Sea como fuera, lo campesino era lo único autónomo por derecho propio, y en ese flujo de temporadas la China bien podía eternizarse. Era tranquilizador. Promovía un profundo y reparador sueño nocturno.
Al fin de cuentas, la agricultura resultaba la definitiva ciencia de los paisajes. La mayor proeza que podía esperarse del sueño era lograr que en esos escenarios sucediera algo inesperado. Pero también existía una ciencia de los sueños. Además, a los paisajes «se volvía» una y otra vez, sin cesar, año tras año, como sobre soportes eidéticos que encima fueran reales. Las estaciones eran sueños: daban el «tono» del día, y se las olvidaba infaliblemente cuando la realidad volvía. Pero la realidad a su vez se hacía huidiza, se escamoteaba en sus variaciones.
Como lección de todo lo cual había estado el caso de la señora Whu, caso que se resumía en su desaparición de la escena, pero más allá del resumen tenía tantos matices y reverberaciones que era como si todo estuviera por resolverse todavía. Los hechos fueron éstos: en cierta ocasión a la señora le llegó la noticia de que había muerto su padre, y sin dar ningún anuncio, de la noche a la mañana, empacó sus cosas y se fue. Decisión sorprendente, a todas luces; no sólo por cuanto estaban en un país socialista, sino por los escasos miramientos que representaba para con el hombre que le había dado casa y trabajo (aunque ella no había trabajado gran cosa) durante una década y media, y con la niña a la que había criado casi desde su nacimiento. Casi podía decirse que se había marchado sin despedirse, salvo que a último momento, con la valija en la mano, se acordó de decir que se iba. Su padre había dejado una casa, y ella corría a tomar posesión. Al parecer tenía un hermano, insólitamente codicioso, que vivía en algún lugar remoto, esperando, y era imprescindible adelantársele.
Pero entonces los dos más viejos amigos de Lu, Wen Tsi y Hua P'i p'ei -de quienes por supuesto ella no se había despedido, tampoco-, mostraron señales de inquietud. Uno tras otro emprendieron el viaje necesario para recuperarla, no sin antes demorarse en cavilaciones durante el prolongado lapso de un año, hasta que la decisión de obrar, abrupta, cayó sobre ambos con urgencia repetida, y multiplicada en espejo.
Lu trató de apartar el tema de su mente en la vida cotidiana, pero no le resultó fácil hacerlo. Durante todo ese año de indecisión, los dos solterones frecuentaron gravemente su casa, con ceño preocupado. Si habían descubierto el amor, se decía Lu, no podían sino sentirse preocupados. Nadie habría dicho, a priori, que podía despertar ese sentimiento una señora mayor, por no decir vieja, y que bebía en exceso. Pero nunca se podía estar seguro. Además, ellos dos también envejecían, y vaciaban las botellas con pasmosa habilidad. Al menos, se evitaban entre sí con prudente cortesía. Y no hablaban del tema. ¿Qué habrían podido decir?
De los viajes sucesivos que emprendieron al fin, no predijo nada bueno. Pero era todo lo bueno que podía predecirse. Una oportunidad de quince años de extensión era, después de todo, una sola oportunidad. Después venía la segunda. Resultaba, vista en conjunto, una de esas tramas de amor que empiezan aparentemente tarde, cuando la trama general de la vida ya está en pleno movimiento, incluso cuando parece haber agotado su movimiento. El secreto la mantenía joven; el descaro podía hacerla mucho más joven todavía. Por eso Lu Hsin reservaba cierto optimismo en el caso.
Por su parte, soñaba a veces con Yin, que cosechaba grandes triunfos académicos en Shanghai, y había desaparecido, también él, de sus vidas. Lu Hsin lo había descartado, suavemente. Era apenas el modelo de un amor que no sabía, seguía sin saber, si era el suyo. Si lo era, su vida había sido inútil, de eso no había ninguna duda. Pero se había reconciliado con la idea de la inutilidad. Lo entristecía solamente la perspectiva de morir en un estado perplejo, suspensivo. En sus sueños se le aparecía desnudo, inmóvil. Era como si lo viera en una pantalla, y ésta fuera la superficie de sus sentimientos. (Y él fuera el espectador en la oscuridad.) Lo hacía pensar en el cine, arte que nunca antes le había interesado especialmente. Se le ocurría lo siguiente: en Occidente, en Estados Unidos sobre todo, donde toda extravagancia se ponía en práctica, ¿no habrían hecho películas donde se vieran hombres desnudos? Era un poco excesivo, lo concedía. Pero si estaban en los sueños, que siempre vienen después, ya debían de estar en el cine.
De modo que Lu e Hin se quedaron solos en la casita. Ese año ella cumpliría dieciséis, y la sangre montañesa se había revelado plenamente en su físico: era pequeña y robusta, muy, muy fuerte, con la piel más bien oscura y de un pulido incomparable, los ojos más negros que pudieran concebirse, los movimientos muy ágiles. Era la chica más bonita de la aldea, quizá de toda la Hosa, y una de las más inteligentes también. Se había graduado, con honores sin precedentes, en la Escuela de Agricultura, y figuraba como coautora del último tomo del tratado escrito por Lu.
Desde que se quedaron solos ella empezó a cocinar; antes lo había hecho casi siempre Lu, a quien le vino bien el relevo. Pasado el momento de extrañeza al quebrarse una rutina que los había acompañado desde siempre, se adecuaron a nuevos hábitos simplísimos y austeros, que eran los de antes, con las modificaciones lógicas del tiempo. Las amistades de Hin llenaban la casa, pero por las noches tenían largas veladas a solas en las que disfrutaban de la conversación o el silencio, o jugaban una partida de majjong, tanto más complacidos en la intimidad cuanto que este invierno fue lluvioso e inclemente.
Una noche, poco antes de acostarse, estaban tomando té y Hin le preguntó, después de haber pasado un rato sin hablar, «por qué no se había casado».
Lu, a quien estas palabras sacaron de otro rumbo de ideas, muy diferentes, sólo atinó a responder:
– Pero yo me casé, una vez.
– Quiero decir -aclaró Hin-, después de enviudar. Cuando hubiera podido volver a hacerlo.
En un cuarto de siglo, nadie se lo había preguntado, unos por cortesía, otros por presumir sabida la respuesta, los más porque no les interesaba. Eligió una explicación cautelosa:
– Es que he hecho tantas cosas…
– La gente -dijo la niña- suele hacer eso antes que cualquier otra cosa.
– Es que yo en realidad no he hecho nada -proclamó Lu con repentina convicción.
Hin asintió. Dijo, con extraordinaria delicadeza:
– Me preguntaba si había un motivo.
Lu se permitió un esbozo de sonrisa: