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– No es sólo el motivo. También hay que tomar en cuenta la oportunidad.

– ¡La oportunidad es el amor! -dijo ella, repitiendo un lugar común que estaba de moda en aquel entonces. Él reaccionó con una de sus habituales paradojas (que en este caso, pero secretamente, no lo era tanto):

– Las oportunidades, las he dejado pasar, por principio: mi oportunidad es lo que está fuera del momento.

Si había alguien que no apreciaba las sutilezas del razonamiento, era Hin.

– Cuando uno salta sobre el instante, en el momento adecuado, puede ser feliz.

– No discutiré con las letras de esas canciones.

– ¿Entonces el señor Lu no ha sido dichoso?

– A eso -dijo Lu- no puedo responder.

Como ella no hizo ningún comentario, agregó:

– Creo que no. Pero no estoy seguro.

– ¿Y la felicidad no habría sido un modo de asegurarse?

– Por ejemplo, el amor.

– Ah, bueno… Creí amar a unos o a otros, pero…

– Pero ¿qué?

– Pero ¿cómo estar seguro?

Hin asintió:

– De niña, yo creía amar a Yin. Pero con el paso de los años comprendí que sólo era un reflejo imperfecto del señor Lu.

– En realidad, yo soy el reflejo de la juventud.

– Sí. Vero perfecto.

Lu Hsin iba a agradecerle el cumplido, pero al mirarla al rostro vio la «sonrisa seria» de Hin, que sólo él reconocía (quizá porque ella no se la dirigía a nadie más). Se quedó callado, pensativo. Las razones dogmáticamente sentimentales de Hin, tan infantiles, su seguridad pedante y deliciosa de adolescente, se cargaban de misterio ahora. Pero Lu Hsin confiaba en descifrar todo misterio. La lluvia forcejeaba en el techo. Uno de los gatos bostezó. Del pico de la tetera salió un hilo curvo de vapor.

– ¿Es cierto -dijo Hin- que nuestro país es el más grande del mundo?

Lu la entendió demasiado bien. No había como el misterio para ser claro.

– Nunca sería lo bastante grande, niña. Nuestras vidas dejan huellas pequeñísimas, pero imborrables, y en todos lados. -Una larguísima pausa-. Nuestro país es como el tiempo. -Había escanciado las palabras como entre bostezos contenidos. El mismo gato de antes volvió a bostezar. Del pico de la tetera salió (increíble, porque el té ya debía de estar frío) un hilillo de vapor. Además, llovía. Lu Hsin agregó, al fin-: Una hija no debe casarse con su padre.

Para su completo desconcierto, cuando creía llegado el momento de sentirse más seguro, por haber hecho una generalización irrefutable, en el rostro de Hin apareció por segunda vez la sonrisa seria.

Ese invierno, Hin trabajaba en una fantástica plantación de remolachas que se extendía en uno de los terrenos recientemente irrigados. Había ingresado al cultivo comunal como asesora, y tan bueno fue su trabajo que quedó a cargo de la planificación, que ella hizo milimétrica por gusto de perfeccionismo, de un plan preventivo contra inundaciones, perentorio por cuanto las lluvias excesivas de la estación hacían temer lo peor. Era su primera responsabilidad grande, y estaba absorta en ella. Pasaba los días enteros en la plantación. Lu la veía salir de madrugada, en la bicicleta, y volver de noche, pedaleando con vigor, con la linterna encendida, con una capa de hule que hinchaba el viento. Ese ardor era parte de la juventud, lo mismo que aplicarlo a la consideración del clima. Lu Hsin, que había sido tantas cosas, estaba seguro de no haber podido nunca ser bueno en la meteorología. Para él, los avatares de la atmósfera constituían bloques; habría creído ofender al aire desmembrándolo en elementos mecánicos.

Un día hablaban del tema en el invernadero que ahora ocupaba todo el fondo del patio (dentro de él Lu Hsin cultivaba flores silvestres: había llegado a formar una colección completa de las especies de la provincia, unas quinientas). Charlaban sentados frente a la mesita plegadiza que Lu llevaba de aquí para allá, en la que había escrito su vasto tratado de agricultura. A través de los vidrios del techo, miraban el cielo gris y amenazante.

– ¿Ha oído hablar de la fuerza Coriolis? -le preguntó Hin.

– Sí, claro. Hace muchos años.

– ¿No es interesante?

Lu no respondió. Nunca respondía a lo interesante. Hin, que lo recordó de pronto, siguió:

– A nadie debería habérsele ocurrido pensar que la fuerza de gravedad podía actuar sobre el viento también.

– A mí se me ocurrió.

– ¿Antes que a… el señor Coriolis?

– Coriolis fue un caballero que falleció hace doscientos años.

– Ah. Creía que era un norteamericano. -Se quedó pensativa un momento-. Pero si la tierra puede desviar los vientos por la mera atracción de su masa, ¿no debería desviarlos siempre en la misma dirección?

– Es lo que hace -dijo Lu.

– ¿Hacia abajo?

– Por supuesto.

– ¿Entonces un viento en estado puro debería correr perpendicularmente a la tierra?

– En la eternidad, sí.

– ¿Y la ley de Coriolis no podría generalizarse?

A Lu le pasaron fugazmente por la cabeza algunas cosas, pero fue terminante:

– En la meteorología, nada se generaliza.

En ese momento, para su inmensa sorpresa, vio aparecer una sonrisa seria en el rostro de Hin. Como si hubiera logrado hacerle decir algo en especial. Pero no era un gesto irónico, todo lo contrarío. Esperó a que volviera a hablar.

– Nunca he olvidado la ocasión en que usted me dijo, hace muchos años, cuando yo era una niña, que la gravedad del sol podía atraer, y mantener atraída, esa gran explosión que es el sol.

– No es una metáfora -dijo Lu prudentemente-. Sucede así en realidad. Cuando te lo dije, supongo que era una hipótesis, ni siquiera entonces era una metáfora; hoy día, lo han probado fehacientemente los astrofísicos.

– ¿Por qué no acepta las metáforas, o las alegorías? Me parece notar un matiz defensivo en su voz. ¿Acaso nuestra vida misma no es toda metáfora?

– Detesto la unidad -dijo Lu-. La vida es múltiple, detallada, dispersa. La metáfora lo coagula todo, horriblemente. Y por otro lado, como bien sabes, nunca he amado al sol.

– Para los occidentales -dijo Hin, que no dejaba pasar oportunidad de mostrar lo que sabía- el sol es el símbolo del Bien.

– Si es símbolo, no puede serlo sino del Bien. Todo eso, me deja frío -resumió Lu, haciendo una metáfora (y una paradoja, además) sin proponérselo.

Un par de noches después, Hin volvió a casa deprimida. Había vuelto a llover, increíblemente, y su bello castillo de razonamientos preventivos estaba a un tris de no poder adaptarse a las circunstancias.

– Todo es tan inútil… -decía, cabizbaja.

Lu trató de animarla:

– No pasará nada. Esta noche revisaremos todos los cálculos, y si quieres mañana puedo ir yo mismo a hacer una evaluación. Se salvarán, podría apostarlo. -Y citó, con una sonrisa, el refrán-: «Yerba mala, nunca muere».

Hin no pudo contener la risa. La gente de la aldea se reía de las remolachas. La plantación se había hecho a título experimental, lo que legalizaba todos los azares. El problema desde el comienzo había sido la extensión desmesurada del plantío. Los chistosos lo llamaban «Europa», en una alusión napoleónica. También decían: «¿Le pondremos azúcar roja a todo el té del mundo?». Lu Hsin era inagotable en sus humoradas sobre el tema.

– ¡De acuerdo! -exclamó la joven-. Esas plantas son ridículas. ¡Pero no son sólo ellas! ¿Y yo? ¿Debo anegarme en lágrimas también, cada vez que llueve?

– La lluvia es buena para el campo.

– A veces, señor. A veces.

Lu se quedó pensando un rato, y después declaró con firmeza:

– La producción no existe.

Hin tardó en asimilar la idea. Tuvo que extraerse de sus pensamientos melancólicos, para ponerse a tono con la alta abstracción de lo que le decía Lu Hsin. Era hábil en ese tipo de maniobras. En unos segundos, le mostraba su dulce rostro redondo vacío de sentimientos.

– ¿No existe… nunca?

– No diría tanto, quizás. O sí. Pero estoy seguro de que la juventud puede llegar a envenenarse con la idea prematura de la producción.