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Uno de los gatos, el de la máscara, por algún motivo prefería al señor Wen. Lo que no dejaba de ser curioso, pues este hombre era seco y sin simpatía alguna. Pero el animalito venía siempre a sus pies, se hacía un lugar en el asiento, se frotaba contra él. De ahí sacaron ciertas reflexiones suavemente burlonas:

– Es impredecible la simpatía de los genios de la naturaleza…

Sé reían, y oían la voz de Yvette Gilbert en los viejos discos, ligeramente ronca y con su dejo de misterio.

Afuera llovía, y con el caer de la tarde la luz disminuía en intensidad, aunque no en brillo, y las golondrinas misteriosas combatían en sus refugios del techo.

Esa noche después de cenar, Lu Hsin reflexionaba en lo que había sucedido. A esta hora el negro cerrado de la noche promovía el pensamiento, incluso con cierta densidad que él se permitía de vez en cuando. Se preparó un té y salió a beberlo al patio. Había dejado de llover al anochecer, y los vientos del este habían barrido las nubes. Era una noche sin luna, pero diseminada de astros muy brillantes. Caminó hasta abajo del gingko y miró el cielo entre sus delicados encajes de follaje. Dejaba que el vapor de su tacita de te subiera hasta las pequeñas hojas palmeadas, esa humedad caliente aterciopelada por la luz de acero de las estrellas.

Los giros de burla reticente en sus amigos le habían dado una idea… aunque todavía no sabía bien cuál. Como muchos seres extremadamente inteligentes, actuaba siempre por reacción. Sólo que elegía cuidadosamente (y en este punto no estaba para nada entregado a las manos con frecuencia torpes del destino) las circunstancias a las cuales reaccionar.

Desde hacía un tiempo, unos meses, un año todo lo más, no había llevado la cuenta, Lu había concebido una pasión violenta por Bao, la hija de la montañesa que le traía ágatas. Pero había descartado ese sentimiento como un sueño o una fantasía, algo que en realidad no le sucedía enteramente a él… pero podría sucederle. No excluía la posibilidad. Era una jovencita de catorce o quince años, que casi nunca hablaba. Lu Hsin había mantenido el contacto con la madre aun cuando no necesitara su provisión, e incluso había llegado al absurdo de comprarle frutos silvestres, simulando una predilección que no existía.

Ahora, gracias a la intervención casual de sus invitados esta tarde, vio de pronto que podía ir al otro lado de su burla, perfectamente… Al otro lado incluso de sus sospechas, si es que las habían concebido.

Había algo que volvía irreal a Bao, algo que de todos modos resultaría difícil (en rigor, imposible aun al más largo plazo) de superar, y era lo que hoy día se llamaba, siguiendo la moda francesa, la cuestión racial. Bao era una típica montañesa, casi indiscernible de las demás, y en ese caso, ¿cómo podía decir que se había enamorado de ella? Bao misma se perdía en la multiplicidad que representaba, o que otras representaban por ella.

Bebió un sorbo de té, y salió de abajo del gingko. Aun en la oscuridad podía desplazarse por su patio sin tropezar. Sólo que sentía la humedad bajo las sandalias. Dio la vuelta a la casa que era en realidad una casa de muñecas, no sólo por pequeña sino por la vida ligeramente fantástica que llevaba en ella su dueño solitario y pensativo, sin el ancla de un trabajo penoso: era precisamente, pensó, la irrealidad que caracterizaba todo el caso. Desde la huerta del fondo podía ver las montañas. Cuando alzó la vista hacia ellas le sorprendió ver la luna, plena y muy brillante, rodeada de halos superpuestos, sobre los picachos lejanos. «Así tenía que ser», pensó con una sonrisa, «una noche sin luna, con la luna brillando en el cielo.»

Las montañas se alzaban muy cerca, pero no interrumpían la visión sino que se multiplicaban sobre el plano y se extendían a lo lejos, casi como si se las contemplara desde lo alto, al modo chino. Estaban calladas, ausentes, con nieblas propias. La oscuridad las hacía más pequeñas; pero eran grandes, muy grandes. La cadena era todo un país por su amplitud y por su sociabilidad. Los montañeses eran pastores autosubsistentes: desde las ciudades se los veía como un reto a la vida cotidiana, y últimamente una amenaza a la Revolución, aunque de esto nadie estaba seguro; la mala conciencia los presuponía desdeñosos. Eran los proletarios absolutos, y quizás podrían llegar a reírse de los ciudadanos convencionales y civilizados que iniciaban el trabajo de salir de un estado del que ellos representaban el paradigma.

Las mujeres eran las únicas que bajaban a comerciar a las aldeas de Hosa, y del otro lado, a Hen Kio P'ao: fuertes, sólidas, con algo de inaccesibles. Los ojos muy separados, las orejas inverosímiles de tan pequeñas, el pelo brillante siempre peinado igual, en dos trencitas que se unían en la nuca, y las camisolas de colores. Se decía que provenían del tronco originario manchú, pero era un rumor difundido por los cronistas antiguos, viciados de imbecilidad.

Lu terminó su té, echó una última mirada a la luna que parecía rodar impulsada por el aliento de los dragones, y se fue a dormir, pensando que por efecto de la ironía de sus amigos se había enamorado al fin.

Durante los meses que siguieron, Lu volvería a mirar con frecuencia las montañas, lleno de ensueños vagos que no trataba siquiera de explicarse. Cuando trabajaba en la huerta, solía sentir de pronto la súbita impresión de que debía mirar algo, algo sumamente interesante, y un repentino blanco en la mente le hacía ignorar de qué se trataba… Al alzar la cabeza veía inmediatamente la forma de las montañas y recordaba.

No hizo nada para ver a Bao con más frecuencia. Cuando venían la madre y la hija, él las atendía brevemente, hablando siempre con la primera, a la que poco a poco llegó a encontrarle cierta belleza; se decía que podría amarla: por lo pronto, amaría a Bao cuando tuviera su edad, y sería exactamente como era ahora la madre (no podía ni quería imaginársela distinta); pero para ello debía esperar todos esos años, y esperar con amor, no hacer ya el cortocircuito. De modo que, concluía, no podía amar a la madre. La muchacha permanecía callada, pero seguía la conversación con ojos vivaces; si es que podía hablarse de conversación. Se entendían penosamente. Lu Hsin no hablaba el dialecto de las montañas; ellas en cambio sí hablaban pasablemente el chino franco, con brutales deformaciones de acento. Era curioso pensarlo, pero esas mujeres eran bilingües, y lo eran por una cuestión práctica y cotidiana. Él en cambio sabía cinco o seis idiomas, muy lejanos, pero los utilizaba con fines tan volátiles como leer a Kant, o a Stendhal, en sus respectivos originales.

Los encuentros eran siempre expeditivos: algún intercambio de las rústicas gemas de los arroyos, o de hierbas (parecían confundirlo con un farmacéutico); Lu era invariablemente cortés, como lo era con todo el mundo. Cuando por casualidad veía a alguna otra montañesa por la aldea, sentía cierta impaciencia consigo mismo. Pensaba, sin entrar en detalles, que bien podía darse la circunstancia de que confundiera a su supuesta amada con otra.

Así pasaron las estaciones: el verano, el otoño… Las nieves fueron tempranas este año, y pasaron meses sin que las mujeres bajaran a la aldea. Se preguntaba dónde estarían. Las montañas estaban casi constantemente envueltas en frías nieblas, y todo parecía más lejano. A veces veía a otras montañesas, e incluso una vino a ofrecerle ágatas. Le preguntó por la señora San, y la respuesta fue inconducente. Cuando el tiempo mejoró, volvieron. Nada había cambiado.

Por momentos se preguntaba si realmente estaría enamorado. A veces dejaba jugar su pensamiento: la señora San era atractiva, y más de acuerdo a su edad (quizás incluso fuera menor que él). Podía tener marido, pero también podía no tenerlo. ¿Y si le ofrecía que viniera a vivir con él, como su concubina? Apartaba la idea con una sonrisa interior. No, no tenía sentido.