La miraba en el silencio; las palabras habían sido para él, toda la vida, ocasión de desviar la mirada; era el ser más hermoso de cuantos tenía posibilidad de ver alguna vez. ¿No era redundante? Era hermosa, y se suponía que era suya. ¿No invalidaba ese pleonasmo todo el razonamiento de su visión? Y si era así… Sentía el goce inexplicable de las vísperas del deseo. Se volvía eterno, para su uso personal. Contra lo que solía decirse, el amor era voluntario después de todo. Salvo que la voluntad no siempre era voluntaria, al menos todo lo voluntaria que debería ser.
Se fijaba en el peinado, la trenza anudada en forma de estribo que se bamboleaba graciosamente sobre la nuca. Si sus compañeros de escuela antaño lo habían encontrado muy a propósito para darle tirones bromistas, ahora Lu Hsin lo encontraba igualmente propicio para atraparla y llevarla consigo a la morada de los dragones, al cielo invisible de la primavera. No todas las mujeres (ninguna de las que había conocido, si lo pensaba un poco) traían consigo ese implemento para asirlas. Era más propio del sueño que de la realidad.
Se detuvieron y se sentaron en un talud desde donde se veían las montañas, de un gris rosado a esta hora. Lu fumó un cigarrillo mientras Hin le contaba volublemente anécdotas de la escuela. Pensando sólo en sus historias, los ojos de la niña se perdían en las alturas lejanas. Él los vio salir al aire, y girar como astros sobre ese paisaje inmóvil en el que sus propios ojos se habían extraviado tanto. Cuando se puso de pie le sonaron los huesos. La tierra estaba húmeda.
De regreso, Hin cortó del suelo unas hojuelas muy verdes con gruesas nervaduras blancas, en forma de abanico. Le preguntó cómo se llamaba la hierba.
– En realidad no es una hierba -le explicó él-. Son pequeños árboles siempre en embrión.
– ¿Por qué tiene las líneas blancas?
– Bueno… no podría ser toda verde.
– ¿Por qué tiene la forma de abanico?
– Es la más lógica para su cometido, que es atrapar el sol, como una pelota de ping-pong.
– Eso ya lo sé: las plantas se alimentan de sol.
– Y alcanza para todas.
– El sol es misterioso -opinó Hin.
– Ya no tanto. Es una especie de bomba atómica al revés.
Hin abrió mucho los ojos. En aquel entonces se hablaba todo el tiempo de la bomba atómica (porque estábamos a punto de fabricar una, decían). Pero la idea que se había hecho la niña de ese dispositivo, por lo visto, no encajaba con su idea del sol, ni siquiera al modo inverso. Lu Hsin le explicó que las que se usaban en la guerra promovían la fisión del átomo, es decir, la separación violenta (o delicada: era un modo de hablar y entenderse) de sus componentes; el sol, al revés, actuaba por fusión. Los efectos eran exactamente los mismos.
– Salvo que nosotros no hemos aprendido todavía a usar la energía por fusión, por falta de recipientes donde meterla. Ni siquiera la porcelana sirve.
– ¿Y cuál es el recipiente del sol?
– La gravedad.
– Pero si el sol es una explosión, ¿no debería haber terminado ya?
– Hay explosiones lentas. Y además, algún día terminará.
Hin quedó un rato silenciosa, pensando, y después dijo:
– El sol tiene algo de horrible.
A lo que Lu Hsin asintió, pues era lo que siempre había pensado. Hizo el siguiente comentario:
– Empezamos hablando de una hierba en abanico, que en realidad es un arbolito que nadie reconoce, y terminamos hablando de sol. ¿No es curioso?
Ella no lo encontraba curioso. Dijo que todas las conversaciones evolucionan hacia temas distintos y, por otro lado, en este caso el hilo de las razones había estado bien a la vista. Y seguía estándolo, agregó señalando las hojas innumerables de los árboles y la hierba, que reflejaban, opacas o brillantes, la luz de la tarde.
Esas palabras fueron para Lu Hsin un motivo más para objetivarla. Los niños tienen temas distintos para cada persona con la que hablan. Ese solo hecho bastaría para desmentir el tan mentado ensimismamiento infantil. Después, durante toda su vida, la elección del tema de conversación sigue siendo una de esas deliberaciones solemnes a la vez que fugaces, en las que toda persona se abisma cien veces al día. El tema de Hin con él seguía siendo, en su proteica abundancia, el de las variaciones de la naturaleza. Entraba dentro de su convención referirse a los árboles, a la bomba atómica, o a las conversaciones de una tarde de primavera.
En la calle, frente a la casa, los esperaba Yin, sosteniendo por el manubrio la bicicleta a la que de inmediato trepó la niña. Lu Hsin encontró adentro una visita que lo complacía: el viejo Ma Chiang, director del Centro de Genética. Lu, que era un hombre más bien serio, e incluso podía pasar por melancólico, tenía una gran reserva de risas que salía a relucir con ciertos interlocutores que, por algún motivo, se sintonizaban con su estilo hilarante. A esas personas, que habían sido bastante raras en su vida, y por ello tanto más preciosas, las cultivaba sobremanera. Este hombre, al que había conocido un año atrás, cuando el establecimiento del centro, era uno de ésos. Solía venir temprano, y nunca se quedaba a cenar porque entonces empezaba su jornada. Trabajaba de noche, solo. De día trabajaba también, con los científicos que estaban a sus órdenes. No dormía mucho, como sucede con los viejos (y él tenía cerca de ochenta años). Mientras Lu preparaba el té, comentaron el tema que por entonces estaba en boca de todos: se planeaba la construcción de un aeropuerto militar en la Hosa. El viejo, con buenos contactos en las fuerzas armadas, había recibido esa misma tarde la confirmación de que la obra era un hecho. Lu, con todo, se mostraba escéptico:
– No veo qué podríamos hacer con los aviones, como no sea volar…
El viejo se reía sobre su taza de té humeante, que le empañaba los anteojos.
– En Occidente -seguía Lu-, hubo una etapa deportiva de la aviación, que nosotros nos hemos salteado. No habrá apuesta. Será solamente «volar».
– De eso se trata.
– Será demasiado placer sin mezcla.
– Pero tendremos miedo.
– Nos sentiremos más chinos todavía, imitando al Señor Saint-Exupéry.
Risas.
– No será un placer, ni un miedo lo bastante compartido como para incidir en nuestra nacionalidad -dijo Ma Chiang-. La gente del común no hará como los pájaros. Es posible que yo no muera, después de todo, sin haber volado… o usted…
– ¿Prevé que me llevarán a algún sitio remoto a purgar mis excesos? -preguntó Lu Hsin sonriendo.
El viejo tardó un momento en comprender a qué se refería, hasta que recordó el artículo editorial de la Gaceta.
– ¿Lo leyó? -le preguntó el dueño de casa.
– Con el mayor interés.
– ¿Y le pareció…?
– Una obra maestra de… lo inofensivo sigiloso.
Lo festejaron con carcajadas. Ya estaban en plena jocundidad. A Ma Chiang se le empañaban todo el tiempo los lentes, y de los dos lados: de afuera, por su costumbre de inclinarse sobre la tacita de té; de adentro, por las lágrimas de la risa. Eso le recordó a Lu Hsin una anécdota, que le relató a su amigo. Unos años atrás, un militar de alta graduación asignado en la Hosa había tenido problemas con unos binoculares de campaña que debía usar constantemente en las maniobras que comandaba, porque tenía un ojo con algo menos de visión que el otro. Como Lu tenía prestigio de óptico en la zona, y el caso presentaba cierta urgencia que hacía imposible mandar a rectificar el aparato a la capital, se lo llevaron a él. Le bastó un somero examen para ver cómo podía hacerse el ajuste, sencillísimo; el general mismo podía hacerlo, probándolo hasta que quedara a su gusto. Dárselo a él había sido absurdo, porque se trataba de un asunto mecánico, no óptico. Anotó en una hojita el modo de hacer el ajuste, y la dejó junto a los prismáticos, que no tocó, para devolverlo todo al día siguiente y se fue a dormir. Pero a la mañana al despertarse, tuvo la completa y luminosa convicción de que él también, por contagio, se había equivocado de método. Hacerlo como se había propuesto habría sido el más garrafal error que un particular podía cometer en relación con la política: indicar que no era en su condición de poseedor de un saber determinado que podía ser útil, sino meramente como hombre inteligente. De modo que arregló él mismo el anteojo, del modo difícil, usando las cifras de la diferencia de dioptrías entre los dos ojos del buen caballero. Fue un fino trabajo, de perito óptico. Lo mandó de vuelta sin una palabra.