Uno de los que se habían vuelto sus familiares, al punto de haber sido en la práctica adoptado como hijo y discípulo, era Yin. Dotado de una inteligencia precoz, y un sólido buen sentido campesino, el joven había tenido la fortuna de estudiar hidráulica con el mejor de los maestros posibles. Dentro de dos años iría a cursar ingeniería en la Universidad de Shanghai, donde ya tenía asegurada una beca. Para cuando llegara ese momento, Lu Hsin se proponía interrumpir la publicación de La Gaceta, si es que no querían hacerse cargo de ella sus colaboradores, cosa que dudaba; el único que habría podido hacerlo era, justamente, Yin. Se le ocurría que, de habérselo propuesto así, La Gaceta en todos estos años habría sido la pantalla ideal para conservar a su lado al muchacho. No había sido ésa la idea, naturalmente, pero de haberlo sido… el secreto habría sido a su vez la pantalla de otro secreto, al que nadie podría llegar nunca. Ese tipo de ensoñaciones, en el punto en que se encontraba, parecía dotado de una tremenda urgencia.
Como era típico en él, traducía el pensamiento al trabajo. Su esfera de intereses visibles se había ido desplazando en los últimos años, y más recientemente el movimiento se había intensificado, por diversas circunstancias. Entre ellas, la instalación en la Hosa de un centro de investigaciones genéticas, el más importante del país. El hombre-orquesta Lu había tenido participación en el establecimiento del centro, y no sólo escribiendo artículos al respecto en su diario, sino en trabajos más prácticos, como la ingeniosa manera de organizar la cría de patos, que eran los sujetos predominantes en la experimentación. En lugar de limitarse a producirlos con eficiencia, Lu Hsin había partido de la creación de una subeconomía regional surgida de la crianza. No sólo era más eficiente a largo plazo: era más interesante asimismo.
En fin, que al tiempo que las obras hidráulicas en la zona habían dispersado a los montañeses, habían acumulado patos; y si parecía faltar simetría entre ambos sucesos, entre otras cosas porque las razones de lo primero habían sido económico-sociales, mientras que las de lo segundo habían sido puramente naturales, o menos aún, acuáticas, había un eje central, un núcleo de irradiación de lo que podía considerarse un cuento poliédrico, y ese punto no era otro que la casa de Lu Hsin, donde el motor de la fábula no se detenía; por el contrario, a cada momento cambiaba la frecuencia de sus ondas y renovaba la historia. La casita misma tenía algo de cuento: la mansión diminuta del dragón, la cabaña de cristales de los hijos del emperador campesino… Ahora la casa era uno de los centros de reunión más frecuentados por los científicos del Centro de Genética, el sitio al que había que ir cuando sentían curiosidad por lo que sería de ellos en el porvenir (cosa que los científicos siempre ignoran).
La carta la recibió una mañana, lo que no tenía en sí nada de extraño: el cartero hacía un viaje especial a su casa, con un grueso paquete de correspondencia para la Gaceta, todos los días a primera hora. Pero este sobre se lo entregó aparte a Lu, antes de entrar con los demás a la oficina, donde solía charlar un momento y tomar una taza de té. Lu Hsin lo rasgó y leyó con gesto distraído la hojita de papel, que dobló y se metió al bolsillo, tras lo cual entró a verificar el trabajo escolar de Hin, que desayunaba. Sentado a la mesa donde hojeaba los cuadernos de la niña, pudo ver que en la oficina habían hecho un círculo alrededor del cartero y hacían comentarios en voz baja. Calculó que en unas horas toda la aldea, y quizás más allá, estarían enterados del arribo de la misiva. Cuando Hin se fue a la escuela, Lu Hsin decidió salir a dar un paseo. Lo fatigaba la perspectiva de enfrentar la atmósfera intrigada entre sus colaboradores, y de todos modos no había gran cosa que hacer a esta altura del mes.
Al salir encontró en la puerta de su casa a la señora Kiu mirando melancólicamente sus musgos. Se detuvo a saludarla y conversaron un momento sobre el clima.
– Todo se ha trastornado -decía la señora, con un gesto fatalista. Su marido había muerto el año anterior. Se comentaba que volvería a casarse pronto, aunque andaba por los cincuenta años. De hecho, Lu Hsin podía calcular bien su edad porque eran contemporáneos. Creía poder recordarla de niña, medio siglo atrás. Asintió a sus declaraciones y la dejó donde estaba. Tomó, como tantas veces (como siempre), el camino del bosque.
Se introdujo en los senderos húmedos, y el bosque entero parecía una cebolla de cristales verdes que se separaban, con un chasquido delicado, unos de otros. ¿Cuántas veces había paseado por estas regiones hermosas? Toda la vida, pero su vida no era del todo numerable. Había sido fiel a la naturaleza, pero, como sabía bien, eso no tenía ninguna importancia. Siguió el rumbo de las crestas altas, donde no iba con frecuencia; encontraba más bien vulgar apreciar los paisajes desde las alturas: ya había hecho mucho de eso en su juventud. Y ahora, al asomarse al gran panorama de riegos y cultivos, no miró hacia abajo sino hacia arriba: al cielo. Bien pensado, el cielo era uno de los motivos de estudio que más había descuidado en su vida. Creía recordar que en otras épocas lo había «puesto en reserva», para cuando otros asuntos que le parecían más urgentes, aunque más triviales, se agotaran. Y ahora el tema del cielo había quedado atrás: cuando uno se ocupa de objetos triviales, siempre termina habiéndose ocupado de los más importantes… Y no queda nada que hacer. Pero el cielo, de todos modos… quizás había hecho una elección adecuada, porque el cielo seguía vacío.
El día transcurre en el cielo, no entre los hombres. La tierra, espejo de la luz celestial, es la morada de los niños. Es preciso aprender la lengua infantil para estudiar con fundamento las ópticas sublimes. Esa noche recibió la visita de un matrimonio de científicos, dos genetistas jóvenes, muy brillantes -de ella se decía que estaba a punto de conceptualizar una novedosa teoría sobre la alternancia de los cromosomas-. Contribuyeron a la cena con una botella de vino y Lu Hsin hirvió pescado y preparó una salsa. Tiempo atrás, con la defección definitiva de la señora Whu de los trabajos de la cocina, había quitado el biombo que separaba a ésta de la sala, y cocinaba conversando con los invitados.
– La genética -decía- debería ser la ciencia preferida del marxismo. Lo tiene todo para agradar al dogma, y contiene el delicioso riesgo de desmentirlo.
– Nada desmiente a un dogma epistemológicamente hablando -dijo el joven científico, con la sonrisa prudente que adoptaba siempre para hablar con Lu Hsin.
– ¿Y que son sino una desmentida, todos los resultados a los que parecen acercarse ustedes mismos? Genes voladores, trucados, alternantes, cromosomas «traspapelados», funámbulos…
– Oh, es un modo poético de hablar.
Lu Hsin sonrió:
– Siempre hay modos poéticos de hablar. -Se quedó callado un instante, y le vino a la memoria, o a la imaginación, un dato interesante que transmitirles a estos jóvenes ignorantes en Historia-. ¿Sabían que en nuestro país, en épocas remotas, incluso algo legendarias (aunque no tanto como para salirse de los cuidadosos márgenes de la cronología de nuestras más recientes innovaciones en la técnica de evaluar la improcedencia del pasado) hubo un arte análogo, en su esfera, a estos «casos» de la genética de los que ustedes se ocupan? -Les dirigió una mirada interrogativa-. ¿No oyeron hablar de la vajilla «de tercera generación»? ¿No? No me extraña. Los expertos en detalles históricos no han dejado obras realmente legibles. Esas porcelanas representaban un trabajo que esperaba el momento de los resultados, no los quería inmediatos. Incluso económicamente: eran la deuda anticipada de los nietos. En ese sentido, debían de ser una especie de exorcismo contra las hambrunas. Lo mismo en cuanto a la legitimación social generaclass="underline" si pensamos que las generaciones se contaban según la descendencia imperial, por un lado, y por otro que los modales en la mesa se transmiten no a los hijos sino por intermedio de ellos, a otros, desconocidos.