Así pasaron las estaciones: el verano, el otoño… Las nieves fueron tempranas este año, y pasaron meses sin que las mujeres bajaran a la aldea. Se preguntaba dónde estarían. Las montañas estaban casi constantemente envueltas en frías nieblas, y todo parecía más lejano. A veces veía a otras montañesas, e incluso una vino a ofrecerle ágatas. Le preguntó por la señora San, y la respuesta fue inconducente. Cuando el tiempo mejoró, volvieron. Nada había cambiado.
Por momentos se preguntaba si realmente estaría enamorado. A veces dejaba jugar su pensamiento: la señora San era atractiva, y más de acuerdo a su edad (quizás incluso fuera menor que él). Podía tener marido, pero también podía no tenerlo. ¿Y si le ofrecía que viniera a vivir con él, como su concubina? Apartaba la idea con una sonrisa interior. No, no tenía sentido.
Eso lo llevó, muy poco a poco, a pensar en los aspectos prácticos de la cuestión. Precisamente en ese entonces se representaba en el pueblo una obrita de títeres titulada «El Ridículo Contra-Revolucionario». La vio más de una vez, y lo hizo reflexionar. Cuánto más ridículo era él, pensaba, con sus sueños informes de extraer de su medio semisalvaje a una joven, y proponerle un amor que ella ni siquiera sospechaba. Sabía cuál sería el hilo de los razonamientos que seguiría cualquiera de sus conocidos, pequeñoburgueses extraviados, como él, de hallarse en su caso: bastaba, dirían, con comprarle discretamente a la madre los favores de la hija, por una noche, o dos, o cualquier tipo de arreglo más o menos permanente, por ejemplo tomar a la joven como asistente de algún oficio inventado ad hoc, o simplemente como casera…
Pero no, no se trataba de eso. Toda su manera de ser estaba moldeada sobre la idea de la eternidad sagrada del matrimonio. No quería comportarse como un pequeñoburgués, pero tampoco soportaba la perspectiva de que lo tuvieran por un perverso. Y sin embargo, era alguna de las dos cosas, quizás las dos a la vez. En cuanto a pedirla en matrimonio… No entenderían a qué se refería. Y sería deprimente tener como suegra a esa señora analfabeta que había sido una bestia de carga toda su vida.
En una de las entrevistas habituales había encontrado a Bao fea, sin atenuantes. Posiblemente la jovencita se encontraba mal de salud: la vio ojerosa, la piel grisácea, los rasgos más marcados y vulgares, casi un anticipo de lo que sería al cabo de unos años, cuando se consumiera su gordura infantil y se ajara. Casualmente ese mismo día había visto por la aldea a otra montañesa, una mujer también joven, con una criatura en brazos, y lo había deslumbrado su belleza. La coincidencia le hizo comprender que el mal había llegado a lo más profundo de su mente. Había hecho todo el aprendizaje, y posiblemente ya no necesitaba que fuera Bao el objeto de su amor. Podía ser otra cualquiera, que le recordase algo de ella, por ejemplo su presencia. De todos modos, se aferraba a la hija de la señora San, para no extraviarse en sí mismo.
Pero la idea de que su sentimiento se había liberado le provocaba una euforia difusa que permanecía en el. Era el hombre-santuario, el tabernáculo de la pureza. Y cuando alzaba la vista a las montañas, veía también en ellas a la pureza, y comprendía algo mejor a los paisajistas antiguos y su predilección por las montañas. Le gustaba más que nada verlas acunarse entre la niebla, que ya se hacía menos espesa, más graciosa, la niebla monumental pero liviana de la primavera incipiente.
Advirtió que se había pasado un año entero mirando las montañas: el ciclo de las estaciones volvía al punto inicial. Y si en algún momento de su vida se había considerado un frustrado paisajista, ahora sabía que no era así. Estaba más allá de la práctica de la pintura. (El viejo mecanismo, otra vez.) Había logrado reunir en un solo haz de ensoñaciones las artes tan distintas del paisaje y el retrato.
Lu Hsin tenía una vecina con la que conversaba ocasionalmente, la señora Kiu, esposa de un corredor de artículos de aluminio. Era una cultivadora compulsiva, con un fantástico jardín que nadie pisaba sino ella. Lu solía prepararle, a su pedido, algunos rocíos contra los insectos. Un día que conversaban en la calle, la charla tomó, quién sabe por qué, el camino de las montañesas, y la señora Kiu manifestó su compasión pesadamente despectiva por el estado de barbarie en que vivían, ejemplificándolo con la joven Bao Jin, la hija de la señora San; la frecuentaban a ella también, efectivamente: le traían gajos que creían raros, y casi nunca lo eran para esta activa botánica práctica. El señor Lu trató de no mostrar un interés demasiado patente, pero se cuidó de no dejar morir el tema.
– Esa pobre niña -dijo la señora Kiu- estuvo a punto de morir este invierno a consecuencia de un aborto realizado en las peores condiciones…
– Oh -dijo la voz seca de Lu Hsin, que a él mismo le pareció ajena.
La buena señora se explayó: no era el primero de tales desdichados inconvenientes que sufría esa jovencita, a pesar de sus pocos años. Y siguió hablando, imperturbable, de otros males, por ejemplo el incesto, responsable de que quedara encinta todo el tiempo. De ahí pasó a consideraciones más generales sobre la raza montañesa, y al fin Lu Hsin le preguntó cómo se había enterado de todo eso.
– Les pregunté, simplemente -respondió la señora Kiu-. No tienen el menor empacho en explicar sus males al primero que se los pregunte, etcétera, etcétera.
Lu Hsin se sintió comprensiblemente abrumado. De pronto su interés en Bao se había evaporado, por lo que no debería sentir una preocupación desmesurada en ese sentido. Pero percibía todo el ridículo de sus pretensiones, mucho mayor del que había supuesto aun en sus reflexiones más pesimistas.
En especial lo hería el hecho de que las cosas hubieran tenido lugar bajo sus mismos ojos, y él no hubiera sabido verlas. ¡Qué ineptas se probaban sus ensoñaciones sobre el arte de la pintura! Había cometido el error inicial del mal pintor: no había captado el sentido de las visiones. Sí, posiblemente lo había obnubilado el amor, o lo que él había tomado por tal, pero aun así…
Trató de olvidarse de todo el asunto. Por suerte, había otros motivos de atención. La provincia se movilizaba en una actividad política sin precedentes, y él mismo comenzó a interesarse, deliberadamente. Siempre le había apasionado la cuestión hidráulica. En la historia, la hidráulica había estado siempre en la base de todas las burocracias eficaces. El Imperio había construido su maravillosa red estatal a partir de los trabajos a que obligaba el riego intensivo para el cultivo del arroz. Y la nueva administración no renegaba en absoluto de ese aspecto del pasado, más bien por el contrario. El gobierno revolucionario central había hecho todo lo posible por restaurar, y en lo posible superar en perfección, la trama de funcionarios de la época Ming, cuya decadencia, lentísima, era prueba fehaciente de excelencia.
El año anterior había comenzado la planificación del aprovechamiento del Qu para la agricultura. Era un río que unía los valles centrales entre las dos cadenas paralelas de las montañas Verdes, y la región de Hosa. El debate sobre la magnitud y la implementación precisa de estos trabajos agitaban la provincia. Cuando se pusieron en marcha, era fácil ver que la fisonomía social del área cambiaría drásticamente. Los montañeses mismos se verían arrancados de su inmovilidad de milenios, cuando todas las laderas inferiores comenzaran a recibir el riego y se crearan las plantaciones.
Lu Hsin fue invitado a formar parte de la comisión vecinal que trataba el asunto, y no tardó en volverse el cerebro del grupo, y su directivo más lúcido. Estas actividades, y la perspectiva de transformación que se cernía sobre los montañeses, lo llevaron a repensar su caso personal bajo una luz más objetiva. Su error, se dijo, había sido pensar que su situación podía resolverse con una movida individual. Ahora las consideraciones de la etiqueta, que siempre son individuales pese a su trasfondo social, le parecían fuera de lugar. Había estado pensando en la cabeza de gente como esos patéticos amigos suyos, Hua P'i-p'ei o Wen Tsi, con su absurda vacilación entre las formas de una elegancia con la que habían soñado sus antepasados (ni siquiera ellos) y una pretendida puesta al día en teoría marxista, que en realidad se les escapaba por completo. Por otra parte, ahora que comenzaba a tomar un contacto más estrecho y cotidiano con los jóvenes revolucionarios, los veía, lisa y llanamente, como caricaturas del amor. Y no sin cierta sorpresa, advertía que ellos en él veían, a través de los velos de un desconocimiento que incluso tomaba el carácter de una carencia léxica, el emblema mismo del amor, y paradójicamente lo respetaban por eso. «Si fue el amor quien me dio mi inteligencia», se decía el señor Lu, «sólo el amor podrá quitármela momentáneamente.»