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– ¿Por qué prematura?

– Porque son jóvenes. La idea de la producción debería ocurrírsele sólo a gente madura, que ya haya aprendido que no existe.

– ¡Pero es absurdo, es un círculo vicioso!

– Nada de eso. Algún día lo verás tan claro como yo.

– ¿Acaso no somos nada, no somos un producto? -dijo Hin-. ¿Acaso no queda nada de todo lo que hacemos?

– La respuesta -dijo Lu Hsin- es negativa en ambos casos.

Hin no se apresuró a manifestar ninguna objeción. Tomó por la punta un larguísimo tallarín, ya frío, de su plato, y se lo dio al gato. Era increíble el modo en que el animalito sorbía los cuarenta centímetros de ese filamento de comida.

– Yo creía haberme hecho a mí misma. Y, por lo mismo, creía estar haciendo cosas útiles.

Lu levantó el índice al hablar:

– Una doncella no hace nada».

Hin lo miró sorprendida, y él se excusó:

– Es un viejo proverbio. ¿Nunca lo habías oído? No, por supuesto, es un proverbio muy viejo.

– ¿El señor Lu -dijo ella eligiendo cuidadosamente las palabras (había pasado, del dialecto, al pequinés)- piensa en el momento en que Hin se entregue a un hombre?

– Ese pensamiento -dijo sonriendo- sería mi forma de producción. Y de contradicción. -Se quedó callado un momento, como vacilando entre responder o no. Al fin se decidió por la afirmativa-: Sí, lo pienso. O al menos -se rectificó- eso creo.

Lo cual hizo que en el rostro de Hin apareciera una sonrisa seria. Por cuarta vez en el año, contó Lu, que ignoraba que sería la última en esa etapa de su vida.

Pocos días después, en una aldea vecina, hubo una representación de la Ópera Provincial, y Lu accedió a acompañar a Hin, que iría con todo el grupo de jóvenes que trabajaba en las malhadadas remolachas; éstas habían superado el peligro acuático más inminente, pero por algún motivo su crecimiento se había detenido. Habían pensado en tonificarlas, pero no se les ocurría cómo. Lu había sugerido emplear luz, la luz rosa del crepúsculo.

Debían hacer el trayecto en tren. La función empezaba temprano, a una hora en que todavía había luz de día, en invierno. Era una medida previsora en vista de la duración desmesurada, verdaderamente didáctica, de la obra. Lu Hsin ya la había visto, lo mismo que gran parte de las asistentes a la velada, pero por su índole desmitificadora valía la pena volver a frecuentarla. Se trataba de El Dragón de Verdad, una de las piezas más populares de los últimos tiempos. Por lo menos, valía la pena ver por segunda vez al dragón. Con una visión el mensaje quedaba incompleto.

La idea del argumento, como es bien sabido tratándose de un clásico moderno, consiste en la aparición legendaria, pero esta vez «real», del monstruo imaginario que más ha aparecido en la China, el dragón. La moraleja: cuando una fantasía se ha repetido tanto que el sentimiento de la irrealidad ha llegado a embotarse, es preciso despertar a la gente. Y no se la despierta convenciéndola de una vez por todas de lo que ya está convencida, esto es, de que lo fantástico no es real, sino todo lo contrario: poniéndole el dragón bajo las narices, en todo su esplendor flamígero. Lu sospechaba que en la trama había algo demasiado sutil, que la hacía imposible, pero eso no hacía sino aumentar el placer de volver a verla.

Porque no se trataba de pensar el asunto; había que hacerse presente, ocupar la butaca. En el teatro convencional, hacer aparecer al dragón ya era bastante complicado; aquí, donde su aparición constituía el toque realista, cuando las canciones se silenciaban, se retiraban las lentejuelas de la lluvia y se apagaban las luces de supuestas lunas y soles ponientes, resultaba algo más que difícil. Lu Hsin no le sacó los ojos de encima, todo el tiempo que estuvo en escena. Mirar fijo al dragón, era el gesto más inmemorial de los campesinos; tanto, que se confundía con su empleo del tiempo. Y se le ocurrió que, al fin de cuentas, ese dispositivo de ultrametáfora y alambre, que escupía fuego griego y daba coletazos sobre el tablado, era real. Lo que los autores de la obra habían ocultado en los dobles fondos de su mensaje, era que el dragón siempre existía. En ese caso, eran artistas de verdad: no les importaba pasar por estúpidos.

Al salir del teatro, como era bastante tarde, fueron directamente a la estación. Los jóvenes condiscípulos de Hin se pegaban a Lu como un enjambre de moscas; no querían perderse una palabra, bebían con avidez sus comentarios para repetirlos al día siguiente. Para ellos era un prócer, una leyenda viva, el autor de «La espera pueril», el texto más reproducido en los dazhibaos de todo el país. Una vez en el tren, agotado el tema de la obra, al menos por el momento, y a partir de su carácter didáctico, la conversación viró hacia la política educativa.

En respuesta a la atención de los jóvenes, Lu Hsin se hallaba inspirado. La función de teatro, además de llenarlo de ideas, había actuado como un alcohol sobre sus nervios. No defraudó a su auditorio, pues en el curso del viaje se hizo tiempo para improvisar una persuasiva teoría, que expuso en resumen, sin entrar en excesivos detalles.

Sobre la educación, creía que las reformas que se instaba a la gente a pensar y proponer eran inconducentes, y peor todavía, inhibían un pensamiento eficaz sobre el tema. El mero concepto de «reformas» chocaba con el de «pensamiento». Pensar era un gesto muy radicaclass="underline" podía tener por objeto lo que no existía, exclusivamente, y en modo muy fugaz. Y la educación existía. En tal caso, quedaba por hacer una sola cosa, a su juicio muy razonable, y para nada utópica (utópicas eran las tímidas reformas): invertir completamente el curriculum, adecuando de modo algo más razonable los datos. La universidad debía venir primero, para párvulos de tres a cinco años. El infantilismo universitario venía como anillo al dedo a esa edad: la especialización obsesiva, el «interés» personal subjetivo, el profundo pozo de ciencia sin relación alguna con nada ajeno a él, la repetición (el discurso ya oído, pues las ciencias no se inventan cada vez), el saber útil de utilidad inmediata, para «vivir» con él, los lenguaje científicos con sus palabras tontas y sonoras, la universidad-ciudad, el mundo aparte, y sobre todo las reivindicaciones estudiantiles y la política en los claustros, que tomaban sentido puestas en práctica por el infante caprichoso y tiránico, Su Majestad el Niño.

Entre los seis y los doce años, el Colegio Secundario, cuyas características se adaptaban inmejorablemente a la edad, la del despertar de la inteligencia: el enciclopedismo, que al fin tendría alguna utilidad como método de aprendizaje de la lectoescritura, la sucesión al azar de los profesores a lo largo de una larguísima mañana (o una tarde) de aburrimiento, y era la edad del aburrimiento, el desprecio por el saber, la busca deportiva de resultados, es decir, de las notas.

En este punto, decía Lu Hsin, se completaba la etapa obligatoria, y los que interrumpieran aquí sus estudios ya estarían preparados para la vida, para la estupidez y burocratización profundas e inerradicables de la vida en sociedad, que constituían un dato tan existente como la educación misma. Para las elites de la inteligencia y el esfuerzo, venían las etapas siguientes.

En primer lugar, la Escuela Primaría para adolescentes de trece a diecisiete años. Sus programas conllevaban los elementos de un saber ya elevado: una introducción al uso de los materiales, cuadernos, carpetas, lápiz, tinta, la cartuchera, el sacapuntas, la escuadra, los lápices de colores; el aprendizaje de la lengua, silabarios, libros de lectura; los números; disciplina en el aula, prolijidad, cuidado de los útiles; los recreos, y una primera aproximación a la gimnasia.

Por último, ya en el nivel más alto, y sólo para quienes, entre los dieciocho y los veintitrés años, mostraran capacidades para ello, el Jardín de Infantes, donde se cultivaban las más altas potencias del hombre: las artes: música, pintura, modelado, teatro, fábulas; el uso del cuerpo: juegos libres, el arenero; la socialización: paseos, pernoctadas, cumpleaños; y, en materia edilicia y de amoblamiento, el mundo a la medida de la persona.