Los jovencitos lo escuchaban boquiabiertos: un nuevo mundo se abría ante ellos. El tren atravesaba la noche china, directo a su destino. Lu Hsin nunca lo supo, pero uno de sus ocasionales oyentes, al tiempo que miraba las negras profundidades de la ventanilla, donde se reflejaba todo el grupo, y cuando todavía resonaban en sus oídos las últimas palabras del maestro, desarrolló sobre ellas una involuntaria ensoñación: un mueble demasiado grande o demasiado pequeño podía no tener consecuencias en la vida corriente, pero el mismo defecto en una tacita podía hacer eterna la hora de tomar el té. El tren llegó.
En la estación se dispersaron, cada cual con rumbo a su casa. Como Hin no había traído linterna, algunos se ofrecieron a alumbrarle el camino a ella y a Lu, pero éste declinó el ofrecimiento. La luna, que en ese momento asomaba por sobre las montañas, haría con creces su papel de fanal portátil. Los jóvenes, con apuro de liebres, recogieron sus bicicletas que habían dejado a cargo de los empleados ferroviarios, y partieron veloces. La niña y el sabio salieron caminando por el sendero que prolongaba el andén y bajaba a la aldea.
Era una noche fría, pero no demasiado. Las lluvias parecían haber caldeado el invierno, y las nieves habían pasado casi inadvertidas. De no haber sido una exageración, podrían haber dicho que ya se anunciaba la primavera. Por el cielo corrían unas nubes alargadas, que sólo la luna había venido a hacer visibles. Sus bordes azulados cortaban el negro intenso de la atmósfera.
Abajo, en la tierra, todo era extraño. No tenían el hábito de los paseos nocturnos (la gente de campo nunca lo tiene), y a esta hora, las cercanías de la aldea les resultaban irreconocibles como un país extranjero. Pero eso, a su vez, sí les era habitual y conocido: los chinos tenemos distintos mundos superpuestos, a nuestra disposición, al alcance de la mano podría decirse, y lo más fantástico está bajo una imperceptible capa de luz, incluso nocturna, o de laca cotidiana.
– ¿Y si se nos apareciera el dragón? -bromeó Hin.
– Si fuera real…
– Debería serlo, después de todo lo que se dijo esta noche.
Las voces resonaban en el metal nocturno, en el frío, en la nada que envolvía todos los mundos. Hin tenía una voz tenue, pero con una resonancia vigorosa que la hacía muy diferente de las voces habituales. La de Lu en cambio era completamente opaca, convencional.
– Si saliera de la oscuridad, frente a nosotros -insistió Hin-, ¿qué haríamos?
– ¿Qué podríamos hacer? Nada. Cualquier cosa. Lo que hacemos siempre.
– De todos modos, no podría dejar de haber una reacción.
– Eso es inevitable. Siempre reaccionamos a lo que sucede.
– Pero está la noche -dijo ella mirando a su alrededor. Como a muchos jóvenes muy jóvenes, la ruptura de los horarios acostumbrados le producía un estado de euforia-. La noche es apropiada para la venida de los seres… dudosos.
Lu Hsin soltó su vieja risita de mandarín, el único recodo de su voz donde había una resistencia a lo opaco:
– La noche, niña, es lo que está en el fondo de una mirada. Y las miradas son las fundas de la luz, que se dan vuelta siempre al sacarlas. Por eso la noche, y los dragones, siempre están apareciendo.
– ¡Creí ver unas florcitas blancas! -dijo Hin tras una pequeña exclamación de sorpresa. Se había detenido, y volvió unos pasos atrás mirando el suelo -. Habría jurado que brillaban… -musitó para sí misma, decepcionada.
– ¿Estaban desarmadas? Sería el Hannokan.
– Me pareció que parpadeaban.
Eso le interesó más a él. Ya habían reanudado la marcha, renunciando a hallarlas.
– ¿Parpadeos? ¿Como vistas de costado?
– Por el contrario. Me pareció verlas a mis pies. Quizás las pisé sin querer.
– ¿Unas florcitas de corola redonda, entonces?
– Sí… Diría que redondas.
– En ese caso, podrían ser unas viejas conocidas mías.
– ¿Cómo se llaman?
– El nombre no te diría nada. Desde hace tiempo sospecho que tienen cierta fosforescencia preliminar. Mejor dicho, la deduje de su dispositivo de polinización, pero nunca he podido probarlo. Flores con señales luminosas, es casi obvio que existan, al fin. No sabemos gran cosa de la flora nocturna.
– Pero debería ser muy fácil de demostrar -dijo Hin, asombrada por esta especie de desaliento en alguien tan emprendedor-. En una cámara oscura.
– No, qué va. Habría que intentarlo con espejos.
– ¡Claro, con espejos!
– Es fácil decirlo. Pero manipular espejos en la oscuridad es lo más engorroso que hay.
– Con dejar uno afuera…
– ¡Ja! Un espejo afuera, y un reflejo adentro. Me falta paciencia.
Fueron en silencio unos metros, hasta que Hin hizo una declaración intempestiva:
– El dragón no mira.
– No -dijo Lu Hsin-. Es una pura presencia lumínica. Ni siquiera acecha.
– Igual que esas florcitas.
– No creas -dijo la voz de la experiencia-. No creas.
Ésa era la virtud del dragón. Después de todo, sí se les había aparecido. La idea se volvió turbadora de pronto. En efecto, estaba la posibilidad de que el dragón apareciera. Pero, pensó Lu, era una posibilidad tan incalculablemente remota que lo contaminaba todo, todo en la noche que envolvía los caminos familiares con su velo de extrañeza. Y cuando todas las cosas se habían vuelto imposibles, el dragón brotaba de la tierra. Más que un razonamiento, era un método: la educación de los niños chinos, con un juguete didáctico grandísimo.
Sin deliberación alguna, habían tomado el camino que se transformaba en la calle donde vivían, aunque era un poco más largo que el otro, que cruzaba por el centro de la aldea. Era un rumbo tan familiar que Lu habría podido recorrerlo con los ojos cerrados; era el camino de toda su vida. Pero no fue necesario cerrar los ojos: el claro de luna bañaba a lo lejos las laderas de las montañas, y más cerca, proyectaba las sombras de ellos dos en el suelo. Cuando llegaron al borde del terraplén desde el cual comenzaban a bajar, tuvieron un panorama de la aldea dormida, y de su casa, con la brillante cinta de vidrio que era el techo del invernadero.
– Es como un día -dijo Hin.
– Es una luz engañosa -opinó Lu Hsin.
– No -dijo por su parte Hin-. Yo podría reconocer…
Y en esa palabra la frase quedó interrumpida. Por casualidad (estaba algo más adelantada) él había quedado mirándole la cara. Ella se volvió y lo miró a su vez. Por un azar de su disposición, la luna daba en los dos rostros. Y Lu Hsin pudo ver que en el de Hin no estaba la sonrisa seria. Era el único en el mundo que podía verla; luego, era el único que podía ver su falta. Los rasgos de Hin estaban vacíos de toda expresión, hasta de la más secreta. Todo pareció deslizarse hacia el pasado, incluido el tiempo mismo. Y fue entonces, no antes, cuando Lu Hsin, que se había equivocado tanto, supo qué era el amor. Su vida entera se borró súbitamente en el resplandor discreto de la luna. Ya ni siquiera eran errores o aciertos; no era nada, simplemente.
El resto fue trivial y cortés; se casaron para las fiestas de la primavera. Tienen dos hijos, el mayor ya en la universidad. Lu Hsin cumplió setenta años hace poco, goza de excelente salud, y sus trabajos prosperan. Actualmente dirige un proyecto comunal de forestación de altura en las montañas Verdes.
15 de enero de 1984
Biografia
César Aira nació en Coronel Pringles el 23 de febrero de 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires, en el barrio de Flores. Ha publicado, entre otros, los siguientes relatos: La liebre, El llanto, La prueba, El volante, Cómo me hice monja, La costurera y el viento, Los dos payasos, Taxol, La fuente, La serpiente, La mendiga, La trompeta de mimbre, El Mago, Varamo, Cumpleaños, Fragmentos de un diario en los Alpes y El Tilo. Entre los ensayos: Copi, Alejandra Pizarnik, Las tres fechas.
Las ediciones postumas de la obra Osvaldo Lamborghini están a su cuidado. También es traductor. Publicó además el Diccionario de autores latinoamericanos.