A la mañana siguiente trajeron las bobinas de papel.
6
Lu Hsin, sentado a la cabecera de la mesa, ante el silencio absorto de los invitados, se llevó a los labios una tacita de té… azul. Tomó un sorbo de té azul, respiró, y tomó otro. Terminó la tacita de un sorbo más, y volvió a llenarla con el té azul de una tetera blanca de porcelana traslúcida, llena hasta la mitad. Cada uno de los invitados, cinco graves señores mayores, estaba sentado frente a una tacita idéntica a la del anfitrión, llenas asimismo de té azul. Habían observado atentamente a Lu Hsin, aun sin parecer que lo hacían. Como si salieran de un sueño, o dentro de él adquirieran movimiento, alzaron todos a un tiempo la mano derecha, tomaron sus tacitas, y se las llevaron a los labios. Un sorbo, en el silencio perfecto: cinco sorbos. Lo degustaron, pensativos. Remaba la impresión de que a ellos no se los podría engañar, no digamos con té chasco, pero ni siquiera con un buen colorante puesto en la infusión. Y a pesar de esa certeza, estaban en trance de comprobar una verdad inverosímil. Vaciaron las tacitas confirmando un juicio. Las devolvieron a la mesa con ruiditos secos, espaciados: la música secundaria del té.
– Es té, indudablemente -dijo uno de ellos. Los otros asintieron.
Se sucedieron entonces las congratulaciones a Lu, teñidas de disculpa, como si dijeran que había sido un trámite burocrático más.
Los cinco ancianos, reconocidos expertos en arte, habían sido jurados en un concurso de pintura con té, de los que son tradicionales en nuestro país. Con las distintas variedades de té, aplicadas con pincel sobre los papeles clásicos de los acuarelistas, se obtienen exquisitas coloraciones pardo grisáceas, doradas, amarillas, ocres en todas sus tonalidades, anaranjadas, y hasta un tenue rojo. Pero nunca azul; de ese color no había, antecedentes en los cuantiosos anales de la pintura con té. Todos los colores de un bosque en otoño, pero no el cielo que se alza encima de las copas de los árboles. Todos los colores de un crepúsculo, pero no el que está antes de las transformaciones. Sin embargo, en este concurso se había presentado una obra íntegramente pintada en azul, en los más diversos matices del azul, desde el profundo y opaco en el que viven los pulpos, hasta el aéreo y lavado con blanco en el que flotan las nubecillas del mediodía. Las obras se juzgaban únicamente por sus valores pictóricos; hacerlo de otro modo habría significado rebajarse a un nivel artesanal, o de mera curiosidad o hobby. El cuadro azul había superado a los demás presentados, por su inspiración y su destreza técnica; era el mejor, pero ¿era té? Su autor, que no era otro que Lu Hsin, había debido invitar a los jurados a probarlo en su casa. Ahora, el final requisito había sido satisfecho. Bebieron su té, y todos en paz.
Apoyado en una silla, como un invitado más, estaba el cuadro ganador: un retrato del presidente Mao, de asombroso parecido, todo azul.
Cuando los jueces se retiraron, Lu volvió a trabajar en la imprenta, donde había pasado, salvo ese breve y extravagante intervalo, todo el día; al siguiente repartían la Gaceta, que debía quedar lista sin falta. Y así fue, a costa de una labor extenuante. Desde hacía por lo menos una semana tenía la idea de escribirle una carta al ministro Chu, pero por un motivo u otro nunca encontraba el momento para hacerlo. En razón del tema peculiar que debería comentar esa carta, calculaba que sería preciso esmerarse especialmente en su redacción. Hoy, se había hecho tarde, y estaba cansado. A última hora, no hallaba más inspiración que la muy escasa necesaria para beber un poco en compañía de su amigo Wen Tsi. Aun así, éste lo encontraba desagradablemente distraído, absorto, ensimismado, y con los ojos más entrecerrados que de costumbre. Le preguntó si no se sentía mal.
Lu suspiró, y ésa fue toda su respuesta. Wen Tsi se volvió hacia la señora Whu y le hizo un comentario sobre la calidad de los nabos de la temporada. Lu volvió a suspirar, con lo que probó que estaba más atento de lo que parecía. Wen se ocupó de llenar otra vez las tres copas de coñac: el líquido brilló mientras se calmaba su turbulencia, reflejando la luz rosada de una lámpara de papel colgada exactamente sobre la mesa. Todos los gestos y las intenciones parecían extinguirse uno tras otro, en una cadena sin objeto y un brillo sin consecuencias. Era una noche de primavera, la primera después de la última nevada; los vanos de blanca nieve retrocedían como brumas selenitas. Wen hizo una mesurada referencia a ese hecho, y la luna lo confirmó acentuando su fulgor difuso en los vidrios nuevos de las ventanas… ¿o eran las paredes? La casita entera parecía haberse ido desmaterializando, y ya era como si el cono de luz rosa en cuyos bordes se encontraban los tres se hallara mágicamente plantado al aire libre, entre las montañas.
Wen Tsi bebía. Desde hacía un año traía sus propias botellas de coñac, y se invitaba a sí mismo con prodigalidad. Sus visitas se multiplicaban en consecuencia. «My house is not an inn», citaba Lu a veces, a miss Moore, y completaba el verso con un toque de sorna: «Is his bar». Wen había obtenido un inesperado suplemento a sus ingresos, gracias al nombramiento de Verificador Escolar del sur de la provincia, y las imaginarias responsabilidades del cargo lo abrumaban al punto de hacerlo recurrir al alcohol. En el contraste de la realidad ilusoria de la causa y la ilusión real del efecto, veía algo así como un logro personal.
Menos engreída, la señora Whu bebía por regularidad de la inconsciencia. No se limitaba para nada. Después de una cantidad indefinida de copas, un observador imparcial habría podido decir que se encontraba «embotada»; pero un conocido, probablemente se habría abstenido de juzgar. Era una señora muy callada. Sus períodos de bebida coincidían con las ausencias de Hin: ya fuera que la niña durmiese, como era el caso en esta noche de primavera, o estuviera en la escuela, el borde de cristal se acercaba a sus labios. Lu se preguntaba si la progresión sería irreversible. Se limitaba a preguntárselo, porque a las biografías ajenas las prefería enigmáticas.
A pesar de lo avanzado de la hora, hubo una visita más: el señor Chao, un vecino, padre de familia, que en los últimos meses se había vuelto una presencia asidua en casa de Lu.
– Vi la luz -dijo-, y pensé…
No completó la frase, cosa habitual en él. Y en este caso la había interrumpido muy oportunamente, porque nadie era más abismado que él en cuestiones de pensamiento. ¿Pensaba? Los amigos viejos de Lu Hsin se inclinaban por una enérgica negativa. Eso podía explicar su preferencia por esta clase de compañía. Por tal motivo, o por algún otro difícil de imaginar, parecía haber encontrado de pronto muy acogedora la casa del vecino, de quien lo había sido veinte años sin más intercambio que un saludo casual en la calle. Era un hombre pequeñito, vestido a la antigua, absolutamente ignorante. Un escéptico de la historia. Era la prueba viviente de que también se podía ser un conservador ignorante (aunque él ignoraba incluso que fuera conservador). Sin embargo, tenía interesantes ideas prácticas, como las podía tener una planta o un insecto, y Lu había sacado provecho de ellas en más de una oportunidad. Al señor Chao, ver reproducidos sus pensamientos en los escritos técnicos de Lu Hsin, lo había convencido de que era un intelectual. No advertía que intelectual era precisamente el que pensaba con la cabeza de los demás, no con la propia.
Era abstemio. Como esa noche no halló humor de conversación, se retiró pronto. A la mañana siguiente muy temprano estaba en pie y daba vueltas por el jardín delantero de su casa, desde donde dirigía ciertas miradas a la de Lu. Allí no se movía nadie, todos dormían. El señor Chao esperaba a Yin para sacarle información y meterle ideas en la cabeza; lo hacía con cierta frecuencia; en su estupidez inmensa no se daba cuenta de que la malevolencia, al repetirse, pierde todo efecto.
Yin era el joven asistente del señor Lu; todas las mañanas era el primero en llegar a la «redacción», abría la oficina y empezaba el trabajo, antes de que su patrón se despertara. Al vecino le dio la impresión de que tardaba más de lo acostumbrado, pero como no tenía reloj, sus impresiones en ese sentido estaban sujetas a un amplio margen de error subjetivo. O le parecía que era demasiado tarde, o que era demasiado temprano; y cuando no le parecía ni una cosa ni la otra, le parecían las dos a la vez. Si un individuo tan tonto hubiera además estado dotado de pensamiento, seguro que se habría vuelto loco al cabo de la primera media docena de sus razonamientos.