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De regreso a casa, ya bajo el crepúsculo, estaba a tono con la tarea de escribir esa carta. Y en efecto, al llegar no vio un obstáculo en la presencia algo furtiva de Wen Tsi, que se embriagaba en la cocina con la señora Whu, ni en la de Yin, que había vuelto del reparto y, después de una prolongada sesión de ciclismo con las niñas, ahora jugaba al majjong con Hin en la sala; la concentración de ambas parejas era perfecta y armónica en su diversidad. Por los cuatro lados de la casita entraba la luz enrojecida del crepúsculo, y Lu Hsin tuvo por un instante la visión deliciosa de ese cofre de madera y vidrio brotando de la incipiente sombra del suelo, como una gema en la que se concentrara toda la voluntad humana de hacer eterno el día. Sin más, sacó una hoja de papel de arroz, buscó la pluma fuente, y se sentó a la mesa. Miró un momento por la ventana.

Lo había movido a escribir esa epístola una noticia leída poco tiempo atrás; aunque los hechos tenían décadas de existencia, el suceso era en buena medida intemporal. Después de la conferencia de Yalta, cuando los rusos se hicieron cargo de la Prusia, la ciudad natal de Kant había estado a punto de ser evacuada y destruida, y tal habría sido su fin, incluido el del campanario en el que fijaba la vista el maestro para concentrarse, de no haber mediado el más extraño de los azares. Chu En Lai, ya entonces ministro de Relaciones Exteriores de nuestro país, de joven había estudiado filosofía en Alemania, de donde regresó trayendo una perenne veneración por el sabio de Kónigsberg, y dejando en esa ciudad un hijo natural, producto de su amor por una estudiante alemana. Y ese acontecimiento tan pequeño en la vida de un gran político y revolucionario, tuvo por efecto nada menos que la perduración de una antigua ciudad. Porque en el momento crucial pudo interceder ante los rusos (en aquel entonces nuestras relaciones con Moscú eran amables y puntuadas por gestos de buena voluntad) y logró que la pequeña ciudad reliquia, donde seguía viviendo su hijo, con el que nunca había perdido contacto, se salvara; y hasta el día de hoy prospera, intacta, con el nombre de Kaliningrado.

La anécdota, de la que Lu Hsin se había enterado leyendo en un ejemplar de un diario francés, Le Monde, que le había pasado el marido de la señora Kiu, el anticipo del libro de memorias de un oscuro político alemán, le había parecido brillante y sugestiva. Y se preguntaba si habría otro habitante de la inmensa república que pudiera apreciarla como él en su justo valor filosófico. Correspondía, entonces, comunicárselo al protagonista, como un sutil aplauso. Pero, por ser el caso bastante delicado, la carta debía tener todas las virtudes de la discreción. En este momento, se sentía en presencia de tales virtudes. Escribió esto:

«De la cuna a la sepultura, dice nuestro viejo proverbio, el hombre le da color a las nubes blancas. El clavecín de nuestras costumbres se apega a las benévolas sombras, y la luz misma que proyectan los bueyes irreales del cielo confirma la fábula de nuestros horarios. He visto hace unos momentos en la ladera del sur de las montañas Verdes dos hombres que se paseaban complacidos con la continuidad del trabajo de los seres visibles; pero el dragón que los vigilaba estaba quieto, pensativo. El dragón inmóvil no es el que arroja fuego con movimientos coléricos. Del fénix de las profundas porcelanas del éxtasis no esperamos un hijo, sino la reanudación de su propio vuelo: y no lo vemos. ¿Pero acaso vemos algo? Cuando la espera provechosa se extiende por debajo de la tierra, ni siquiera vale la pena que se alcen las montañas. Sólo puede decirse la verdad, ¿no es así?».

7

La respuesta a la carta se demoró justo un apo en llegar a destino; tardó un año menos un par de días en ser despachada, desde alguna oficina misteriosa de Beijin. La justeza del lapso se le antojó a Lu Hsin perfecta, aunque no lo fuera del todo, por ser un día de primavera (las cosas eran triviales, como lo había sido el otro, cuando recibió el anodino sobre oficial en papel barato, con los sellos personales del ministro de las Relaciones Exteriores. Lu, que no había esperado respuesta, pensó que sería un mero acuse de recibo, pero había algo más.

Justo o no, el lapso entre la partida de la carta y la llegada de la respuesta parecía no haber transcurrido en absoluto. Todo sería muy adecuado en ese caso. Salvo que el año había pasado, y aunque en general, como sucede siempre, la situación seguía igual, era como si se hubiera intensificado. Para convencerse de esto último habría bastado con observar a Hin. Había cumplido once años, y era todo lo que se había esperado que fuese: una típica belleza montañesa, de ojos grandes, cuerpo pequeño y fuerte, manos hermosas, y las dos trencitas anudadas atrás por las puntas: Lu le había enseñado a hacerse ese peinado desde muy pequeña, y ahora ella lo rehacía todas las mañanas con la mayor pericia. Nadie más que ella se peinaba así; algunas de sus amigas habían querido imitarlo, sin éxito. Y ella no lo había cambiado, aun cuando ahora podría haber impuesto su voluntad; Lu la contemplaba con cierta perplejidad, como se hace con lo que realiza un deseo que no estamos seguros de tener. Por otro lado, ese peinado ya era una reliquia, porque las mujeres montañesas habían desaparecido del horizonte de la Hosa. La raza montañesa, tal como lo había previsto Lu en su momento, se había dispersado, y no sólo geográficamente, por efecto de las modificaciones en el curso del Qu, que habían aportado riego a las laderas de las montañas Verdes (hoy eran cuidadosos vergeles cuadriculados). En menos de una década, esa gente se había extinguido, lo que daba que pensar. La niña misma era una reliquia, milagrosamente preservada por el gran truco del deseo de Lu Hsin. Sólo que era más hermosa de lo que había calculado. La desaparición del «fondo» étnico en razón del cual todo se había iniciado la volvía más preciosa y rara, y todo lo suyo intrigante para el que pensaba la pequeña historia.

Mirándola, Lu sentía como si se despertara de un sueño. Todo sucedía, la vida misma tenía lugar, ni lenta ni rápida, y sin embargo, por una magia peculiar, era como si nada hubiera sucedido y todo esperara, mirándolo con ojos que habían salido lentamente del agua. Él mismo, que había pasado por épocas de no ser nadie, se había vuelto importante. La Gaceta, de la que ahora se tiraban varios miles de ejemplares, y cuyos editoriales se estudiaban y comentaban en todo el país, lo había hecho notorio. Lo que había comenzado como uno de sus tantos pretextos de inacción ahora aparecía como una sólida empresa política, que se escudriñaba hasta en la puntuación. Lu Hsin había apoyado, y guiado, los esfuerzos hidráulicos de la provincia, y nadie dudaba de que era el cerebro detrás de los avalares energéticos del agua. Los que a su vez habían producido una completa modificación social, de la que él era responsable tanto como puede ser alguien responsable de sus sueños. Y ahora sentía el despertar, lo sentía como algo a la vez vago, esfumado, y urgente, con esa urgencia de decisión que había aprendido a reconocer en los libros de su amado maestro alemán.

Y mientras tanto, su entorno se volvía más y más un sueño. Toda la gente que conocía y a la que frecuentaba había ido instalándose poco a poco, muy poco a poco, en las costumbres blandamente fijas de un hábito onírico. Ellos se apartaban vertiginosamente del despertar, mientras creían vivir la realidad. Se preguntaba si no sucedería así con toda la nación. La China tenía una historia de prolongados sueños, siempre muy disimulados en el realismo que había sido la marca original de su pueblo. Quizás efectivamente estaban entrando en una nueva realidad; o, mejor, en un nuevo realismo. Al menos era lo que deducía de las posiciones de sus conocidos, del pequeño círculo del que seguía siendo el centro. Él en cambio, por acción del rodeo que había hecho por el sueño, en el que se había introducido, por así decirlo, con los ojos bien abiertos, ahora asomaba a una realidad intensamente vivida. Toda la infancia de Hin había sido ese sueño, un período durante el cual él se había mantenido apartado de sí mismo, llevando a cabo las infracciones habilísimas de un sonámbulo. De pronto, se sentía rejuvenecido, hasta lo que veía y oía le parecía más nítido, incomparablemente más claro, como si interpusiera una lupa prodigiosa.