochenta años). Mientras Lu preparaba el té, comentaron el tema que por entonces estaba en boca de todos: se planeaba la construcción de un aeropuerto militar en la Hosa. El viejo, con buenos contactos en las fuerzas armadas, había recibido esa misma tarde la confirmación de que la obra era un hecho. Lu, con todo, se mostraba escéptico:

– No veo qué podríamos hacer con los aviones, como no sea volar…

El viejo se reía sobre su taza de té humeante, que le empañaba los anteojos.

– En Occidente -seguía Lu-, hubo una etapa deportiva de la aviación, que nosotros nos hemos salteado. No habrá apuesta. Será solamente «volar».

– De eso se trata.

– Será demasiado placer sin mezcla.

– Pero tendremos miedo.

– Nos sentiremos más chinos todavía, imitando al Señor Saint-Exupéry.

Risas.

– No será un placer, ni un miedo lo bastante compartido como para incidir en nuestra nacionalidad -dijo Ma Chiang-. La gente del común no hará como los pájaros. Es posible que yo no muera, después de todo, sin haber volado… o usted…

– ¿Prevé que me llevarán a algún sitio remoto a purgar mis excesos? -preguntó Lu Hsin sonriendo.

El viejo tardó un momento en comprender a qué se refería, hasta que recordó el artículo editorial de la Gaceta.

– ¿Lo leyó? -le preguntó el dueño de casa.

– Con el mayor interés.

– ¿Y le pareció…?

– Una obra maestra de… lo inofensivo sigiloso.

Lo festejaron con carcajadas. Ya estaban en plena jocundidad. A Ma Chiang se le empañaban todo el tiempo los lentes, y de los dos lados: de afuera, por su costumbre de inclinarse sobre la tacita de té; de adentro, por las lágrimas de la risa. Eso le recordó a Lu Hsin una anécdota, que le relató a su amigo. Unos años atrás, un militar de alta graduación asignado en la Hosa había tenido problemas con unos binoculares de campaña que debía usar constantemente en las maniobras que comandaba, porque tenía un ojo con algo menos de visión que el otro. Como Lu tenía prestigio de óptico en la zona, y el caso presentaba cierta urgencia que hacía imposible mandar a rectificar el aparato a la capital, se lo llevaron a él. Le bastó un somero examen para ver cómo podía hacerse el ajuste, sencillísimo; el general mismo podía hacerlo, probándolo hasta que quedara a su gusto. Dárselo a él había sido absurdo, porque se trataba de un asunto mecánico, no óptico. Anotó en una hojita el modo de hacer el ajuste, y la dejó junto a los prismáticos, que no tocó, para devolverlo todo al día siguiente y se fue a dormir. Pero a la mañana al despertarse, tuvo la completa y luminosa convicción de que él también, por contagio, se había equivocado de método. Hacerlo como se había propuesto habría sido el más garrafal error que un particular podía cometer en relación con la política: indicar que no era en su condición de poseedor de un saber determinado que podía ser útil, sino meramente como hombre inteligente. De modo que arregló él mismo el anteojo, del modo difícil, usando las cifras de la diferencia de dioptrías entre los dos ojos del buen caballero. Fue un fino trabajo, de perito óptico. Lo mandó de vuelta sin una palabra.

– Lo curioso -terminó entre risas francamente alegres- es que no recuerdo cuál fue el razonamiento que hice antes y después. Sólo recuerdo que tuve una revelación, pero no pude reconstruirla… ni podré nunca, al menos si no se da la misma oportunidad, y el mismo peligro. Y no creo que vuelvan a darse.

– ¿A darse qué? ¿Que un general miope…?

– Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja.

Cuando el visitante se marchó, al crepúsculo, entró Yin, que había estado rondando la casa en espera del momento de poder hablar a solas con Lu. Parecía preocupado, pero evitaba el tema de su preocupación. Aun así, a Lu Hsin no le costó descubrir de qué se trataba: temía que con el paso al estatus de opositor de su patrón, peligrase su beca para la universidad. Era conmovedoramente egoísta, como todos los jóvenes. Su maestro no se sintió ofendido en lo más mínimo.

– Irás a Shanghai, eso puedo asegurártelo. Pero aunque no pudieras, incluso aunque no quisieras, ¿crees que eso significaría algo? Hay otras universidades a tu disposición. La que elijas: Harvard, Oxford, la Sorbonne…

Yin lo miró con los ojos muy redondos. Nunca se le había ocurrido algo así. Eso también era típicamente juvenil, la falta de imaginación. Debía de creer que esos recursos estaban fuera de su alcance. Lu señaló la hilera de jarrones Song que tenía sobre el aparador.

– Bastaría con que vendiese uno solo de esos objetos -dijo-. Cualquiera de ellos haría ricas a varias generaciones de una familia, en Europa.

– ¿Pero no sería muy difícil venderlos? -murmuró Yin.

– Para nada. Podría hacerlo hoy mismo. Nuestro amigo Hua P'i p'ei mantiene buenas relaciones con Sotheby's de Londres. -Se inclinó sobre la mesa y habló mirando el pecho del joven-. No debes preocuparte por nada, mientras sigas bajo mi protección.

Se reservaba los poderes de la eficacia. Yin se tranquilizó de inmediato, como por efecto de una magia. Pero a Lu se le había ocurrido otra cosa, que venía muy a punto. No podía desaprovechar la ocasión, que era ideal, para hacer algo más. No importaba que fuera gratuito: bastaba con que fuera verosímil. Eso siempre producía algún resultado. Además, era el método de su vida. Se dejó llevar por sus ensoñaciones. Durante toda la Guerra Fría había sido un ávido lector de ese vademécum de leyendas anticomunistas que es la revista Reader's Digest, y tenía presente, entre otras bellas ficciones, que la policía de los estados totalitarios utiliza los ficheros de suscriptores de ciertos periódicos para hacer listas de enemigos de la seguridad pública. Eso podía darle pie para basar un pretexto en otro: en esas series, que deberían ser frágiles y quebradizas y en realidad son sólidas como las torres de piedra, está la escala a los cielos. De modo que, con un mínimo despliegue de histrionismo, se manifestó preocupado por sus lectores, y le propuso al muchacho que lo ayudara a hacer algo al respecto. Yin había vuelto a su aquiescencia habitual, y se limitó a asentir con rostro neutro. Le dijo que viniera antes del amanecer.

Al día siguiente, Lu Hsin se despertó mucho antes de la hora de la cita. Se quedó acostado, pensando. Salvo que en realidad no pensaba. Algo en su cabeza se negaba a tomar el rumbo de los pensamientos, y hasta de los recuerdos. ¿Qué estaba haciendo ahí, quieto en la cama, en la oscuridad? No lo sabía. Era la pura vida, y nada se parecía más a la muerte. Como un sonámbulo, con movimientos breves y precisos, se vistió. Dio unos pasos hasta la puerta, la abrió y salió al jardín. La noche estaba templada y muy serena. No parecía una noche. Tenía razón la señora Kiu cuando decía que el clima de la provincia se había trastornado. Quizás lo que había sucedido era que se había desplazado: el diurno a la noche, el nocturno al día.