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– No -dijo.

Era lo que había supuesto, después de todo. Yin era un joven convencional, y seguramente sus sueños se limitaban a casarse con una condiscípula de la universidad. Los guardias rojos eran terriblemente convencionales. Estaba bien así. Era un mecanismo de supervivencia. Además, Lu no había decidido nada respecto de Yin en los dos años transcurridos desde su iluminación en el jardín: no sabía siquiera si debía amarlo. La alternativa real coincidía con la duda que supuestamente debía resolver: eran pensamientos ligeramente fuera de lugar. El mismo se sorprendía en accesos de extrañeza: si realmente era un sodomita (y había llegado a viejo sin saberlo), debería actuar en consecuencia. Y si no lo era, ¿qué motivos tenía para confirmarse en el mundo? Por momentos sentía que en su vida, en su larga vida, había habido un error, pero no acertaba a encontrarlo. ¿O sería un error difuso, hecho de pequeños fragmentos que debía armar como un rompecabezas? Ni siquiera así. La vida le parecía algo demasiado monótono y homogéneo como para aislar un detalle y cargarlo con un significado especial.

Después de una prolongada ensoñación, volvió a mirar por la ventanilla y vio que habían salido de entre las nubes: la tierra estaba visible, y siguió así durante casi toda la tarde. Y allá abajo se desplegaba la China, el país más grande del mundo, el más bello y laborioso, patria de las artes y las ciencias, cuna de la Revolución. Era delicioso verlo, y al mismo tiempo imaginarlo. Todas esas personas… ¿Cada una habrá hecho lo que yo?, se dijo Lu. Pasaban sobre campos meticulosamente recortados, sobre arrozales que brillaban como espejos, sobre pasturas de caballos que eran miles y miles de puntos negros sobre un verde brillante, sobre ciudades que desde lo alto parecían maquetas, sobre ríos con barcos y carreteras como hilos sinuosos. Sí, qué duda había, todos habían hecho lo que él, y más también. Sólo había que saber verlo.

Y esa visión lo llevó a pensar otra cosa, en la que no pudo dejar de sentirse perplejo. Pensó que él mismo, con su sentido práctico, con su utilidad enciclopédica, con sus idas y venidas y mil ocupaciones… siempre había sido un patriota. En ese sentido, no tenía nada de extraño que el Partido Central lo invitara a hacer una visita a la capital, acompañado de su discípulo Yin Chiang-He. Quizás no lo habían pensado, pero de todos modos habían acertado.

Entonces vio a Pekín en el horizonte, toda en blancos y rojos, inmensa y misteriosa como una aurora.

En realidad, la excursión se demoró algo más de quince días, porque al cabo de su visita a la capital fue invitado a unirse al tour a la Gran Muralla que se organizaba semanalmente. Iría sin Yin, que se despidió de él para marcharse a Shanghai. Lu Hsin no rechazó la invitación, por cierto, pero de todos modos demoró su entusiasmo. La Gran Muralla siempre le había parecido un fenómeno imaginario, y se decidió a recorrerla, si eso era lo que se hacía, con la displicencia de lo inevitable. Cuando uno se ha pasado toda una larga vida pensando en un objeto, puede resultar incómodo ser transportado a los pies mismos de ese objeto, donde la admiración sólo puede manifestar una pálida obviedad.

Para colmo, lo afectó un virus un día antes de salir de Pekín, y al llegar al Hotel de la Muralla pasó dos días en cama, sin poder acompañar al contingente de personalidades. Pusieron a su disposición un avión militar para regresar directamente a la Hosa, y el día antes de abordarlo, un jueves (le pareció astrológicamente apropiado) por la tarde, un día fresco y verde, se presentó solo para hacer el reconocimiento, acompañado del guía, que era un cuadro de mediana edad.

– Aquí está -dijo el guía cuando se apearon del jeep-. ¿Se la imaginaba así?

Lu levantó la vista.

– Más o menos, o ligeramente más baja.

– Es que estamos demasiado cerca. ¿Preferiría retroceder un poco? Claro que después habría que volver.

– Puedo seguir imaginándome que estoy ligeramente más lejos, si es por eso -dijo Lu, que deseaba a toda costa evitarle trabajos inútiles a este buen hombre.

– ¿Quiere que entremos?

– Oh… De modo que se «entra».

– ¿Para qué creía que servían esas puertas, si no?

– Debí haberlo pensado… Pero confieso que no se me cruzó por la cabeza.

– Es curioso: las cosas reales y tangibles tienen ese efecto.

Entraron. El guía le advirtió que tendrían que subir escaleras.

– No hay problemas -dijo Lu-. No sufro de vértigos.

– Por suerte la altura de los peldaños es perfectamente regular.

– Es una modesta virtud que tienen casi todas las escaleras.

– Lo felicito por su benevolencia. Si usted fuera a todas partes con un centímetro en el bolsillo, cambiaría de opinión.

– Me temo que también cambiaría la opinión de mi distinguido prójimo sobre la solidez de mi razón.

– Ya llegamos. Acérquese a este lado. Es el lado que importa. Aunque ahora, todo es la China.

– Siempre lo fue.

– No crea. En fin… Caminemos un poco, si quiere.

Caminaron una veintena de metros por la muralla. El guía vio que la mirada de Lu Hsin se perdía en la cinta sinuosa por las colinas.

– No me pregunte cuánto mide. Debería saberlo, pero de vez en cuando las cifras se me borran. -Se quedó pensativo unos pasos-. En realidad, no sé gran cosa sobre esta… edificación. Supongo que un historiador aplicado podría darle más datos.

– No tiene importancia.

– Yo solamente estoy aquí.

– Ya veo.

– Ejem. ¿Por dónde querría empezar?

– Bueno… -dijo Lu un tanto desconcertado. Por su parte, había creído que ya estaban terminando.

– Usted dirá que no hay por dónde empezar. En cierto modo, es como si la Muralla fuera circular.

– Tiene algo de eso.

– Es la impresión que debería dar. Pero hay una diferencia de peso entre los guerreros y los turistas.

Había una gran luna diurna, ligeramente amarillenta. El guía se la señaló.

– ¿Sabe lo que dicen?

Lu hizo un gesto afirmativo. «La única construcción humana que se vería desde la luna es la Muralla China.»

– Desde niño me han intrigado los lugares comunes -dijo el guía-. ¿Por qué tienen que hablar siempre de ese espectador en la luna? ¿Y cómo pueden estar seguros de que realmente vería la Muralla?

– Supongo que algo tienen que decir.

– Sí, pero aun así es tristísimo.

– Que haya un hombre en la luna -lo rectificó Lu con calculada solemnidad-, es extraño.

– En efecto: sería un hombre menos en el mundo. Eso es consolador. De hecho, todo el asunto tiende a una identificación de la Muralla con la luna, pero no acierto a entender con qué motivo se lo pensó por primera vez.

– Quizá quiere decir -arriesgó Lu- que la China está tan apartada del mundo como la luna.

– Es una posibilidad. Sí, podría ser.

Siguieron caminando rumbo a la tronera siguiente. Estaba más lejos de lo que parecía a primera vista. Unos turistas a lo lejos se hundieron en un seno y dejaron de verlos. Ahora les parecía estar inmensamente solos.

– ¡El gran monumento al keynesianismo! -exclamó inesperadamente el guía.

– ¿Qué?

– Según lo veo yo, que soy un autodidacta, señor, la construcción de este dispositivo no sirvió más que para su construcción.

– ¿Para dar mano de obra?

– Sí. Pero trascendentalmente.

– Ahora que la veo en persona -dijo Lu asomándose una vez a la cara norte- debo reconocer que no me parece tan desatinada.

– Lo es, lo es. Mucho más de lo que parece. Es simplemente una mala idea geográfica.

– Quizá en la estrategia de la época…

– Oh, no hay épocas en eso. El arte de la guerra es lo único que se mantiene igual. Es como si los antiguos hubieran tenido aviones. Exactamente igual.