Выбрать главу

Había algo de imposible en todo, no sólo en que él no pudiera pensar. Lo había en la hora, en todas las horas. O en la niña, que dormía, inexorablemente presente, como el corazón de la casa. Dio la vuelta hasta la ventana de su dormitorio: sólo se veía lo negro del espacio. Todo era imposible, y el mero hecho de decírselo valía tanto como una huida del mundo. La casa misma no se veía, situación inimaginable. Se retiró unos pasos por el jardín, y la miró, hasta verla dibujarse, en negro sobre negro, por la pura fosforescencia de lo imposible e impensable. Extraía de la sombra misma un fulgor de lo oscuro, del que se envolvía como de diez mil aureolas.

Era una antigua caja de té, a la que le había sido impuesto otro uso, heterogéneo, casual. O el té sin la caja. Y cuando se volvió hacia las montañas, también invisibles, creyó verlas como los cubos de un sueño, masas pequeñísimas al alcance de la mano.

Una hora después, se insinuaba la primera claridad del día, y hacía calor. Llegó Yin, hinchado de sueño todavía. Se pusieron a trabajar de inmediato. Fueron a la oficina y sacaron el archivo de suscriptores (un mueble-cito circular, con varios miles de fichas) y lo cargaron entre los dos hasta el fondo del jardín. Lu había escogido para enterrarlo el sitio donde un año atrás habían muerto aquellos tristes patos. El se excusó de cavar, porque no necesitaba hacer ejercicio, y tenía una sola pala, y el hoyo que había que hacer no ameritaba que trabajaran dos. Además, a Yin no le molestaba hacerlo solo. Se quitó la camisa y puso manos a la obra, mientras Lu se sentaba en el zócalo de la medianera y lo miraba. En unos segundos el torso del joven estuvo cubierto de sudor, y la luz gris del Oriente nuboso lo hacía resplandecer.

La mirada de Lu Hsin, al cabo de varios días (¿o de muchos años?), había encontrado un objeto de veras fascinante. El pensamiento volvía, anunciándose muy despacio, con pasos aterciopelados. Se sentía una estatua, un ser de piedra. El movimiento constante de los músculos de Yin era el mar, en cuyos bordes enterraban, como en un cuento de piratas, un tesoro. Con el progreso de la luz, el cielo se cargaba, detrás del joven apolíneo y oscuro. El trabajo estuvo terminado de pronto, la tierra apisonada. Yin le preguntaba si podía darse una ducha con la manguera, y él mismo dirigió el chorro de agua fría contra su cuerpo. Hacía mucho calor, y la luz se había hecho dorada. En la ventana de la casa de al lado estaba la cara blanca de la señora Kiu. Al otro lado, en su ventana, la del señor Chao. Yin se vistió y se marchó.

Una vez solo, Lu volvió a sentarse, pensativo. Había experimentado, durante el alba, el deseo de pensar. El nacimiento del deseo exigía siempre un mecanismo fantásticamente novedoso, nunca visto, uno de esos extremos de ingenio a los que llega la humanidad de vez en cuando, y que quedan registrados en los libros. Y junto a uno de esos mecanismos, por la ley de proliferación que dominaba la mente, había otro, su sombra, al que había que ajustarse cuando el primero se desvanecía. El amor era una sombra, pero del amor nadie sabía nada, porque nada se sabe de las sombras. Lo que nace no arroja sombras, sino destellos. Pensar no es saber.

Como todo hombre de espíritu mandarín, Lu había acariciado la idea de la sodomía, pero sin tomarla nunca en serio. Le parecía que era una de esas pruebas a la vez triviales e insondables que suele plantear la realidad a la gente, como una madre exigente que quiere saber si sus hijos la merecen. Ahora, de pronto, advertía que bastaba proponérselo para hacerla real. Sería un toque de justicia poética: las montañas, que lo habían vigilado siempre con sus ojos verdes, lo castigaban condenando al más completo absurdo toda su vida anterior. No eran sólo los ingleses: la Naturaleza también amaba el nonsense. Era un vértigo, un verdadero entreacto: su niña se hacía irreal, el tiempo se volvía una trampa a posteriori, y él salía vivo, brillante y plateado, como un pez que salta de un torrente a otro impulsado por el mismo resorte sobrenatural del agua que había respirado toda su vida.

La imagen patente de la reducción al absurdo de la pequeña Hin fue tan abrupta y convincente que debió apoyarse en el muro para no caer. Acto seguido, se sentó, y encendió un cigarrillo, tratando de tomar distancia de sus emociones. Después de todo, se dijo, él siempre había sido un hombre cortés, y no podía transformar en nada, por un capricho (o un error de cálculo) a una niña tan dulce. No podía aprisionarla en sus pensamientos, ni en los nuevos ni en los viejos. ¿Pero qué hacer entonces? ¿Qué hacer? ¿Debía reconocer que se había equivocado, así no más, por pura precipitación, después de esperar una década? ¿Debería amar a un muchacho, después de todo? ¿Igual que los maricas?

Suspiró. Nunca en su vida se había sentido tan desconcertado. Pero era inútil reflexionar. Decidió volver a acostarse y dormir. El destino nunca abandonaba por completo a nadie. Entró a la casa en puntas de pie.

En los días que siguieron, quedó bien demostrado que los efectos prácticos de su artículo serían nulos. El periodismo al menos daba esa seguridad. Quedó como un acontecimiento íntimo, pero todo era íntimo en la vida de Lu Hsin. Aunque había sido bien leído, con más atención que sorpresa, y sí tuvo efectos, inmensos y atronadores, en la historia. El stalinismo tocaba a su fin en el país; tras él se anunciaba la aurora de la más fantástica confusión que hubiera reinado nunca sobre la faz de la tierra. Tuvo que ser Lu Hsin el que la trajera a la superficie, en el papel de tramoyista de sus malentendidos privados. Y lo que sucedió entonces fue, aunque no hayan sido otras cosas, una grandiosa comedia de enredos (no el texto: la puesta en escena). Se llamó «la Revolución Cultural».

9

Los padres de Yin eran dos campesinos delgados, vestidos de azul, y sorprendentemente jóvenes para tener un hijo de diecisiete años. Gente muy aplomada, que nunca se reía, aunque Lu Hsin no podría asegurar plenamente esto último porque no los había tratado mucho, y lo que parecían en esta ocasión no debía de ser característico: la partida del hijo, o los conmovía, o los dejaba indiferentes, y ninguna de las dos emociones era para soltar la risa. Aunque, si lo pensaba bien, no recordaba haber visto reírse mucho a Yin en todos estos años, y ni siquiera sonreír con frecuencia. El giro peculiar de la cortesía del joven lo hacía mortalmente serio.

Sus tres hermanos también estaban presentes, tan adustos como los padres. Eran menores que Yin, entre los doce y los quince años, todos altos y delgados. Se mantenían al margen, obviamente se hallaban incómodos, y se habrían dejado cortar los brazos antes que estorbar en los últimos preparativos. Quién sabe por qué motivo la familia entera había ido a dar la última despedida al hijo mayor a casa de Lu, donde los recogerían los comisarios de viaje para llevarlos al aeropuerto militar.

La señora Whu había hecho desde el comienzo como si no los viera. No quería tomarse la molestia. En realidad, hacía como si no viera a nadie; entrecerraba los ojos, decidida a permanecer ajena. Hin en cambio los había convidado con té, trabajo que no pudo tomarse Lu ocupado como estaba decidiendo qué llevaría. Había dejado para último momento la preparación de su bolso, para no darle a su ausencia una importancia mayor de la que tendría, y como era por quince días, estaba indeciso respecto de las dimensiones del equipaje: a la vez demasiado poco tiempo para llevar mucha ropa (especialmente por cuanto estaban en verano), pero no tan poco como para ir con lo puesto y una muda más, como había hecho siempre en sus viajes, que nunca habían sido tan demorados, y tan lejos. A su edad, conocería Pekín. Pero nadie de los que estaban presentes esa mañana conocía la capital. Sentía que podía ser de mal gusto quitarle toda importancia al asunto.

Les dio recomendaciones a la señora Whu, que no prestó atención, y a Hin, que le dio la impresión de que le prestaba un exceso de atención. De modo que no dijo mucho. Pensaba, molesto, que la casita no mantendría su cohesión durante la quincena. ¿Y no era acaso una dispersión, la casa misma, no había seguido durante estos últimos quince años un proceso de desvanecimiento en el espacio? Ya era un solo ambiente, abierto por los cuatro costados al exterior (una cuarta parte de la casa se había vuelto galería exterior). Después del desmantela-miento de la oficina el año anterior, al cesar la aparición de la Gaceta, la salita se había ampliado, y los tres dormitorios habían perdido sus tabiques, transformados en biombos plegadizos. Todos los que la visitaban coincidían en que era la casa «más rara» de la Hosa. Era coherente que ahora, de pronto, su dueño y constructor saliera volando por los cielos.