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– Yo lo haré, señor.

– ¿Podrás arreglártelas?

– Claro que podrá -dijo el señor Hua-. Recuerda que somos nueve.

– ¡Ya los había contado!

Lu sonrió. ¡Era tan ingenuamente sincera! El gordo se tragó la lengua. Yin iba tras ella, pensativo. La niña se volvió y le dijo que lo haría completamente sola. Lu Hsin la vio moverse adentro, al otro lado de los vidrios poblados por los reflejos del jardín, árboles y curiosos y hasta los famosos patos, contra el fondo soñador de las montañas. Apilaba las tacitas, abría la lata de té, vigilaba el primer hervor del agua; y las imágenes en los vidrios ahogaban sus pequeños ruidos.

Cuando terminaron con el té, y las conversaciones, y las despedidas, ya era el crepúsculo, y no había tenido ocasión de dedicarse un instante siquiera a la carta. Además, había trabajado todo el día en la impresión de la Gaceta, y recién ahora notaba lo cansado que estaba. Afortunadamente, se habían quedado solos. Le comunicó a la señora Whu que preferiría cenar temprano. Ella asintió, con más benevolencia de la usual. Lu se quedó como aniquilado en su silla. Hin se sentó al lado a hacer los deberes, y de vez en cuando iba a la ventana a mirar a los patos, que seguían inmóviles.

– ¿Cómo puede ser? -preguntaba cada vez.

En ese intervalo llegó Wa Lung, el agente de distribución de la Gaceta en la Hosa interior; al iniciar su tarea de editor, Lu había organizado con niños (innovación fourierista nunca vista antes en la China) el reparto del periódico, y de esa etapa quedaba, y seguía siendo adecuado en las aldeas inmediatas, el grupo de colegiales dirigido por Yin. Al ampliarse el círculo de suscriptores, Wa Lung, ex licitador de estampillas fiscales, resultó invalorable armando la red de entregas a domicilio. Aparte de esta cualidad, ya histórica en la vida del diario, era un hombre de inteligente conversación, de tono muy discreto, por lo que siempre era recibido con gusto por Lu. Esta vez, lo sacó del marasmo de agotamiento.

Le dijo que casualmente se había visto obligado a venir a la aldea por una cuestión privada, y una vez liquidado ese asunto, había pensado que no valía la pena volver a su casa, y rehacer el camino a la mañana siguiente para buscar los periódicos; de modo que, si Lu Hsin le daba alojamiento… El aludido lo interrumpió para decirle que, además, lo invitaba a cenar. En cuanto al sueño, le tenderían una colchoneta en la oficina. La señora Whu fue debidamente informada. Para darle gusto a la niña, Lu le propuso al invitado salir al patio a ver sus patos nuevos a la luz de la luna. Ella abrió la marcha, y marcó, al detenerse, la distancia que consideraba justa para observarlos.

– Me alarma sobremanera que no se hayan movido un ápice -dijo Lu sin faltar para nada a la verdad: estaba realmente impresionado, y veía una mala señal en ese orden inmutable de ribetes filatélicos.

– Es para verlos mejor -dijo Hin-. ¿No son hermosos?

Wa le daba la razón con solemne convicción.

– Yo no los encuentro tan bellos -decía Lu.

Contemporizador, Wa admitía que tenían algo de absurdo, dentro de su especie de belleza, por supuesto.

– Más que absurdo: siniestro -corrigió Lu.

– Sí, de siniestro también… De misterioso, más bien.

– El honorable Wa da muestras de la magnitud de su tolerancia.

Los diez patitos, cada uno en su sitio, y de perfil, parecían siluetas de madera, pero palpitaban colmados de absurdo y de misterio. En la luz lunar, sus colores apenas si se notaban. Delante de cada uno (cortesía de Hin Hsin) había un platito con un bizcocho remojado en leche. No parecían tener intenciones de probarlo.

Entraron y se sentaron a la mesa. La cena que había preparado la señora Whu era pescado, una de esas grandes carpas que en los últimos años se habían vuelto el plato estelar en la dieta de los comarcanos, por la prodigalidad con que se reproducían en los embalses. Como de costumbre, la señora la había echado a perder preparándola mal. Era tan automáticamente ineficaz en la preservación de los gustos naturales, que al probar las carpas Lu se sorprendía al hallarles gusto a sashimi, aunque estuvieran recocidas, o a uno de esos símiles vegetarianos de pescado, por difícil que fuera extraviarse en la blancura de esos sabrosos peces casi domésticos. En cuanto a la salsa, podía calificársela sin error de «neutra». Wa comió en silencio, con apetito. Lu Hsin abrió una botella de buen vino blanco en su honor, y la bebieron rápidamente. De sobremesa, té y cigarrillos, mientras Hin terminaba sus deberes y después se entretenía dibujando.

– ¿Es aplicada en la escuela? -preguntó Wa.

Lu vaciló un momento, por sus motivos personales; instantáneamente se le ocurrió que podían pensar que vacilaba respecto de la pregunta, por lo que se apresuró a responder:

– Sí, creo que es bastante buena alumna.

Hin seguía trabajando como si no oyera nada.

– Es muy ordenada.

– ¿Lo notó? -le preguntó satisfecho-. Es una de sus mejores virtudes.

– Pero el año pasado perdí mi sacapuntas -dijo Hin saliendo de su simulada distracción.

– Ah.

– Eso fue un accidente -la disculpó Lu.

Había dibujado el contorno de un pato, tal como se los veía. Dijo que debía ser el pato negro, su favorito, y le pidió permiso a Lu para destapar el frasco de tinta y usar el pincel. Tenían un acuerdo de que no haría tal cosa de noche, pero en este caso valía hacer una excepción: no sólo por la presencia del huésped, que garantizaba la prolijidad de la operación, sino también porque esa pintura no estaría terminada sin unos toques de tinta, que sugirieran el negro suntuoso de las plumas. Además, lo haría muy rápido.

En efecto, fue velocísima; dejó la hoja secándose en la ventana, sujeta al borde del vidrio inferior con dos brochecitos, mientras iba a la cocina a enjuagar el pincel. Por un efecto paradojal de la luna, se producía una transparencia. Los dos hombres veían el pato, que tenía una notable semejanza. El negro de la tinta se proyectaba en las tinieblas nocturnas.

El acontecimiento memorable del día siguiente fue la consecuencia, probablemente inevitable, del no menos memorable acontecimiento del día anterior: ocho de los diez patos murieron tras una grandiosa pelea que sostuvieron entre sí y que, a pesar de tan notable resultado pasó desapercibida mientras sucedía, para los habitantes de la casa. Era incierto el momento en que pudo haber tenido lugar. Las aves se habían mostrado silenciosas, pero de todos modos el combate no pudo haber transcurrido sin un mínimo de alboroto. ¿Cómo fue que nadie lo oyó? Estaban vivos los diez sin falta cuando Hin se fue a la escuela por la mañana: les dio de comer, es decir, renovó la galleta, que no habían tocado, estuvo un rato memorizándolos, sin atreverse a tocarlos, e incluso pensó con ligero sobresalto que no habían movido una pluma en toda la noche; los diez miraban hacia el este en poses fijas, y la niña se dijo que si se mantenían así, como un ejercicio mnemotécnico, le sería fácil llegar a reconocerlos. Quizá ya a esa hora su suerte común estaba echada, quizá los pactos y desafíos ya habían tenido lugar, y el hecho de que mantuvieran sus posiciones era lo más agresivo que podían hacer, salvo matarse, cosa que hicieron cuando no los veían.

Después de marcharse Hin, Lu Hsin no había prestado la menor atención a lo que sucedía en el patio, ocupado en la expedición del diario, con cuyos atados partieron al mediodía Wa y Yin. Respecto de la señora Whu, era más difícil hacer suposiciones. Había estado en la casa, encerrada en la cocina, pero quién sabe en qué ensoñación. Cuando Hin volvió de la escuela, con dos compañeritas que venían expresamente a conocer a sus nuevas mascotas, éstas ya habían pasado su gravosa prueba y estaban muertas en su mayoría. Lu Hsin había descubierto la catástrofe un rato antes, y se limitó a contemplarla. Los dos patos sobrevivientes se hallaban al fondo del patio, de perfil, lejos uno del otro, y parpaban suavemente sin mover el pico. Las niñas quedaron petrificadas, los ojos muy abiertos. Lu Hsin le dijo a Hin que ignoraba tanto como ella qué podía haber pasado. La dispersión de plumas y cadáveres era horrenda. Se habían masacrado. Las estocadas de esos picos en forma de cuchara tenían, por lo visto, un efecto atroz, peor que las granadas de fragmentación. Considerando lo cual, los dos sobrevivientes no tenían demasiado desarreglado el plumón, ni siquiera estaban sobremanera bañados en sangre. Lu Hsin reflexionó en voz alta que no debían de haber participado en el combate, salvo como espectadores. Porque aquí, participar equivalía a morir. Algunos cadáveres estaban trabados de a dos (el caso del admirado negro), las palmas rasgadas como celofán, los picos mismos quebrados, y los cuerpos, los pobres cuerpos, más rollizos de lo que se habría creído, dados vuelta por entero, en nudos imprecisos de carne roja y grasa amarilla, huesitos astillados, órganos en ristras mal enrolladas.