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Lu no le pidió explicaciones por esta aseveración tan curiosa. Estaban a medio camino entre las dos troneras, y se detuvieron a fumar un cigarrillo.

– Además -dijo el guía-, aquí en realidad nunca hubo guerras. Y no porque esto haya servido como disuasión. Usted sabe… hay un momento en que las guerras se vuelven inútiles, y en nuestro país siempre lo fueron.

– Pero no pensemos en guerras reales -dijo Lu, pensativo-. Supongamos dos ejércitos posibles, uno de un lado y otro del otro de la muralla.

El guía soltó una carcajada.

– ¡Qué estorbo inenarrable! No podría estar más de acuerdo con usted, señor.

Arrojaron las colillas, las vieron recorrer un arco rectificado por la brisa, y siguieron caminando.

– ¿No trajo una cámara?

– No, desdichadamente no tengo.

– No sé qué otro recuerdo podría llevarse de este sitio.

– ¿Se fotografían mucho aquí?

El guía abrió los brazos:

– ¡Todo el tiempo! Es chocante.

– Se me ocurre una cosa: ¿qué hay abajo?

– Nada.

Lu asimiló la información, pero no se sintió capaz de hacerlo «trascendentalmente».

– De todos modos -dijo-, es una lección de arquitectura.

– Ah, si vamos a empezar con eso. No veo qué lección puede haber en levantar una pared.

– Están las dimensiones…

– Lo que sucede, señor, es que siempre están las dimensiones, así haga usted un retrete.

– Me refería a las dimensiones grandes.

– Son las más constantes -dijo el guía.

Lu Hsin le dio la razón en su fuero interior. Pero se explicó:

– Cuando se superan ciertos límites, siempre se choca con la idea de la repetición.

– Aquí hubo una buena dosis de eso.

– Siempre hay una buena dosis de eso -dijo Lu parodiándolo involuntariamente. El guía lo miró, con cierta sorpresa.

– ¿Se refiere al amor?

– ¿Por qué me lo pregunta?

El guía se encogió de hombros. Ya llegaban a la segunda tronera, que era exactamente igual a la primera.

– Por aquí también podríamos bajar.

Lu Hsin se mantuvo impávido.

– ¿Quiere que volvamos? -le preguntó el guía.

– ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

– Podríamos seguir caminando por aquí arriba hasta sentirnos absolutamente aburridos.

– No lo dudo. Volvamos.

Emprendieron lentamente el regreso.

– Qué hermosos cielos -dijo Lu por decir algo.

– Toda una lección de arquitectura.

– No creo que nos estén mirando desde la luna.

El guía se volvió a mirarla.

– No, ni siquiera como metáfora.

– Pero todo esto -dijo Lu- es una gran ocasión poética.

– Supongo que es por eso que no la echan abajo. Hay algo que conmueve en la cuestión en general, pero nadie acierta a localizarlo. Yo sostengo que esta Muralla tiene un toque psicológico. Uno se pregunta: ¿Qué será de nuestras vidas?

– Habría que pensarlo detalladamente.

– Yo lo hago, señor, cada día que pasa. He abandonado los estudios, a los que fui tan dado; este trabajo no predispone al progreso intelectual. Pienso, vagamente, es decir, enumero, mis renunciamientos mundanos. Pero también los veo en general, como un círculo recortado en el viento. A mi modo, soy un taoísta. Cuando uno lo ha abandonado todo, puede decirse que le queda la contemplación del vacío, y es lo único que veo aquí donde todo el mundo ve el espectáculo más memorable de sus vidas… ¿Quién no ha pensado mucho en la Gran Muralla? Pues bien, vienen a verla. Yo también la he visto. Pero eso no me dispensa de la existencia. Y lo más curioso es que no es un punto extremo, sino un borde, un borde desmesurado. -Se quedó en silencio unos pasos, y después dijo-: Me siento como un exilado. Ya no sé dónde vivo.

– Yo volveré a mi casa mañana mismo.

– ¿Tiene esposa?

– No.

– ¿Qué hará?

– Hasta hoy mismo creía amar a alguien, muy secretamente. Ahora empiezo a ver que no vale la pena. Ya sabe… -dijo señalando la Muralla y el horizonte-: tendría que reemplazarlo por otro que lo significara plenamente, y esperar muchísimos años a que se volviera real, y después… habría que ver si lo real resulta realmente real…

– Entiendo. ¡Cómo no entenderlo!

10

Pasaron dos años, que parecieron breves como un parpadeo; o mejor dicho, no parecieron nada. No hicieron analogía. Los vivos estuvieron vivos, los muertos muertos, y algunos de los primeros pasaron al rango de los segundos. Dos veranos, dos otoños, dos inviernos, dos primaveras… No un espécimen de cada estación, como lo exigía la naturaleza para manifestarse simplemente, sino dos, como lo pedía la supervivencia, la más modesta e insignificante. Y fueron estaciones netas y persuasivas, marcadas como estampas, cada una cargada con sus emblemas propios, nunca con los ajenos. La tierra se pintaba y despintaba, se vestía y desvestía, y la gente lo notaba precisamente en sus funciones. El clima era demasiado utilitario para ser real. Servía a su cometido. La Revolución Cultural había dejado al país más campesino que nunca, lo que es mucho decir tratándose de la China. Se vivía la apoteosis de lo campesino, y como Lu Hsin se adaptaba a todo, esta vez escribió un enorme Tratado de Agricultura, cuya publicación, en cinco gruesos tomitos encuadernados en plástico, fue saludada cinco veces como un acontecimiento de la máxima utilidad. Hizo una docena de viajes en avión por cuenta del Ministerio de Asuntos Agrarios, conoció regiones cuya configuración jamás habría podido imaginarse por sí solo, agregó un tomo extra de apéndices a su obra… y así y todo, a despecho de la creencia de que los viajes hacen más lento el tiempo, los años y las cosas se sucedían muy rápido, en algún momento ya habían pasado y no había nada más que decir. Se preguntaba si esta sensación, que ya no tenía nada de psicológico, no sería un epifenómeno del concepto de «la revolución permanente».

Sea como fuera, lo campesino era lo único autónomo por derecho propio, y en ese flujo de temporadas la China bien podía eternizarse. Era tranquilizador. Promovía un profundo y reparador sueño nocturno.

Al fin de cuentas, la agricultura resultaba la definitiva ciencia de los paisajes. La mayor proeza que podía esperarse del sueño era lograr que en esos escenarios sucediera algo inesperado. Pero también existía una ciencia de los sueños. Además, a los paisajes «se volvía» una y otra vez, sin cesar, año tras año, como sobre soportes eidéticos que encima fueran reales. Las estaciones eran sueños: daban el «tono» del día, y se las olvidaba infaliblemente cuando la realidad volvía. Pero la realidad a su vez se hacía huidiza, se escamoteaba en sus variaciones.

Como lección de todo lo cual había estado el caso de la señora Whu, caso que se resumía en su desaparición de la escena, pero más allá del resumen tenía tantos matices y reverberaciones que era como si todo estuviera por resolverse todavía. Los hechos fueron éstos: en cierta ocasión a la señora le llegó la noticia de que había muerto su padre, y sin dar ningún anuncio, de la noche a la mañana, empacó sus cosas y se fue. Decisión sorprendente, a todas luces; no sólo por cuanto estaban en un país socialista, sino por los escasos miramientos que representaba para con el hombre que le había dado casa y trabajo (aunque ella no había trabajado gran cosa) durante una década y media, y con la niña a la que había criado casi desde su nacimiento. Casi podía decirse que se había marchado sin despedirse, salvo que a último momento, con la valija en la mano, se acordó de decir que se iba. Su padre había dejado una casa, y ella corría a tomar posesión. Al parecer tenía un hermano, insólitamente codicioso, que vivía en algún lugar remoto, esperando, y era imprescindible adelantársele.