Lu Hsin soltó su vieja risita de mandarín, el único recodo de su voz donde había una resistencia a lo opaco:
– La noche, niña, es lo que está en el fondo de una mirada. Y las miradas son las fundas de la luz, que se dan vuelta siempre al sacarlas. Por eso la noche, y los dragones, siempre están apareciendo.
– ¡Creí ver unas florcitas blancas! -dijo Hin tras una pequeña exclamación de sorpresa. Se había detenido, y volvió unos pasos atrás mirando el suelo -. Habría jurado que brillaban… -musitó para sí misma, decepcionada.
– ¿Estaban desarmadas? Sería el Hannokan.
– Me pareció que parpadeaban.
Eso le interesó más a él. Ya habían reanudado la marcha, renunciando a hallarlas.
– ¿Parpadeos? ¿Como vistas de costado?
– Por el contrario. Me pareció verlas a mis pies. Quizás las pisé sin querer.
– ¿Unas florcitas de corola redonda, entonces?
– Sí… Diría que redondas.
– En ese caso, podrían ser unas viejas conocidas mías.
– ¿Cómo se llaman?
– El nombre no te diría nada. Desde hace tiempo sospecho que tienen cierta fosforescencia preliminar. Mejor dicho, la deduje de su dispositivo de polinización, pero nunca he podido probarlo. Flores con señales luminosas, es casi obvio que existan, al fin. No sabemos gran cosa de la flora nocturna.
– Pero debería ser muy fácil de demostrar -dijo Hin, asombrada por esta especie de desaliento en alguien tan emprendedor-. En una cámara oscura.
– No, qué va. Habría que intentarlo con espejos.
– ¡Claro, con espejos!
– Es fácil decirlo. Pero manipular espejos en la oscuridad es lo más engorroso que hay.
– Con dejar uno afuera…
– ¡Ja! Un espejo afuera, y un reflejo adentro. Me falta paciencia.
Fueron en silencio unos metros, hasta que Hin hizo una declaración intempestiva:
– El dragón no mira.
– No -dijo Lu Hsin-. Es una pura presencia lumínica. Ni siquiera acecha.
– Igual que esas florcitas.
– No creas -dijo la voz de la experiencia-. No creas.
Ésa era la virtud del dragón. Después de todo, sí se les había aparecido. La idea se volvió turbadora de pronto. En efecto, estaba la posibilidad de que el dragón apareciera. Pero, pensó Lu, era una posibilidad tan incalculablemente remota que lo contaminaba todo, todo en la noche que envolvía los caminos familiares con su velo de extrañeza. Y cuando todas las cosas se habían vuelto imposibles, el dragón brotaba de la tierra. Más que un razonamiento, era un método: la educación de los niños chinos, con un juguete didáctico grandísimo.
Sin deliberación alguna, habían tomado el camino que se transformaba en la calle donde vivían, aunque era un poco más largo que el otro, que cruzaba por el centro de la aldea. Era un rumbo tan familiar que Lu habría podido recorrerlo con los ojos cerrados; era el camino de toda su vida. Pero no fue necesario cerrar los ojos: el claro de luna bañaba a lo lejos las laderas de las montañas, y más cerca, proyectaba las sombras de ellos dos en el suelo. Cuando llegaron al borde del terraplén desde el cual comenzaban a bajar, tuvieron un panorama de la aldea dormida, y de su casa, con la brillante cinta de vidrio que era el techo del invernadero.
– Es como un día -dijo Hin.
– Es una luz engañosa -opinó Lu Hsin.
– No -dijo por su parte Hin-. Yo podría reconocer…
Y en esa palabra la frase quedó interrumpida. Por casualidad (estaba algo más adelantada) él había quedado mirándole la cara. Ella se volvió y lo miró a su vez. Por un azar de su disposición, la luna daba en los dos rostros. Y Lu Hsin pudo ver que en el de Hin no estaba la sonrisa seria. Era el único en el mundo que podía verla; luego, era el único que podía ver su falta. Los rasgos de Hin estaban vacíos de toda expresión, hasta de la más secreta. Todo pareció deslizarse hacia el pasado, incluido el tiempo mismo. Y fue entonces, no antes, cuando Lu Hsin, que se había equivocado tanto, supo qué era el amor. Su vida entera se borró súbitamente en el resplandor discreto de la luna. Ya ni siquiera eran errores o aciertos; no era nada, simplemente.
El resto fue trivial y cortés; se casaron para las fiestas de la primavera. Tienen dos hijos, el mayor ya en la universidad. Lu Hsin cumplió setenta años hace poco, goza de excelente salud, y sus trabajos prosperan. Actualmente dirige un proyecto comunal de forestación de altura en las montañas Verdes.
15 de enero de 1984
Biografia
César Aira nació en Coronel Pringles el 23 de febrero de 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires, en el barrio de Flores. Ha publicado, entre otros, los siguientes relatos: La liebre, El llanto, La prueba, El volante, Cómo me hice monja, La costurera y el viento, Los dos payasos, Taxol, La fuente, La serpiente, La mendiga, La trompeta de mimbre, El Mago, Varamo, Cumpleaños, Fragmentos de un diario en los Alpes y El Tilo. Entre los ensayos: Copi, Alejandra Pizarnik, Las tres fechas.
Las ediciones postumas de la obra Osvaldo Lamborghini están a su cuidado. También es traductor. Publicó además el Diccionario de autores latinoamericanos.