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– No entiendo de sutilezas técnicas -dijo Wen Tsi, que se proponía demostrar precisamente que las entendía mejor que su interlocutor- pero si he podido entrar en la discusión, y apreciar la peculiar ambigüedad…

– ¿Llueve? -preguntó Lu levantando la cabeza de su taza de té.

– Mmm… así parece -dijo brevemente el señor Tsi, y prosiguió-:… de su desatar los hilos antiguos de la etiqueta de los movimientos amplios de la naturaleza…

Su perorata, por un súbito mimetismo, tomaba la cadencia aburrida del ruido de la lluvia. Con su paso bamboleante, el señor Hua había ido a la ventana. Efectivamente, estaba lloviendo, y se preguntaba cómo lo habían adivinado, pues era un movimiento atmosférico tan mudo como el desprendimiento del polen. Pensó que la casa de Lu Hsin era un buen refugio, en cuyo interior se extinguían los ruidos, pero no tanto como para ocultarles el inconveniente de volver a sus casas, pues no habían traído paraguas; y como era primavera, inevitablemente se formarían charcos. Se quedó un momento en la ventana, vagamente incómodo.

Los tres amigos se reunían por lo menos una vez a la semana en casa de Lu. Uno de los temas sobre los que volvían siempre era el que los ocupaba en esta ocasión: un pintor de la época de decadencia de los Ming (principios de siglo XVII), Chen Hong-Cheu, de Che-Kiang. Su obra, especialmente su famosa serie de retratos, pero también sus escenas imaginarias, paisajes e ilustraciones de situaciones búdicas, mostraban rasgos acentuados de deformación, como en ningún otro artista de su época. Deformaciones tan constantes, y por momentos tan enigmáticas en cuanto a sus finalidades estéticas, que desde entonces se discutía sobre la realidad de sus dotes; bien podría haber sido, decía la voz escéptica de cada cual, que Chen hubiera sido un fraude, un torpe. La duda volvía más fascinante su obra, y el encanto hacía más difícil la resolución de la alternativa.

Aunque aldeanos, los tres amigos no posaban de eruditos; tenían la elegancia suficiente como para reconocer, siquiera implícitamente, que ponían en Chen Hong-Chen sólo sus deseos de conversar y las fluctuaciones de su imaginación.

Lo cual se probaba ahora mismo. La visión de la lluvia había causado melancolía en Hua, y se le ocurrió algo novedoso sobre el tema:

– Quizás -dijo- no es necesario que nos interroguemos sobre la verdad del estilo de Chen. Quizás bastaría con adivinar sus estados de ánimo.

Los otros dos lo miraron intrigados: después de tantas sutilezas, eso parecía un retroceso notorio.

– Las dos cosas van juntas -dijo suavemente Wen Tsi.

– En efecto. Pero no necesariamente para nosotros.

Lo pensaron. El dueño de casa volvió a servir té. Tenía una bata de sarga y un gorrito con el que cubría su calvicie bastante avanzada cuando temía que podía pescar un resfrío. Los tres encendieron cigarrillos, y consideraron el volumen de luz que entraba por las dos ventanitas de la sala. Era una luz gris, con cierta humedad por contagio imaginario: la luz peculiar de la lluvia, con su extra de esplendor, siempre tan discreto.

– Los estados de ánimo -dijo el señor Lu- son de quien los experimenta, efectivamente. Y con un estilo sucede lo mismo. Sólo que en ocasiones el estilo, como un dragón, se desliza sobre los estados de ánimo de la humanidad entera, como la luz sobre los objetos…

Hua sacudía la cabeza con gesto fatalista:

– No era a eso a lo que me refería.

Hua, pensaban sus dos contertulios, era un melancólico; por dentro era una verdadera señora; la forma de sus ancas no desmentía su modo de sentarse en el mundo.

Uno de los gatos se hizo notar de pronto, con un pequeño maullido. Como si lo hubiera oído, desde afuera respondió un pájaro, de los que se refugiaban en el alero de Lu los días de lluvia: una golondrina. El gato fue al centro de la sala, y lo siguió perezosamente el otro; los dos eran de un blanco amarillento, uno de ellos con máscara negra. El primero saltó al vano de la ventana y miró un instante, tal como lo había hecho Hua. Después volvieron a sus almohadones. Los sobresaltó un aleteo, y quedaron un rato con las orejas erectas. Había huecos en la inserción de las vigas del cielo raso, y las golondrinas debían de estar presentes también en la reunión, aunque ocultas.

Fue el turno de Lu Hsin de dar su propia opinión sobre el caso:

– A mi juicio, lo que propone Chen con la ambigüedad de su destreza, es nuestra comprensión. Se supone que al fin de una larga o breve deliberación ante sus obras, deberíamos llegar a una comprensión: es real, o es un fraude. Pues bien, en un sentido u otro, nuestra conclusión será incomunicable, por cuanto la comprensión misma es incomunicable. Y no me refiero a una pedagogía… Lo incomunicable lo es para con uno mismo. De ahí que somos nosotros mismos los que no comprendemos nuestra comprensión. -Hizo una larga pausa-. La misión del artista es hacernos comprender eso al menos, y creo que Chen lo hace bien.

Sus amigos asintieron.

Hua había seguido de pie (de hecho, uno de los gatos había ocupado su asiento) y había vuelto a la ventana. La lluvia era hermosa, aunque lo que veía era un paisaje anodino: la calle que se embarraba cada vez más, las casas de los vecinos, el gingko inmóvil de Lu, y arriba el ciclo uniforme, de un gris casi blanco. De pronto vio a dos mujeres que caminaban sin apuro por el medio de la calle, y eso le hizo pensar que en realidad no debía de estar lloviendo muy fuerte. Miró un charco redondo que se había formado en el patio delantero de la casa: caían gotitas constantes pero muy pequeñas. Después alzó la vista: las mujeres seguían aproximándose y ahora las veía con claridad. Por la apostura, eran dos montañesas: pequeñas, regordetas, con los gorros en punta y las trenzas unidas atrás. Una de ellas era mucho más gorda y alta, la otra debía de ser una niña; pero se parecían, como se parecían todas las montañesas entre sí, al punto de hacerse indiscernibles. Las dos traían capas de goma, y cuando se entreabrían los bordes Hua podía ver el traje multicolor de sus etnias. Era la ropa anticuada que les era peculiar… Y que lo anticuado fuera pobre o no, dependía de los grandes movimientos de la cultura, estaba fuera de los gustos personales. En este caso, estaba en el punto preciso de la neutralidad: lo anticuado ya no era signo de riqueza como antaño, y todavía no era señal de atraso como seguramente lo sería dentro de pocos años. Ese frágil equilibrio era la señal más patente de que el país había entrado al fin (¿después de cuántos milenios?) en la Historia. Todo eso ponía horriblemente triste al matronil señor Hua. Eso, y que tuviera que mojarse para volver a su casa.

Ya sólo esperaba que las mujeres pasaran de largo para volver a sentarse, cuando las vio, con considerable sorpresa, entrar por entre los sauces del señor Lu. Desaparecieron de su campo de visión y un instante después se oyó la campanilla, que hizo aletear a los pájaros ocultos y maullar a los dos gatos.

– Son dos montañesas -dijo ante la mirada interrogativa de los otros. No se imaginaba qué podían venir a hacer.

Lu se levantó con agilidad y puso la tacita en la bandeja con cierta torpeza:

– Oh -dijo-. Son la señora San, y Bao.

Salió a atenderlas. La puerta del frente daba directamente al exterior, apenas disimulado por un biombo bajo. Los dos caballeros sentados vieron por encima el gorrito de Lu, en la luz, y sintieron la corriente de aire. Los dos gatos desaparecieron. Se oía una conversación en voz baja, con consonantes gruesas por parte de la voz femenina. Duró poco. La puerta se cerró y tras un instante de absoluto silencio apareció Lu, ligeramente encorvado. Traía en las manos tres melones silvestres, del tamaño de ciruelas grandes. El señor Tsi arqueó las cejas: esos melones, bastaba con salir a buscarlos. Era curioso que a alguien se los trajeran bajo la lluvia.

Lu volvió a preparar té, y como comenzó a llover con más fuerza insistió en que sus amigos se quedaran. Puso un disco en el fonógrafo, y encendieron más cigarrillos. La incomodidad del incidente, si es que no había sido una ilusión, se disolvió pronto. Tanto, que sus amigos arriesgaron algunas ironías, muy veladas. Quizás esa señora a la que no habían visto prácticamente, gozaba de las simpatías del señor Lu. (Callaban la otra posibilidad, mucho más fehaciente: que la señora vendiese los favores de su hija adolescente casa por casa, como se sabía que hacían las montañesas, y el retraído señor fuera uno de sus clientes.)