La primera vez, cuatro meses atrás, había recibido con gusto a Lu Hsin, de paso hacia las aldeas de la meseta, y le había dado hospitalidad por la noche. El letrado había vuelto a aparecer un mes después, y habían repetido la rutina, quizás con más gusto todavía. Después había transcurrido el verano, y una parte insignificante del otoño, y había pensado que el buen señor rumbo a la meseta no volvería. De cualquier modo, no le faltaban distracciones. Por el contrario, las había casi en exceso. Toda clase de escaladores utilitarios llegaban por un motivo u otro a su atrabiliaria choza de musgos, y además él mismo incursionaba por los campos de pastoreo de los habitantes de la montaña, por motivos siempre diferentes.
Fumaron un par de cigarrillos cada uno, y cuando la oscuridad cerró el señor Fu omitió toda conversación, que no había sido mucha hasta el momento. Miraba a un punto oscuro en la oscuridad, y dejaba que su huésped, si así lo quería, se recreara con el espectáculo de las constelaciones. Después encendió una lámpara, de dispositivo muy moderno, invitó a Lu Hsin a pasar, y se dispuso a hacer la comida.
La choza constaba de un solo cuarto, agradablemente vacío. Si de algo no podía culparse el ermitaño, era del gusto rococó. Se lo diría más bien coreano. Un retrato de Stalin era el único adorno en las paredes. La cocina se limitaba a un hornillo de llama algo vacilante: le explicó a su invitado que había llegado en la precisa época del mes en que su provisión de combustible tocaba a su fin, por lo que la comida se demoraría.
– No tiene la menor importancia -dijo Lu Hsin, y tomó asiento a la mesa. Había una sola silla, y un taburete; se ubicó en éste pero el dueño de casa insistió en que se pasara a la silla. El primer hervor se consagró al té, y conversaron agradablemente. Hablaron de la reduplicación de los sembradíos de arroz, cuando se distribuyeran las aguas del Qu, y de los progresos que parecían posibles (y los que parecían imposibles) en las artesanías intrabotánicas. El señor Fu era pesimista:
– La historia es mucho más rápida que la vida -decía mientras revolvía unos rábanos cortados en tiras-, y no se puede esperar que crezca un árbol con el reloj en la mano…
Su visitante no estaba tan seguro. Después hablaron de caballos. Poco tiempo atrás había pasado por la región de la Hosa una compañía de equitación acrobática que había fascinado, a juicio de los dos interlocutores erróneamente, a todo el mundo.
– Los caballos -dijo Lu Hsin- tienen un destino extraño en tanto especie, y a los humanos no nos agrada pensar en eso. Una aprobación insensata es una coartada como cualquier otra para el miedo.
Siguieron conversando así un rato más, tomaron té después de cenar, una copa de coñac, y se fueron a dormir. Lu se ubicó en una estera en el suelo y se durmió de inmediato. Cuando se despertó, era de noche oscura. Se quedó un rato inmóvil; después se levantó y fue a la puerta; no pudo entender el complicado sistema de cerrojos, y se preguntaba cómo haría para salir a mirar el cielo, cuando el dueño de casa se despertó. Hicieron algo más práctico: consultaron el reloj, y efectivamente, faltaba una hora o dos para que aclarara. Decidió partir ya mismo, después del té: al amanecer debía llegar… El señor Fu ignoraba el negocio que había traído a Lu Hsin a la montaña, ya por tercera vez (y sería la última). Como nunca se lo preguntó, nunca lo supo. Se despidieron con cortesía, y Lu Hsin tomó el camino de las mesetas. La noche se prolongó más de lo que pensaba. Hacía frío, y un viento por momentos huracanado arrastraba una niebla pesada hacia las alturas. Se preguntó si el reloj de Fu no habría fallado, si no sería la medianoche. Pero no: las primeras claridades del alba se insinuaron al fin, y no bien estuvieron más asentadas, una corriente violenta de aires del oeste barrió la niebla frente a él y vio, muy cerca, el caserío de los montañeses. Había sido puntual.
Sintió deseos de fumar, y encendió un cigarrillo, cosa que nunca hacía a esta hora de la mañana. Se sentía a punto de entrar en algo casi increíble, pero muy real. Nada había sido más real en su vida. Eso era lo más increíble.
Un año y medio atrás había decidido adoptar una niña montañesa, y criarla hasta que tuviera la edad de casarse con él. Una idea que él mismo habría considerado curiosa e impracticable, de no haber tenido una iluminación que volvió todo claro y patente como la luz del día (del día que ahora empezaba). Era una apuesta y, como todas las apuestas, congelaba el tiempo, al centrar las expectativas en la acción, en la realidad, ya no en las especulaciones. Había resuelto que el amor debía esperar, y pasar por una prueba prolongada y laboriosa. Y a su vez, lo veía como el modo más simple (maravillosamente simple) de obtener lo que quería. Todas sus fantasías anteriores, había comprendido, estaban condenadas a quedar en fantasías. Sólo esta gran fantasía hecha realidad podía concluir en algo real. Porque las demás posibilidades eran las que estaban al alcance de cualquiera, y de él mismo: tomar a una de esas jovencitas como sirvienta y hacerla su concubina, o pactar un matrimonio desafiante… No, todo eso se había probado ilusorio y estúpido, abyectamente pequeñoburgués. Era esta posibilidad la que estaba al alcance exclusivamente de «otro», de alguien radicalmente ajeno a su propio modo de pensar y vivir, alguien inusitadamente perverso y retorcido. De lo que se trataba era de abrir un paréntesis absoluto, y apartarse absolutamente de la humanidad. De ahora en más, todo lo vería desde muy lejos. Llevarse a esa niña era como sacar un seguro muy peculiar. La idea se la había sugerido, en un rasgo de poética ironía, una de las informaciones que le proporcionara la señora Kiu su vecina, y que después habría de corroborar en otras fuentes: el incesto era algo corriente entre los montañeses. No lo era entre los chinos de verdad, claro. Pero lo suyo sería incesto para unos, y para otros no; porque habría que considerar real a una paternidad ficticia, una paternidad ad hoc. Ahí estaba la clave de la maniobra: crear una alternativa para la maledicencia. Era el único modo.
Arrojó el cigarrillo y levantó la vista, que había tenido fija en las casitas lejanas, al cielo que empezaba a ponerse rosado. Volvió a avanzar.
Esa misma tarde, Lu Hsin hacía el mismo recorrido pero en dirección opuesta, de vuelta a la llanura. Salvo que en el descenso seguía otro camino, que ya había probado antes, un camino que pasaba a varios li de la cabaña de Fu, más directo y breve, aunque sólo apto para hacerlo al regreso, bajando, pues era más escarpado. Era el que usaban los montañeses.
Llevaba en brazos a una niñita de pocas semanas de vida, dormida, como había venido casi todo el trayecto desde la mañana. Quizás dormir era una especie de defensa contra la extrañeza que a pesar de su poca edad presentiría. O bien podía tratarse de que el movimiento, y ser tenida en brazos, la adormeciera. O bien dormiría tanto habitualmente. No lo sabía, porque no tenía experiencia con niños. Pero descubrió que era hábil para cargarla. No pesaba casi nada, unos tres kilos quizás, y le daban volumen las mantas en que estaba envuelta. Cada pocos pasos le miraba la cara. Tenía veinte días. Meses atrás le habían dado la fecha aproximada del parto, y él había dejado correr dos semanas. Hoy su transacción con la familia montañesa había sido brevísima, y estaba seguro de no recordarla en el futuro, porque no había sucedido nada digno de mención.
Los árboles en este camino eran más escasos, por momentos tenía ante él las vertientes vacías, llenas de azules, que se hundían en nieblas. Toda la luz del día parecía haberse concentrado en niebla, y los vapores subían de la llanura lentamente, hacia un cielo en el que se desmelenaban unas pocas nubes perezosas. Lu Hsin se sentía desprovisto de todo apuro; caminaba apoyando cuidadosamente las suelas de cáñamo de sus zapatos, que se habían embarrado. Con la niña en brazos, no podía balancearlos para mantener el equilibrio del modo normal, y tantas horas de caminata en esas condiciones le habían producido una modificación psíquica. Pensó que así debería de sentirse un árbol que caminara; cosa que nunca hacían.