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Pero entonces los dos más viejos amigos de Lu, Wen Tsi y Hua P'i p'ei -de quienes por supuesto ella no se había despedido, tampoco-, mostraron señales de inquietud. Uno tras otro emprendieron el viaje necesario para recuperarla, no sin antes demorarse en cavilaciones durante el prolongado lapso de un año, hasta que la decisión de obrar, abrupta, cayó sobre ambos con urgencia repetida, y multiplicada en espejo.

Lu trató de apartar el tema de su mente en la vida cotidiana, pero no le resultó fácil hacerlo. Durante todo ese año de indecisión, los dos solterones frecuentaron gravemente su casa, con ceño preocupado. Si habían descubierto el amor, se decía Lu, no podían sino sentirse preocupados. Nadie habría dicho, a priori, que podía despertar ese sentimiento una señora mayor, por no decir vieja, y que bebía en exceso. Pero nunca se podía estar seguro. Además, ellos dos también envejecían, y vaciaban las botellas con pasmosa habilidad. Al menos, se evitaban entre sí con prudente cortesía. Y no hablaban del tema. ¿Qué habrían podido decir?

De los viajes sucesivos que emprendieron al fin, no predijo nada bueno. Pero era todo lo bueno que podía predecirse. Una oportunidad de quince años de extensión era, después de todo, una sola oportunidad. Después venía la segunda. Resultaba, vista en conjunto, una de esas tramas de amor que empiezan aparentemente tarde, cuando la trama general de la vida ya está en pleno movimiento, incluso cuando parece haber agotado su movimiento. El secreto la mantenía joven; el descaro podía hacerla mucho más joven todavía. Por eso Lu Hsin reservaba cierto optimismo en el caso.

Por su parte, soñaba a veces con Yin, que cosechaba grandes triunfos académicos en Shanghai, y había desaparecido, también él, de sus vidas. Lu Hsin lo había descartado, suavemente. Era apenas el modelo de un amor que no sabía, seguía sin saber, si era el suyo. Si lo era, su vida había sido inútil, de eso no había ninguna duda. Pero se había reconciliado con la idea de la inutilidad. Lo entristecía solamente la perspectiva de morir en un estado perplejo, suspensivo. En sus sueños se le aparecía desnudo, inmóvil. Era como si lo viera en una pantalla, y ésta fuera la superficie de sus sentimientos. (Y él fuera el espectador en la oscuridad.) Lo hacía pensar en el cine, arte que nunca antes le había interesado especialmente. Se le ocurría lo siguiente: en Occidente, en Estados Unidos sobre todo, donde toda extravagancia se ponía en práctica, ¿no habrían hecho películas donde se vieran hombres desnudos? Era un poco excesivo, lo concedía. Pero si estaban en los sueños, que siempre vienen después, ya debían de estar en el cine.

De modo que Lu e Hin se quedaron solos en la casita. Ese año ella cumpliría dieciséis, y la sangre montañesa se había revelado plenamente en su físico: era pequeña y robusta, muy, muy fuerte, con la piel más bien oscura y de un pulido incomparable, los ojos más negros que pudieran concebirse, los movimientos muy ágiles. Era la chica más bonita de la aldea, quizá de toda la Hosa, y una de las más inteligentes también. Se había graduado, con honores sin precedentes, en la Escuela de Agricultura, y figuraba como coautora del último tomo del tratado escrito por Lu.

Desde que se quedaron solos ella empezó a cocinar; antes lo había hecho casi siempre Lu, a quien le vino bien el relevo. Pasado el momento de extrañeza al quebrarse una rutina que los había acompañado desde siempre, se adecuaron a nuevos hábitos simplísimos y austeros, que eran los de antes, con las modificaciones lógicas del tiempo. Las amistades de Hin llenaban la casa, pero por las noches tenían largas veladas a solas en las que disfrutaban de la conversación o el silencio, o jugaban una partida de majjong, tanto más complacidos en la intimidad cuanto que este invierno fue lluvioso e inclemente.

Una noche, poco antes de acostarse, estaban tomando té y Hin le preguntó, después de haber pasado un rato sin hablar, «por qué no se había casado».

Lu, a quien estas palabras sacaron de otro rumbo de ideas, muy diferentes, sólo atinó a responder:

– Pero yo me casé, una vez.

– Quiero decir -aclaró Hin-, después de enviudar. Cuando hubiera podido volver a hacerlo.

En un cuarto de siglo, nadie se lo había preguntado, unos por cortesía, otros por presumir sabida la respuesta, los más porque no les interesaba. Eligió una explicación cautelosa:

– Es que he hecho tantas cosas…

– La gente -dijo la niña- suele hacer eso antes que cualquier otra cosa.

– Es que yo en realidad no he hecho nada -proclamó Lu con repentina convicción.

Hin asintió. Dijo, con extraordinaria delicadeza:

– Me preguntaba si había un motivo.

Lu se permitió un esbozo de sonrisa:

– No es sólo el motivo. También hay que tomar en cuenta la oportunidad.

– ¡La oportunidad es el amor! -dijo ella, repitiendo un lugar común que estaba de moda en aquel entonces. Él reaccionó con una de sus habituales paradojas (que en este caso, pero secretamente, no lo era tanto):

– Las oportunidades, las he dejado pasar, por principio: mi oportunidad es lo que está fuera del momento.

Si había alguien que no apreciaba las sutilezas del razonamiento, era Hin.

– Cuando uno salta sobre el instante, en el momento adecuado, puede ser feliz.

– No discutiré con las letras de esas canciones.

– ¿Entonces el señor Lu no ha sido dichoso?

– A eso -dijo Lu- no puedo responder.

Como ella no hizo ningún comentario, agregó:

– Creo que no. Pero no estoy seguro.

– ¿Y la felicidad no habría sido un modo de asegurarse?

– Por ejemplo, el amor.

– Ah, bueno… Creí amar a unos o a otros, pero…

– Pero ¿qué?

– Pero ¿cómo estar seguro?

Hin asintió:

– De niña, yo creía amar a Yin. Pero con el paso de los años comprendí que sólo era un reflejo imperfecto del señor Lu.

– En realidad, yo soy el reflejo de la juventud.

– Sí. Vero perfecto.

Lu Hsin iba a agradecerle el cumplido, pero al mirarla al rostro vio la «sonrisa seria» de Hin, que sólo él reconocía (quizá porque ella no se la dirigía a nadie más). Se quedó callado, pensativo. Las razones dogmáticamente sentimentales de Hin, tan infantiles, su seguridad pedante y deliciosa de adolescente, se cargaban de misterio ahora. Pero Lu Hsin confiaba en descifrar todo misterio. La lluvia forcejeaba en el techo. Uno de los gatos bostezó. Del pico de la tetera salió un hilo curvo de vapor.

– ¿Es cierto -dijo Hin- que nuestro país es el más grande del mundo?

Lu la entendió demasiado bien. No había como el misterio para ser claro.

– Nunca sería lo bastante grande, niña. Nuestras vidas dejan huellas pequeñísimas, pero imborrables, y en todos lados. -Una larguísima pausa-. Nuestro país es como el tiempo. -Había escanciado las palabras como entre bostezos contenidos. El mismo gato de antes volvió a bostezar. Del pico de la tetera salió (increíble, porque el té ya debía de estar frío) un hilillo de vapor. Además, llovía. Lu Hsin agregó, al fin-: Una hija no debe casarse con su padre.

Para su completo desconcierto, cuando creía llegado el momento de sentirse más seguro, por haber hecho una generalización irrefutable, en el rostro de Hin apareció por segunda vez la sonrisa seria.

Ese invierno, Hin trabajaba en una fantástica plantación de remolachas que se extendía en uno de los terrenos recientemente irrigados. Había ingresado al cultivo comunal como asesora, y tan bueno fue su trabajo que quedó a cargo de la planificación, que ella hizo milimétrica por gusto de perfeccionismo, de un plan preventivo contra inundaciones, perentorio por cuanto las lluvias excesivas de la estación hacían temer lo peor. Era su primera responsabilidad grande, y estaba absorta en ella. Pasaba los días enteros en la plantación. Lu la veía salir de madrugada, en la bicicleta, y volver de noche, pedaleando con vigor, con la linterna encendida, con una capa de hule que hinchaba el viento. Ese ardor era parte de la juventud, lo mismo que aplicarlo a la consideración del clima. Lu Hsin, que había sido tantas cosas, estaba seguro de no haber podido nunca ser bueno en la meteorología. Para él, los avatares de la atmósfera constituían bloques; habría creído ofender al aire desmembrándolo en elementos mecánicos.