Выбрать главу

¿O ésta era la suya? ¿O ninguna de las dos? Y una tercera, y la cuarta, como puñados de piedrecitas arrojados al azar en las praderas. Y entre ellas el Qu, en el que demoró largamente la mirada. Tal como le habían dicho innumerables veces los viejos, el curso original del río había desaparecido con los distintos trabajos hidráulicos. Pero ese curso original en realidad no lo era tanto, porque ya desde época inmemorial el Qu había sido puesto al servicio de los cultivos de la Hosa. Le parecía en cierto modo que estaba mirando algo así como su propia obra, un dibujo que él había venido haciendo lentamente, sin proponérselo, a lo largo de los años. Y si hubiera pensado alguna vez, durante esos años, que la línea terminaría formando un dibujo inteligible, ahora podía comprobar que no era así.

Después del río, otros objetos se dieron a ver, mucho más intratables: las montañas. Las montañas Verdes se veían verdes a la luz del mediodía de verano, pero más aún se veían sólidas, grandes como un vuelo que otro hubiera hecho antes que él. Se dijo que en el caso de haber tenido ese panorama ante la vista durante largo tiempo podría haber llegado a entender la pasión estética de los occidentales por las montañas: vistas desde abajo, eran una grandeza que colmaba nuestra necedad; desde arriba, eran lo necio materializado colmando la grandeza de nuestros sueños. En cualquier sentido, sugerían lo real. Aunque en su vida, qué curioso, habían sugerido quizás otra cosa.

Considerado todo lo cual, el viaje en avión se le ocurría una forma primitiva de la pintura, incluso una forma previa de la pintura, que casualmente había sucedido después. Al mismo tiempo, confirmaba lo que siempre había pensado de los mapas, esa inutilidad que derivaban de la visión perpendicular, con la que todo se volvía igual. Que el hombre lograra llegar a esa forma de visión en algún momento de su vida no significaba nada especiaclass="underline" él mismo podría no haber viajado nunca en avión, de no haber sido por la invitación del Partido, y el ingreso de Yin en la universidad. No, definitivamente la pintura estaba en un alba lejana respecto de la mirada del hombre. Era extraordinariamente inactual. La ciencia del futuro, para la cual era inevitable saltar el presente. Había más bien que retroceder en la historia para hallar algo que explicara su advenimiento en el porvenir; si la pintura era el procedimiento opuesto a la cartografía, sería preciso remontarse a aquellos reinos combatientes en los que todavía, por ausencia de paz, no se suponía que pudiera haber relatos de guerras, sino sólo el fragor del combate en el que no hay punto de vista posible, apenas el giro y el espanto de evitar la muerte prematura. En ese caso, ¡qué pérdida de tiempo era viajar en avión!

Y entonces… entraron en una nube, suave y fluidamente, sin aviso previo. Y Lu debió desdecirse de todo lo que había estado pensando hasta ese momento, a medida que se adentraban en esas magníficas nieblas suspendidas. Todo se borraba… y el ciclo de la pintura se había cumplido. Porque ahora entraba un elemento extra: la poesía algo esnob de saber que esa niebla constituía una nube, una de las maravillosas nubes que se veían desde la tierra, como lo inalcanzable. Entonces, había que mudarse de ojos, hacerlos ajenos para siempre (sobre todo porque aquí adentro no se veía nada) y mirar hacia arriba con ellos.

Yin se había recuperado, y ahora miraba con aire pétreo la nube que tocaba la ventanilla. Lu Hsin dormitó brevemente, por efecto de la altura, y tuvo una visión fugaz de Hin en la casa. Se despertó no bien la hubo reconocido y se volvió hacia Yin, a quien vio atento, mirando siempre en dirección a la ventanilla.

– ¿Querrías casarte con Hin cuando termines los estudios? -le preguntó-. Supongo que ella te esperaría con gusto.

Yin pareció sobresaltado apenas una fracción de segundo, y después pensó un momento algo más largo (pero se notaba que no era una reflexión de verdad; hacía «ritmo», en el tiempo compacto de reacción a una trampa), y apartó la vista de la ventanilla.

– No -dijo.

Era lo que había supuesto, después de todo. Yin era un joven convencional, y seguramente sus sueños se limitaban a casarse con una condiscípula de la universidad. Los guardias rojos eran terriblemente convencionales. Estaba bien así. Era un mecanismo de supervivencia. Además, Lu no había decidido nada respecto de Yin en los dos años transcurridos desde su iluminación en el jardín: no sabía siquiera si debía amarlo. La alternativa real coincidía con la duda que supuestamente debía resolver: eran pensamientos ligeramente fuera de lugar. El mismo se sorprendía en accesos de extrañeza: si realmente era un sodomita (y había llegado a viejo sin saberlo), debería actuar en consecuencia. Y si no lo era, ¿qué motivos tenía para confirmarse en el mundo? Por momentos sentía que en su vida, en su larga vida, había habido un error, pero no acertaba a encontrarlo. ¿O sería un error difuso, hecho de pequeños fragmentos que debía armar como un rompecabezas? Ni siquiera así. La vida le parecía algo demasiado monótono y homogéneo como para aislar un detalle y cargarlo con un significado especial.

Después de una prolongada ensoñación, volvió a mirar por la ventanilla y vio que habían salido de entre las nubes: la tierra estaba visible, y siguió así durante casi toda la tarde. Y allá abajo se desplegaba la China, el país más grande del mundo, el más bello y laborioso, patria de las artes y las ciencias, cuna de la Revolución. Era delicioso verlo, y al mismo tiempo imaginarlo. Todas esas personas… ¿Cada una habrá hecho lo que yo?, se dijo Lu. Pasaban sobre campos meticulosamente recortados, sobre arrozales que brillaban como espejos, sobre pasturas de caballos que eran miles y miles de puntos negros sobre un verde brillante, sobre ciudades que desde lo alto parecían maquetas, sobre ríos con barcos y carreteras como hilos sinuosos. Sí, qué duda había, todos habían hecho lo que él, y más también. Sólo había que saber verlo.

Y esa visión lo llevó a pensar otra cosa, en la que no pudo dejar de sentirse perplejo. Pensó que él mismo, con su sentido práctico, con su utilidad enciclopédica, con sus idas y venidas y mil ocupaciones… siempre había sido un patriota. En ese sentido, no tenía nada de extraño que el Partido Central lo invitara a hacer una visita a la capital, acompañado de su discípulo Yin Chiang-He. Quizás no lo habían pensado, pero de todos modos habían acertado.

Entonces vio a Pekín en el horizonte, toda en blancos y rojos, inmensa y misteriosa como una aurora.

En realidad, la excursión se demoró algo más de quince días, porque al cabo de su visita a la capital fue invitado a unirse al tour a la Gran Muralla que se organizaba semanalmente. Iría sin Yin, que se despidió de él para marcharse a Shanghai. Lu Hsin no rechazó la invitación, por cierto, pero de todos modos demoró su entusiasmo. La Gran Muralla siempre le había parecido un fenómeno imaginario, y se decidió a recorrerla, si eso era lo que se hacía, con la displicencia de lo inevitable. Cuando uno se ha pasado toda una larga vida pensando en un objeto, puede resultar incómodo ser transportado a los pies mismos de ese objeto, donde la admiración sólo puede manifestar una pálida obviedad.

Para colmo, lo afectó un virus un día antes de salir de Pekín, y al llegar al Hotel de la Muralla pasó dos días en cama, sin poder acompañar al contingente de personalidades. Pusieron a su disposición un avión militar para regresar directamente a la Hosa, y el día antes de abordarlo, un jueves (le pareció astrológicamente apropiado) por la tarde, un día fresco y verde, se presentó solo para hacer el reconocimiento, acompañado del guía, que era un cuadro de mediana edad.

– Aquí está -dijo el guía cuando se apearon del jeep-. ¿Se la imaginaba así?

Lu levantó la vista.

– Más o menos, o ligeramente más baja.

– Es que estamos demasiado cerca. ¿Preferiría retroceder un poco? Claro que después habría que volver.

– Puedo seguir imaginándome que estoy ligeramente más lejos, si es por eso -dijo Lu, que deseaba a toda costa evitarle trabajos inútiles a este buen hombre.