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– ¿Quiere que entremos?

– Oh… De modo que se «entra».

– ¿Para qué creía que servían esas puertas, si no?

– Debí haberlo pensado… Pero confieso que no se me cruzó por la cabeza.

– Es curioso: las cosas reales y tangibles tienen ese efecto.

Entraron. El guía le advirtió que tendrían que subir escaleras.

– No hay problemas -dijo Lu-. No sufro de vértigos.

– Por suerte la altura de los peldaños es perfectamente regular.

– Es una modesta virtud que tienen casi todas las escaleras.

– Lo felicito por su benevolencia. Si usted fuera a todas partes con un centímetro en el bolsillo, cambiaría de opinión.

– Me temo que también cambiaría la opinión de mi distinguido prójimo sobre la solidez de mi razón.

– Ya llegamos. Acérquese a este lado. Es el lado que importa. Aunque ahora, todo es la China.

– Siempre lo fue.

– No crea. En fin… Caminemos un poco, si quiere.

Caminaron una veintena de metros por la muralla. El guía vio que la mirada de Lu Hsin se perdía en la cinta sinuosa por las colinas.

– No me pregunte cuánto mide. Debería saberlo, pero de vez en cuando las cifras se me borran. -Se quedó pensativo unos pasos-. En realidad, no sé gran cosa sobre esta… edificación. Supongo que un historiador aplicado podría darle más datos.

– No tiene importancia.

– Yo solamente estoy aquí.

– Ya veo.

– Ejem. ¿Por dónde querría empezar?

– Bueno… -dijo Lu un tanto desconcertado. Por su parte, había creído que ya estaban terminando.

– Usted dirá que no hay por dónde empezar. En cierto modo, es como si la Muralla fuera circular.

– Tiene algo de eso.

– Es la impresión que debería dar. Pero hay una diferencia de peso entre los guerreros y los turistas.

Había una gran luna diurna, ligeramente amarillenta. El guía se la señaló.

– ¿Sabe lo que dicen?

Lu hizo un gesto afirmativo. «La única construcción humana que se vería desde la luna es la Muralla China.»

– Desde niño me han intrigado los lugares comunes -dijo el guía-. ¿Por qué tienen que hablar siempre de ese espectador en la luna? ¿Y cómo pueden estar seguros de que realmente vería la Muralla?

– Supongo que algo tienen que decir.

– Sí, pero aun así es tristísimo.

– Que haya un hombre en la luna -lo rectificó Lu con calculada solemnidad-, es extraño.

– En efecto: sería un hombre menos en el mundo. Eso es consolador. De hecho, todo el asunto tiende a una identificación de la Muralla con la luna, pero no acierto a entender con qué motivo se lo pensó por primera vez.

– Quizá quiere decir -arriesgó Lu- que la China está tan apartada del mundo como la luna.

– Es una posibilidad. Sí, podría ser.

Siguieron caminando rumbo a la tronera siguiente. Estaba más lejos de lo que parecía a primera vista. Unos turistas a lo lejos se hundieron en un seno y dejaron de verlos. Ahora les parecía estar inmensamente solos.

– ¡El gran monumento al keynesianismo! -exclamó inesperadamente el guía.

– ¿Qué?

– Según lo veo yo, que soy un autodidacta, señor, la construcción de este dispositivo no sirvió más que para su construcción.

– ¿Para dar mano de obra?

– Sí. Pero trascendentalmente.

– Ahora que la veo en persona -dijo Lu asomándose una vez a la cara norte- debo reconocer que no me parece tan desatinada.

– Lo es, lo es. Mucho más de lo que parece. Es simplemente una mala idea geográfica.

– Quizá en la estrategia de la época…

– Oh, no hay épocas en eso. El arte de la guerra es lo único que se mantiene igual. Es como si los antiguos hubieran tenido aviones. Exactamente igual.

Lu no le pidió explicaciones por esta aseveración tan curiosa. Estaban a medio camino entre las dos troneras, y se detuvieron a fumar un cigarrillo.

– Además -dijo el guía-, aquí en realidad nunca hubo guerras. Y no porque esto haya servido como disuasión. Usted sabe… hay un momento en que las guerras se vuelven inútiles, y en nuestro país siempre lo fueron.

– Pero no pensemos en guerras reales -dijo Lu, pensativo-. Supongamos dos ejércitos posibles, uno de un lado y otro del otro de la muralla.

El guía soltó una carcajada.

– ¡Qué estorbo inenarrable! No podría estar más de acuerdo con usted, señor.

Arrojaron las colillas, las vieron recorrer un arco rectificado por la brisa, y siguieron caminando.

– ¿No trajo una cámara?

– No, desdichadamente no tengo.

– No sé qué otro recuerdo podría llevarse de este sitio.

– ¿Se fotografían mucho aquí?

El guía abrió los brazos:

– ¡Todo el tiempo! Es chocante.

– Se me ocurre una cosa: ¿qué hay abajo?

– Nada.

Lu asimiló la información, pero no se sintió capaz de hacerlo «trascendentalmente».

– De todos modos -dijo-, es una lección de arquitectura.

– Ah, si vamos a empezar con eso. No veo qué lección puede haber en levantar una pared.

– Están las dimensiones…

– Lo que sucede, señor, es que siempre están las dimensiones, así haga usted un retrete.

– Me refería a las dimensiones grandes.

– Son las más constantes -dijo el guía.

Lu Hsin le dio la razón en su fuero interior. Pero se explicó:

– Cuando se superan ciertos límites, siempre se choca con la idea de la repetición.

– Aquí hubo una buena dosis de eso.

– Siempre hay una buena dosis de eso -dijo Lu parodiándolo involuntariamente. El guía lo miró, con cierta sorpresa.

– ¿Se refiere al amor?

– ¿Por qué me lo pregunta?

El guía se encogió de hombros. Ya llegaban a la segunda tronera, que era exactamente igual a la primera.

– Por aquí también podríamos bajar.

Lu Hsin se mantuvo impávido.

– ¿Quiere que volvamos? -le preguntó el guía.

– ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

– Podríamos seguir caminando por aquí arriba hasta sentirnos absolutamente aburridos.

– No lo dudo. Volvamos.

Emprendieron lentamente el regreso.

– Qué hermosos cielos -dijo Lu por decir algo.

– Toda una lección de arquitectura.

– No creo que nos estén mirando desde la luna.

El guía se volvió a mirarla.

– No, ni siquiera como metáfora.

– Pero todo esto -dijo Lu- es una gran ocasión poética.

– Supongo que es por eso que no la echan abajo. Hay algo que conmueve en la cuestión en general, pero nadie acierta a localizarlo. Yo sostengo que esta Muralla tiene un toque psicológico. Uno se pregunta: ¿Qué será de nuestras vidas?

– Habría que pensarlo detalladamente.

– Yo lo hago, señor, cada día que pasa. He abandonado los estudios, a los que fui tan dado; este trabajo no predispone al progreso intelectual. Pienso, vagamente, es decir, enumero, mis renunciamientos mundanos. Pero también los veo en general, como un círculo recortado en el viento. A mi modo, soy un taoísta. Cuando uno lo ha abandonado todo, puede decirse que le queda la contemplación del vacío, y es lo único que veo aquí donde todo el mundo ve el espectáculo más memorable de sus vidas… ¿Quién no ha pensado mucho en la Gran Muralla? Pues bien, vienen a verla. Yo también la he visto. Pero eso no me dispensa de la existencia. Y lo más curioso es que no es un punto extremo, sino un borde, un borde desmesurado. -Se quedó en silencio unos pasos, y después dijo-: Me siento como un exilado. Ya no sé dónde vivo.

– Yo volveré a mi casa mañana mismo.

– ¿Tiene esposa?

– No.

– ¿Qué hará?

– Hasta hoy mismo creía amar a alguien, muy secretamente. Ahora empiezo a ver que no vale la pena. Ya sabe… -dijo señalando la Muralla y el horizonte-: tendría que reemplazarlo por otro que lo significara plenamente, y esperar muchísimos años a que se volviera real, y después… habría que ver si lo real resulta realmente real…

– Entiendo. ¡Cómo no entenderlo!

10

Pasaron dos años, que parecieron breves como un parpadeo; o mejor dicho, no parecieron nada. No hicieron analogía. Los vivos estuvieron vivos, los muertos muertos, y algunos de los primeros pasaron al rango de los segundos. Dos veranos, dos otoños, dos inviernos, dos primaveras… No un espécimen de cada estación, como lo exigía la naturaleza para manifestarse simplemente, sino dos, como lo pedía la supervivencia, la más modesta e insignificante. Y fueron estaciones netas y persuasivas, marcadas como estampas, cada una cargada con sus emblemas propios, nunca con los ajenos. La tierra se pintaba y despintaba, se vestía y desvestía, y la gente lo notaba precisamente en sus funciones. El clima era demasiado utilitario para ser real. Servía a su cometido. La Revolución Cultural había dejado al país más campesino que nunca, lo que es mucho decir tratándose de la China. Se vivía la apoteosis de lo campesino, y como Lu Hsin se adaptaba a todo, esta vez escribió un enorme Tratado de Agricultura, cuya publicación, en cinco gruesos tomitos encuadernados en plástico, fue saludada cinco veces como un acontecimiento de la máxima utilidad. Hizo una docena de viajes en avión por cuenta del Ministerio de Asuntos Agrarios, conoció regiones cuya configuración jamás habría podido imaginarse por sí solo, agregó un tomo extra de apéndices a su obra… y así y todo, a despecho de la creencia de que los viajes hacen más lento el tiempo, los años y las cosas se sucedían muy rápido, en algún momento ya habían pasado y no había nada más que decir. Se preguntaba si esta sensación, que ya no tenía nada de psicológico, no sería un epifenómeno del concepto de «la revolución permanente».