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Enviudó, y murió veinte años después; en esas dos décadas vivió de la venta de semillas de sandía secas en la vía pública. Su vida simbolizaba en parte la inmovilidad sonambulística de las clases proletarias antes de la revolución. No sólo de ella, sino de muchos millones como ella, no se habría podido asegurar si tenían o no una sana razón, o bien si actuaban movidos por la más extraña de las manías. El proletariado rural que obtenía del suelo su alimento y vivía de la imperfecta, frágil subsistencia del alimento y la reproducción, no hablaba lo suficiente sobre temas comunes como para dar pruebas de su pensamiento, en un sentido o en otro.

¿Y acaso la Larga Marcha misma, sobre la que luego fundamos nuestro destino, no fue una marcha de sonámbulos, por el mero hecho de ser «larga», un recorrido por entre la selva de paisajes pintados que caían del cielo, de nuestros bellos cielos siempre iguales? La Hosa fue afectada por los acontecimientos revolucionarios desde el primer día. La guerra, apenas si la sentimos, pero sus consecuencias nos parecieron inmensas. En lo que se revelaron con toda su carga de espejismo. Pues toda la Hosa, todo el archipiélago de aldeas al pie de las montañas Verdes, había sido desde hacía una eternidad una región de campesinos pobres, con una exquisita burocracia que no fue necesario modificar en lo más mínimo.

La clave de la vida de Lu Hsin fue la inteligencia, la fantástica inteligencia que él mismo reconocía, dentro de su modestia proverbial y retraída; o, más que reconocerla, daba por sentada. Todo había surgido de su inteligencia. Se había apartado insensiblemente, desde el comienzo, de los modos del proletariado rural y podría haber llegado a farmacéutico si lo hubiera deseado. Pero no se molestó. Ahí estaba su falso mandarinismo; iba más allá de los mandarines, sin caer en sus defectos. Siempre fue estrictamente pobre, pero siempre tuvo lo necesario para vivir liberado del trabajo. Ni él mismo podía explicárselo del todo: de alguna manera, misteriosa y fluida, se había liberado de la necesidad, con todo lo que ella implicaba, y había vivido apartado e indiferente.

Había en ello una suerte de «mecanismo», que lo hacía ir siempre un paso más allá de lo que se proponía. Un ejemplo fue precisamente el de su afición a los paisajes. Podría haber llegado a ser un eximio pintor. En algún momento de su juventud, siendo maestro de idiomas en la décima prefectura de Hosa (idiomas que había aprendido solo, en un movimiento que reproducía los convólvulos secretos de su intimidad), había comenzado a pintar y a ofrecer sus cuadros en venta junto al sitio donde su madre vendía las semillas tostadas de sandía. Era ligeramente chocante, esa anciana desdentada agitando la cabeza en un temblor sonriente, y a su lado el despliegue de diez o veinte pequeños paisajes a la tinta. Se vendían rápido, casi en secreto, por cuanto costaban unos pocos centavos. Los entendidos vacilaron: podían ser soberbios pastiches de ciertos maestros antiguos poco difundidos, o bien los intentos de un futuro maestro. A nadie se le ocurrió que pudieran ser las dos cosas a la vez, y estuvieron en lo cierto, por la negativa, porque el arte de la pintura no tuvo futuro en Lu.

Poco después comenzó a vender pigmentos; había aprendido a hacer él mismo las tintas vegetales (que excluían el negro y el amarillo) y se hizo de una amplia clientela entre los aficionados de cien li a la redonda; también este desarrollo fue fugaz.

Pues hubo un paso más, en el que se ejemplificaba perfectamente el «mecanismo» de Lu Hsin. Redactó un pequeño libro sobre la botánica de las tintas, y los métodos de preparación. Él mismo lo imprimió y lo distribuyó; un libro así tenía un público escaso, desde ya, pero interesado, y en el curso de los años volvió a hacer varias ediciones, siempre de pocos ejemplares, que llegaron a sitios remotos. Claro está que no lo había firmado.

Así pues, operaba la mente y el trabajo de Lu Hsin: llegado al último punto de la abstracción, ya tan lejos de la ocupación real de pintar, se daba por satisfecho; remontaba, podía decirse, la corriente del trabajo, de lo real a lo imaginario que lo volvía real, o al menos posible.

Podríamos relatar docenas de episodios del mismo estilo. Hacia los cuarenta años, vivía solo en una casita de las afueras de Hosa-Chen, que había sido de sus parientes Han, de quienes la había adquirido para su madre. Muerta ésta, seguía viviendo allí. Era una casita minúscula, con dos lindos sauces y un gingko, y una huerta. Lu Hsin aparentaba más edad de la que tenía. De lejos se lo habría tomado por un anciano, un anciano pequeñito, extraordinariamente ágil pero no nervioso, nunca preocupado, todo él un emblema de la paz campesina, irradiando serenidad. Se cortaba él mismo la ropa, en lo que era hábil. Usaba las casacas blancas atadas con hilos negros que habían usado desde tiempo inmemorial los letrados del interior, combinadas con los pantalones anchos de los campesinos. Tenía una pequeña barba entrecana, y se afeitaba la nuca hasta muy arriba. Siempre estaba en casa, y sus horarios eran muy diurnos; casi nunca utilizaba la lámpara, aunque dormía muy poco. Desde la primera hora de luz podía vérselo trabajando en la huerta, y por algún motivo su actividad producía una impresión descansada. Diríase que más que actuar sobre las plantas, las observaba.

Prestaba servicios a la comunidad como óptico. También en esto se había manifestado su «mecanismo». Nadie más calificado que él para actuar como farmacéutico; pero había desdeñado la posibilidad, o la había superado. Sus conocimientos de la naturaleza habían sido sublimados en su minuciosa artesanía con los cristales. Había desarrollado un método para adelgazar las bellas ágatas del Mei, y les vendía hermosos ojos de muñecas a los fabricantes de juguetes del otro lado de la Hosa. De cualquier modo, su actividad era distraída, y parecía depender de las fatalidades de un capricho. No era un «hombre establecido», si es que eso quería decir algo.