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Ahora la niña lo miraba. La alzó sobre el hombro para que eructara, y después guardó la botellita de grueso vidrio en la mochila, y siguió bajando.

Cuando se disiparon los rayos de luz, y el sol quedó oculto tras algún cono, se iniciaba el proceso del crepúsculo. El aire se había limpiado. Sobre el cielo aparecían los primeros colores, un rosa muy suave, aros azules, y un gran lavado de gris-celeste que hacía invisibles las nubes altas. Todo se volvió hermoso y delicado. Lu Hsin bajaba tranquilo, muy relajado. Esta vez no se preocupaba, porque sabía que llegaría a tiempo, y aunque no fuera así, no veía qué motivo habría en ello para preocuparse. Bajaba hacia su casa y no creía que debiera volver a subir nunca más a estas montañas, al menos en muchos años. Las vería desde su jardín, en todo caso…

Los artistas, que tan incansables se habían mostrado en retratar las montañas desde la llanura, nunca habían hecho lo inverso. Lo cual, pensaba, no tenía una explicación obvia, por cuanto este paisaje del que ahora disfrutaba era tan bello como su opuesto, si no más. Por supuesto, sabía que se trataba de una cuestión de técnica: si los perspectivistas orientales hubieran tenido la idea de pintar sus cuadros desde un punto de vista «realmente» elevado, el arte se habría evaporado como un mal sueño. Pero ahora creía notar algo más que el condicionamiento técnico: en la materia del arte pictórico había algo propio, algo temático-en-sí, que por lo tanto no podía invertirse.

En este momento, entonces, él no estaba en la posición del pintor, sino en la del cuadro. Había entrado a uno de esos paisajes en los que tanto había pensado. Se vio a sí mismo en la huerta de su casa, mirando estas alturas que hollaba, y respiró hondo. ¿De modo que todo esto era imaginario? Al menos, era un cuadro que nunca vería; se había enceguecido en cierto modo, parcialmente. Por una curiosa paradoja, cuando alzó los ojos a los flotantes colores de la atmósfera creyó verlos por primera vez.

Y adaptando las pupilas a la cercanía casi microscópica de esa criatura diminuta que llevaba en brazos, se dijo que quizás estaba ante el primer efecto de la decisión que había tomado. Entraba a un mundo de fábula… O mejor dicho, ya había entrado a él, y repentinamente, con feliz sorpresa, advertía que no se reflejaba más en los espejos habituales.

Al llegar al borde de una extensa meseta, vio la aldea delante de él. Parecía muy cerca, casi a un tiro de piedra; pero también se veían, salpicadas en la distancia, las demás aldeas de la Hosa, lo que indicaba que ninguna de ellas estaba demasiado cerca. De todos modos, ya no dejaría de verla en el resto del trayecto. Consideró que había luz de sobra todavía, y se sentó a fumar el segundo cigarrillo del día. Dejó a la niña a un lado, profundamente dormida, y fumó mirando a lo lejos.

Cuando volvía a marchar, oyó de pronto a un ruiseñor corpulento: ese trino largo y como serruchado, que se extinguía con alguna nota precisa y final; y al cabo de un rato, otra vez. En los escalones bajos por los que se desplazaba, el follaje hacía «ventanas», de modo que pudo preguntarse dónde se ocultaría el pájaro. A los pocos pasos, lo vio arrojarse sobre las plumillas de los árboles. El ejercicio ya no le parecía una burla personal. Y sin embargo, no podía evitar la idea, completamente absurda, de que se trataba del mismo ejemplar del día anterior. «Es imposible», se dijo, «pero al menos indica que el día ha pasado.»

En efecto, los lapsos eran incuestionables. Había un lapso en lo que él había planeado, un período bastante prolongado (según cómo se lo considerara): unos trece o catorce o quince años. Pasado ese lapso, como había pasado este día, a esta misma hora, él se casaría con la niña que ahora llevaba en brazos. La idea, en la que había venido pensando casi constantemente durante meses, le resultó curiosa, como un collage de los pintores surrealistas de Occidente.

Sonrió, canturreando para sus adentros. Se sentía limpio de deseos. Dueño de sus horas, y de sus minutos. Los niños expulsan del mundo al amor y se valen, para hacerlo, del tiempo, del puro tiempo infinitamente prolongado de la infancia. Pero el objetivo no es otro que hacer que el amor reaparezca, con más vigor. ¿Qué otra función tiene el tiempo, si no es devolver lo mismo, pero renovado y multiplicado, más intenso? El largo rodeo que él iniciaba, se dijo, era un «retrato práctico del tiempo». Le agradó la definición.

4

Con su estilo relamido, con una delicadeza que, de no haberla conocido tan bien, Lu podría haber tomado por hipocresía, la señora Kiu le dio a entender una mañana, cuando se la encontró en la puerta, que no correspondía prolongar la situación de dependencia láctea en que se hallaba respecto de ella. Al menos fue lo que él creyó deducir de sus repetidas invocaciones a una suerte de provisoriedad que se derivaría del hecho mismo de que ella no era la madre de la pequeña (había tenido tres hijos, por su parte: eso también formaba parte de los circunloquios del discurso). Se sintió tentado de preguntarle por qué. Estaba totalmente de acuerdo con la calificación, pero no veía que viniera al caso porque la niña también era algo provisorio: se suponía que tarde o temprano habría crecido y cesaría la molestia. Aunque ella le había repetido que no era una molestia, y había sido muy convincente, o de otro modo Lu no le habría hecho el encargo. En efecto, la señora Kiu traía la leche para sus hijos. Y que todas las criaturas estaban en el mismo trance, era el supuesto bajo el cual habían emprendido todo el arreglo. Más aún, la señora Kiu se apresuraba a indicar que seguía sin constituir la menor molestia. Sólo parecía deseosa de poner fin a lo «provisorio» del caso. En resumen: Lu había creído que lo provisorio se refería al estado de lactante de Hin. La vecina se había ofrecido con la mejor voluntad, y sólo así había aceptado. Por un instante muy volátil se le cruzó la sospecha de que quizás había surgido alguna idea sutilmente maligna en la señora Kiu. Se apresuró a expulsar el pensamiento, y al mismo tiempo a relevar a la vecina de su carga. No había la menor necesidad de que siguiera molestándose…

– Pero no, no, no es ninguna molestia-insistía ella.

– Claro.

Se quedaron en silencio un momento. Aun sin pensarlo, todo esto tenía algo melancólico, en su trivialidad. Y quizás la señora lo percibió, porque se la vio hundir ligeramente ese semblante siempre impasible. Lu pasó, algo aturdido, a la faz práctica, para sacarla de ese posible remordimiento.

– Y bien, entonces -dijo-, esc asunto de la leche…

– Oh, ya sabe -dijo la señora Kiu mirando a la distancia, la distancia que ella recorría personalmente todos los días hasta la granja donde compraba la provisión de leche para los niños-. Están las vacas.

– Claro -la interrumpió vagamente el señor Lu, y dejó caer el tema. Fijó la vista en las florcitas redondas, absurdamente chatas, que constelaban aquí y allá el musgo de su vecina, y eran como un retrato multiplicado de ella. Se despidió con cierta distracción: no quiso recalcar una supuesta amabilidad por temor a parecer ofendido; en realidad no lo estaba.

Porque a pesar de todo, la vida seguía, indiferente, inmutable, ligera, con alas de garza; eso constituía en sí mismo toda una lección para nuestro héroe, aun cuando no hubiera podido decirse que esperara otra cosa. Si había creído poder fijar el tiempo, y con el tiempo el deseo, mediante una acción secreta, que hiciera resistencia a las imposibilidades, se vio frustrado. Claro que de hecho, se decía, no había pretendido tanto, sino apenas darse un máximo de placer cuando llegara el momento.