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Por efecto de los horarios de Hin, la casita se había vuelto una especie de laberinto, con sus caminos prohibidos y sus sendas de silencio; lo cual resultaba paradójico en un edificio tan pequeño y transparente.

La señora Whu se disponía a acostarse, con pasos de grulla, lo que significaba que el sueño de Hin debía de haber alcanzado cierto espesor. La vida de esta señora era un enigma para su patrón. No salía, no veía a nadie. Se limitaba a ellos dos, pero al mismo tiempo parecía excluirlos, con una rigurosa indiferencia, o desdén. Era austera en sus intereses; ni siquiera parecía humana.

A la mañana siguiente muy temprano ya estaba trabajando. Había advertido de pronto que debía precipitar el momento del trabajo real, y terminar con los preparativos, que llevaban unos meses. Mandó al niño que había tomado como auxiliar en busca del ingeniero, para que dispusiera de una vez de todos los papeles. Era realmente temprano, como se lo hizo notar el jovencito, pero él le dijo que no importaba que estuviera dormido. Lo vio alejarse, en una bicicleta demasiado grande para él. Yin Peng era un niño delgado, de lindos ojos, de unos diez años, aunque aparentaba seis como máximo. Era muy inteligente, pero con una cualidad de pensativo-distraído que siempre hacía muy difícil calcular qué reacciones lo movían. Y, cosa curiosa en un niño de buena familia, era espléndidamente cortés.

Entró y le comunicó sin preliminares a la señora Whu que esa misma tarde viajaría. Fue inevitable que pareciera disgustada. No le agradaba quedarse sola de noche; tanto como sí le agradaba quedarse sola de día. Pero no hizo comentarios, y Lu Hsin se preparó té. Cuando se servía la primera taza llegó el ingeniero, y se sentaron ante el desayuno frugal. Le propuso que se llevara los archiveros ya mismo; le explicó que había estado haciendo cálculos con su agenda, y debía disponer de su oficina lo antes posible: al día siguiente traería la imprenta que había comprado. El hombre se mostraba desconcertado, pero le explicó cómo hacer la mudanza sin excesivo problema; cerradas las tapas de la cajas, y aseguradas con gomas, los papeles no se moverían; además, Yin lo ayudaría. (El ingeniero se sobresaltó y miró al niño, que barría lentamente las últimas hojas de la entrada.) Por su parte, Lu se excusaba: era imperativo que saliera con la niña a pasear.

Una hora después salían, y tomaban el camino del bosque. Las lluvias recientes habían hecho salir los viejos hongos en sus emplazamientos de siempre. A algunos Lu los miraba como a viejos amigos. Eran muy fieles a su punto, por arbitrario que éste fuera. Se los fue mostrando a la niña, y diciéndole los nombres; en una época de su vida había sido entusiasta micólogo, como había sido entusiasta morfólogo toda su vida, y le bastaba la mirada más casual para situar a cada uno en la clasificación. De modo que los señalaba, y los nombraba; no porque le importasen en lo más mínimo, ni por un deber didáctico, sino porque creía que debía haber algo al menos con lo que marcar el tiempo y el espacio en un paseo.

Era un día especialmente agradable, y la niña se mostraba más animosa que nunca, de modo que extendieron la caminata, hacia lo alto, hasta llegar a la gran cresta de pórfidos rosas desde la que se veía el Qu. Inconscientemente debía de haber tenido la intención de apreciar los efectos provocados por la lluvia, porque lo que vio desde ese punto le resultó muy interesante. El trabajo con el agua exigía rectificaciones constantes, precisamente por su calidad de fluida, de casi omnipresente y alternativa. Sin proponérselo, se había venido haciendo una sinopsis mental de los niveles de los embalses de riego, a partir de su experiencia con la lluvia nocturna, pero ahora vio que en realidad había otros factores. Y esa apreciación «real» de los factores que hacen a un paisaje era también una forma de arte. Cerca y lejos, estaban las peculiaridades del terreno, de los declives, y la posibilidad de hacer algunas rectificaciones. Además bien podía no hacerse nada: el agua siempre admitía un interesante margen de error.

Cuando volvió, le dejó a la niña a la señora Whu con varias recomendaciones más o menos vanas, y se marchó. El ama de llaves aprovechó para hacer visitas toda la tarde, y arrastró con ella a Hin, «mi hija», como decía en todas partes donde iba. Era una de esas señoras a las que en ninguna parte se recibía de buen grado, porque era algo desequilibrada, sin ser graciosa. De modo que las visitas eran breves, ya que sus anfitriones se las arreglaban para librarse de ella con notables performances de ingenio. Una ronda de visitas de la señora Whu creaba por toda la zona una floración de mentiras coloridas, que tardaban en reaparecer tanto como el señor Lu volvía a darle a su ama de llaves la oportunidad de hacer sociabilidad. Lo curioso era que esta señora había vivido toda su vida en un estado de reclusión casi absoluta; pero le bastó tener un empleo para que «visitar» se le volviera una necesidad.

De todos modos, este segundo paseo del día duró lo bastante como para que al fin Hin se negara a dar un paso más, y Ma Whu tuviera que llevarla alzada, cosa que hacía con cierto despego ágil. La señora Kiu, tras los visillos de su casa, tomó buena cuenta del hecho, del que se propuso darle información a su vecino.

Mientras tanto, el ingeniero y Yin habían hecho un buen trabajo. Demasiado bueno en realidad, porque se habían llevado también la camita de la niña, que originalmente había sido un archivero. Cuando lo advirtió, la señora Whu comenzó a gritar, y le propinó una severa reprimenda al niño, que la escuchó con la cabeza baja.

Después, bajo la luz hermosa del crepúsculo, Hin y Yin jugaban en el patio. La señora Whu cosió un momento aunque no tenía paciencia. Y la interrumpió Hua P'i p'ei, que venía de visita y se quedó, a pesar de la ausencia de Lu. A diferencia de Wen, Hua aceptaba la conversación de esta señora, que por su parte no les prestaba la menor atención a uno ni a otro de los amigos de su patrón; en este caso, prestó atención, y algo torva, cuando el visitante se sirvió del coñac del dueño de casa.

El día siguiente transcurrió en gran medida igual, salvo que ahora la oficina estaba vacía y los niños se pasaron el día jugando con canicas en el cuadrilátero liso y pulido de tablas; el tercer día a la tarde llegó Lu Hsin con un carro de bueyes desde la estación, trayendo la vieja máquina impresora que había comprado. Hua estaba presente cuando llegó, y justificó el uso del coñac diciendo que brindaba anticipadamente por el éxito de La Gaceta Hidráulica. Lu accedió a beber él también una copa, cuando la máquina estuvo en la oficina; debía relajarse después del esfuerzo. Cuando su amigo le preguntó por la periodicidad que tendría la hoja, no le sorprendió escuchar una respuesta muy pensada: Lu Hsin no era hombre de improvisar, sobre todo porque le gustaba actuar sobre lo inmediato. Según él, ése era el auténtico procedimiento racional, y no importaban los miles de años que habían consumado las dinastías en sus turbios preparativos. La periodicidad sería de: tres números por mes, más uno extra por trimestre, más uno extra por semestre, más uno extra por año.

Bebida la copa, y cambiada la camisa empolvada por el viaje, fue inmediatamente a su escritorio a redactar unas cartas. Examinó las tintas, las olió… y las olió su amigo, y la señora Whu, y Yin y la niña, en un ritual tan estúpido como necesario. Pero ya era de noche, por lo que los presentes superfluos se despidieron. Hua se marchó, y Lu Hsin despidió al niño, lo mandó a su casa a dormir con la recomendación de que viniera bien temprano al día siguiente. Lo acompañó hasta la calle, cosa que no hacía nunca, y le puso una mano en el hombro. Mañana, le dijo, le enseñaría a manejar la minerva.

Pero al día siguiente la función de Yin fue llevar a la niña de paseo, pues Lu estaba demasiado ocupado aprendiendo él mismo a manipular la máquina. Y compuso el primer artículo, sobre «La Velocidad en la Repetición de las Pendientes», sin borrador.