Estaba muy cansado. Venía caminando desde el alba, y sólo había hecho un alto de media hora para almorzar las pocas provisiones que traía. Recordaba que en los viajes anteriores (sobre todo el segundo, en el que ya estaba experimentado) se había detenido a descansar a esta hora, o a una hora equivalente en el verano, en un sitio que quizás fuera este mismo. Sin embargo, le parecía totalmente distinto.
Se detuvo de todos modos. Tenía ganas de fumar un cigarrillo pero juzgó más prudente no hacerlo, y no sólo para ahorrar aliento. Le habían dicho una vez que los osos eran sumamente sensibles al olor del tabaco, y no quería arriesgarse a un encuentro. Se quedó sentado en una piedra, muy quieto. Al cabo de unos momentos, él mismo sintió olor a oso. O un olor que creía que era de oso. Eso lo deprimió. Se haría de noche de todos modos, y en la oscuridad no distinguiría nada, ni siquiera la forma de los osos. Miró la tierra, de donde también subían las sombras. El suelo a sus pies estaba cubierto de una especie de aserrín plumoso; debía de ser la carga floral de estos árboles. Tomó un puñado y se lo llevó a la nariz: era lo que había tomado por el olor de oso. Sonrió, entre aliviado y divertido.
Se puso de pie y siguió adelante. El sol había desaparecido hacía rato tras unos picos a su izquierda, pero eso no significaba nada; significaba apenas que las montañas eran altas; habría luz un buen rato todavía. No bien lo hubo pensado oyó el canto de un ruiseñor gigante, indicador de la noche. Fue un solo trino largo, que volvió al silencio.
Lo incitó a apurar el paso, pero al hacerlo volvió a oír al ruiseñor, como una advertencia. Siguió adelante como si nada pasara. Echaba miradas a su alrededor, a veces las alzaba vagamente en dirección a las copas altas de los árboles, que no eran muy numerosos por allí; por momentos atravesaba largos claros pedregosos. Era muy fácil orientarse por la disposición de los picos lejanos, pero quizás, pensó, lo lejano no fuera una garantía de lo cercano, y en lo cercano, eso sí, estaba completamente extraviado.
De pronto un ruiseñor gigante voló delante de él. Se preguntó si sería el mismo. El ave cantó un trino largo en el vuelo, y se arrojó sobre las plumillas ocres que cubrían el suelo, y se revolcó en ellas con violencia. Después remontó vuelo, rápido y recto como una bala, y se incrustó en el follaje alto de una acacia. Todo había sucedido en un santiamén, y Lu Hsin pudo comprobar que este espectáculo había tenido lugar en una media luz siniestra, ya nocturna.
Otra vez volvió el canto.
Un poco más allá, para colmo, el bosque se espesaba. Sabía que seguía así varios li, hasta el borde superior de un valle, que traspondría al día siguiente. Ahora estaba nervioso y decepcionado. Se preguntó qué tendría que hacer, en términos racionales. No lo sabía.
Si hubiera podido librarse de esos temores, habría encontrado agradable el bosque que atravesaba. Era de árboles viejos, que perdían toneladas de hojas; si en ese momento hubiera soplado una brisa, lo habrían sepultado. Pisaba suavísimos colchones, y se internaba en la oscuridad. De pronto… Vio un oso, escurriéndose a lo lejos, erguido como un hombre. Todo su sistema circulatorio se congeló unos instantes, y después volvió a fluir: sintió cómo le subía la temperatura interna hasta un punto casi de ebullición. Pero seguía caminando como si no sucediera nada: un ruiseñor o un oso daban lo mismo, a esta altura. Un poco más adelante volvió a verlo, y le pareció increíblemente semejante a un hombre: un oso relativamente pequeño, que caminaba bastante erguido; ya era una sombra apenas más oscura que el gris circundante. La tercera vez que lo vio (y no había caminado desde la primera vez más que unos pocos metros) tuvo la certeza de que el oso lo miraba; ¿lo vería? Ya estaba muy oscuro, pero la visión era de una acuidad prodigiosa. Desaparecieron uno del otro en el lapso de un segundo. Lu caminó tomándose de los árboles, y levantó la vista al follaje, y al cielo donde ya se habían encendido lindas estrellitas blancas. Del día no quedaban más que hebras imperceptibles, como recuerdos desgastados. Se dijo: Nunca he sido tan imprudente. Sacudió la cabeza con pena y se repitió: A veces me porto como un atolondrado.
Un poco más allá cruzó un sendero, ante el cual quedó pensativo un momento. Y estaba en esa reflexión cuando apareció ante él el oso… con una linterna… Era el señor Fu. Los dos se miraron abriendo los ojos.
– Había salido a buscar «gekosiren» y lo tomé por un oso -dijo el señor Fu ligeramente perplejo-. Por eso fui a buscar la linterna…
Se saludaron ceremoniosamente.
– ¿No se le hizo un poco tarde? -le preguntó Fu.
Emprendieron el camino de la casita, que estaba ahí no más, a la vuelta del recodo.
– Supongo que habré venido más despacio, o bien… -Hizo un gesto en dirección al cielo.
– Ahora veremos el «ojo de vaca» -dijo servicial el señor Fu. Se refería con esta palabra al reloj. Lu recordaba que este caballero tan solitario tenía un gran reloj suizo en un cofre, que siempre daba la hora exacta, aunque se lo consultaba muy de tanto en tanto, en circunstancias accidentales como ésta, o bien cuando había que anotar alguna coordenada.
La choza, a oscuras, parecía deshabitada y era más bien lúgubre. No había animales domésticos, ni siquiera un gato. El señor Fu era vegetariano. Lu Hsin se había alojado aquí en sus dos viajes anteriores, salvo que antes había llegado con plena luz del sol y no había tenido problemas para localizar la casita. El trayecto que los montañeses hacen en medio día, o menos (en una jornada iban al pueblo, hacían sus transacciones, y volvían a sus aldeas altas), él lo hacía en dos días, pernoctando aquí. En realidad, esta choza marcaba bastante más que la mitad del camino. Pero lo que quedaba por cubrir era más escabroso.
Se sentaron afuera; el señor Fu parecía considerar que esta hora era diurna todavía, y no merecía que se encendieran luces. En efecto, ahora que estaba a salvo a Lu Hsin le parecía notar más luz en la atmósfera. Al fin de cuentas, no había tanto motivo de preocupación.
Prefirió no decirle que, por unos minutos, él había tenido el mismo temor de vérselas con un oso. La puesta en espejo, en ciertas situaciones, llevaba al ridículo, o por lo menos a trivializar una escena que había tenido su ligero vértigo de grandeza. Un hombre que confundiera a su prójimo con una bestia, en un bosque oscurecido, tenía sentido; dos caballeros entrados en años huyendo uno de otro por el mismo temor ilusorio, se volvían tontos, objeto de una broma que ni siquiera hacía nadie. Habría sonreído al pensarlo, pero se contuvo a tiempo: su conocido no tenía el menor sentido del humor; jamás lo había visto sonreír, y sospechaba que le disgustaba esa clase de exteriorizaciones.
Fu Mi Hsieng era un contratista de leñadores para obras públicas, y desde hacía dos años dependía del Ministerio de Hidráulica de la provincia. Su trabajo había sido prácticamente nulo hasta el momento, pues los estudios respecto de la posibilidad de hacer algo con el Qu seguían en su estadio teórico. Y aun cuando se iniciaran los trabajos, no era del todo seguro que tuviera mucho que hacer. Era un hombre bastante mayor que Lu: de unos cincuenta y cinco años, aunque su vida casi ascética lo había mantenido en buena forma, y aparentaba diez menos. Apenas si había conocido antes a Lu Hsin (se relacionó con él cuando este último participó en los estudios de hidráulica revolucionarios), por lo que no tuvo la posibilidad de constatar la gran diferencia entre el Lu de antes y el de ahora. Por otra parte, no lo habría notado porque vivía absorto en su propia situación; se consideraba un intermediario entre dos mundos, el de la técnica y el de los hombres primitivos (ya que se suponía que reclutaría leñadores entre los pastores montañeses), y se había hecho ideas curiosas sobre el carácter que debería adoptar durante el ejercicio de sus funciones. En realidad, no había pensado nada; no era de los que pensaban. Desde que vivía aquí en la montaña, llevaba una existencia casi totalmente desprovista de pensamiento. Simplemente había adoptado algunas vagas ideas crueles respecto de lo que, muy difusamente, suponía que podía suceder cuando tuviera a unas decenas de hombres bajo sus órdenes.