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César Aira

Una novela china

1

Una historia, cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia queda por toda la eternidad. El recuerdo se borra, pero queda otra cosa en su lugar. La tierra toma formas eternas, mientras que el agua se adapta a la fugacidad de todas las cosas, transcurriendo sobre ellas. No se pierde en los repliegues de la multiplicidad sino que toma de ellos una cualidad de infinito que la vuelve perfecta e inmodificable. En cuanto al aire, es un destino de las cosas y las vidas; cuando sólo el recuerdo se aferra a los giros de una hoja desprendida, el vacío que ha cavado en el aire intermedio entre los cielos delicadamente superpuestos y la tierra opaca resplandece de pronto, en una eternidad que imita la del silencio y oyen los que tienen el oído muy aguzado. Pero las vidas pasan, y con ellas todo lo demás: civilizaciones, imperios, y hasta la visión y la belleza de los paisajes en su ciclo acuarelado de estaciones. No lo creemos, pero es así. Nunca podemos creerlo, porque nos distrae la irisada contemplación de nuestras propias vidas que se reflejan en otros, en otros innumerables, a veces amados. La ciencia de la Historia ha creado un gran malentendido en ese aspecto. Sucede que, por definición, la Historia no admitirá que es irreal. Y sin embargo deberíamos buscar en la irrealidad su definición.

¿Qué ocurre cuando una vida se desvanece? Quizás otro color desciende sobre el mundo, y se agrega a la gran suma imperfecta y fluctuante. Pero no podemos estar seguros. Nunca hemos presenciado ese acontecimiento, y sólo podemos imaginarlo, para lo cual es preciso imaginar previamente grandes modificaciones en el mundo; y nuestros sabios nos han explicado minuciosamente que todo en sus suposiciones prehistóricas es un sueño. Aceptamos, entonces, la transparencia inherente a lo humano, y vivimos con ella; se puede vivir con menos, como podrían demostrarlo con facilidad esta o aquella fábula, todos los apólogos contradictorios que se repiten con la sensualidad ausente de una música al azar del tiempo. No existe continuidad entre el hombre y la naturaleza, sólo resonancias, siempre truncas y elegantemente asimétricas como un cortejo de caballitos enjaezados por un paso de montaña.

Nuestro arte siempre ha sido pródigo en la pintura de paisajes. Prácticamente ningún rincón de las casi infinitas provincias carece de un recordatorio historiado en la seda o el bambú. Lo cual produce, si se reflexiona un momento, un efecto curioso sobre la imaginación. Cuando todo lo que podemos ver en un extenso viaje imaginario (que podría llevarnos la vida entera, ¡tan corta es nuestra vida!), todos los lugares y miradas, han sido traducidos al modo de un arte tranquilo y mudo, que se ejerce con cierta independencia del tiempo y sus muchos avatares, entonces la traducción misma, el trabajo del que han surgido, se vuelve precisamente imaginaria, fantástica, como el dragón…

¿Y no es el dragón acaso el emblema permanente de la vida? El dragón es el aire, el espacio brillante y claro gracias al cual los objetos del mundo se disponen con un ritmo estable, del que extraen su arte los pintores. El dragón resuena largamente en la noche, cuando los lugares se opacan y debemos crear una pequeña luz, y dentro de ella una musiquita que nos conserve la vida mientras todo se extravía, quizás irremisiblemente.

Según la canción infanticlass="underline" «el dragón pinta paisajes». Sus estilos multiformes son los modos de vida, y los colores inigualables que emplea son las ideas con que los hombres pintan su mundo hasta aislarlo del mundo mismo: entonces comienzan los sueños. El dragón se levanta sobre los hombres, abre sus alas poderosas y alza vuelo como lo hace una idea, un deseo, el anhelo que abandona la humanidad en busca de más transparencia, de más simplicidad. Inmediatamente lo humano se recompone, vuelve a tender sus enlaces con plantas y animales, con los sucesos del clima y las alternancias de los días. El dragón se ha marchado, y es como si no hubiera sucedido nada.

Nos quedan, restos enigmáticos, los paisajes que ha pintado. He aquí, por ejemplo, las montañas, simples y hermosas, en tenues grises, ocres, algún verde en el que no confiamos, porque el verde es el color de las alucinaciones. Toda una vida podría pasarse hojeando paisajes pintados. Nos invitan con extraordinaria cortesía a soñar un momento, o mejor aún, a pensar que podríamos soñar y vernos en esa posición pensativa…

Pero detrás del primer malentendido surge otro, que pese a ser el resultado natural y necesario del primero, sutilísimo, resulta burdo y lo hacemos a un lado con una sonrisa: en efecto, la vida humana no es lo que nos muestran los paisajes pintados. Su supuesta inmovilidad es el sueño, precisamente, de un torbellino que no cesa.

Lo sabemos, lo sabemos mejor que nadie, creemos: la vida es complicada, las artes inversas de la perspectiva, la técnica de las nubes, las diez mil altitudes en que se representa la elevación cóncava de una montaña, todas esas futilezas estallan con ruido bajo el peso inmenso del curso real de la historia. Y no somos sino eso, el estruendo de un estallido, que por momentos casi podría confundirse con el ruido de una carcajada.

Pues bien: quizás después de todo aquí no haya malentendido alguno. Quizás el sueño sea un sueño, y lo real sea real. Quizás (no podríamos asegurarlo, y nuestro vecino Wou quizás tampoco) los paisajes pintados no sean sino cartones y telas cubiertas de líneas y colores, y nada más vaya a suceder con ellos. Son lo que un profesor de filosofía conocido nuestro llamaría «lo inerte». Sonreímos ante la idea (¿qué otra cosa podríamos hacer?) pero en el fondo de la mente nos molesta ligeramente. El arte no termina en lo inerte. Es preciso hacer otra cosa, siempre otra cosa (otra cosa más, otra, otra) con lo que se ha hecho en nombre del arte. Quizás… sería más amable, y más artístico, olvidar esos cuadros; el olvido es un trabajo a la vez violento y delicado, nunca hace daño a nadie, salvo a alguna susceptibilidad muy tensa; y el olvido tiene la gran fuerza inmóvil de la atmósfera sin culpas ni turbulencias. ¿Qué hacer, no ya con los cuadros de nuestros viejos paisajistas, al fin y al cabo tan poca cosa, un mero entretenimiento de eruditos hoy día, cuando no un negocio de traficantes, qué hacer con el mundo mismo del que se supone que esos cuadros fueron la representación? Olvidar. Olvidar todo. Una respuesta quizás con su pizca de extremismo, pero no desprovista de eficacia. Sobre todo porque es una solución provisoria, nunca definitiva.

Lu Hsin mismo será olvidado. Sobre su nombre, sobre su persona algo absurda, ligeramente enigmática, sobre sus secretos, se impondrá el majestuoso olvido, también él un color más, el más claro y fino, el menos imaginable. Y sin embargo, la historia de Lu Hsin, aun cuando haya desaparecido, quedará de algún modo, y es reconfortante pensarlo. Lu alza vuelo montado en el dragón… Hay algo indefinible que queda como un presentimiento de lo inexistente. Suponemos… La noche se desplaza fluidamente en sus barquitos minúsculos, entre los juncos. ¿Lo habremos imaginado todo? Un nuevo amanecer borra velozmente esos colores profundos, tan sólidos y reales, de las figuras. Todo se borra a partir del cielo. Después esperamos, observando los movimientos inciertos de tantas cosas como se lleva el viento… Y el dragón al fin nos susurra algo, desde muy lejos: Lu se repetirá. Era todo lo que debíamos comprender. Y aun así, por supuesto, no lo terminamos de comprender. Hay demasiadas cosas en el mundo, al sur de la muralla, como para dar cuenta de todas. La historia de Lu Hsin fue una repetición, y la ciencia de la Historia, grave y majestuosa, la deja escapar, con la mirada desdeñosa que habitualmente tienen las diosas. Quizás no podría, honestamente, hacer nada con ella. Quizás el arte tampoco pueda. Pero sucede que me he enterado de la historia del viejo Lu, y podríamos recordarla. Por supuesto, me apresuro a advertirlo, si la recordamos es exclusivamente como parte del trabajo, mucho más amplio y abarcador, de olvidarla.

Lu Hsin era un mandarín, salvo que no lo era. ¿Cómo habría sido un mandarín alguien nacido de padre desconocido, y cuya madre vendía semillas de sandía secas, en un sitio donde todavía hoy los viejos de Hosa-Chen creen poder verla? Esa señora, que se llamaba Suen Ki'han, se había trasladado a la región poco antes del fin de los Ts'ing del este, y en Hosa se comentó largo tiempo el curioso incidente que había protagonizado en esa oportunidad. Era una mujer pequeña, no muy joven, con un bebé de cabeza grande pintada de rojo, y se la vio varios días consecutivos en la aldea, siempre desplazándose como si paseara, sonriente y cortés con quienes se cruzaba. Aunque, como nadie le dirigía la palabra, no tenía ocasión de decir nada sobre sí. En un primer momento se la tomó por una viajera, cosa que era, obviamente. Pasadas dos semanas, creció la intriga. Por lo visto, éste había sido el término de su viaje. Por unos niños, los vecinos se enteraron de que se alojaba en un bosquecillo. Al fin, alguien la interrogó. Con el acento de las provincias del naciente, la mujer le dijo que había venido a alojarse con sus parientes, los Han, que ya estaban sobre aviso por una carta… La sorpresa fue inenarrable. Los Han, que eran unos campesinos de las inmediaciones y la habían visto vagar por calles y caminos tanto como cualquier otro aldeano, se apresuraron a llevarla a su casa, deshaciéndose en disculpas. ¿Por qué no se había dado a conocer, no bien llegó? La mujer sonreía, para nada molesta. Dijo que simplemente esperaba que le preguntaran. No quería parecer entrometida… Durante muchos años fue proverbial su nombre para designar excesos de cortesía. Tiempo después, se empezaría a pensar que en realidad estaba loca. Pero nunca se lo pudo asegurar. En su juventud era bella, y a los dos años de haber llegado se casó. Cuando dos o tres años después su marido le manifestara cierta extrañeza ante el hecho de que no quedara embarazada, ella dijo, con la más sincera sorpresa, que ella no concebía hijos (como si dijera que no tenía cinco dedos en la mano derecha, sino cuatro, y el acento de quien se extraña de que su marido no se hubiera dado cuenta de ello). ¿Cómo era entonces que había tenido a Lu? Su única respuesta fue un gesto que parecía querer decir: ése es otro tema. Amable y diligente como era, le ofreció a su marido marcharse y dejarlo en libertad de acción, si lo que él quería era tener descendencia. Ella, por su parte, no la tendría…