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Se trataba, en fin, de otra cosa: antes de pasar, como había soñado con hacerlo, a la faz práctica, debía resolver la posibilidad misma de su amor, en los términos más generales, y desde los principios mismos. Cuando llegó a esta conclusión, supo que la joven Bao Jin se perdía definitivamente de su pensamiento; la imagen de la joven, que él había leído en el cielo durante largos meses, se escapaba por un desagüe misterioso, y ya no quedaba nada por hacer con ella. Se sintió invadido de una pacífica indiferencia.

Mientras tanto, sus ocupaciones en la comisión de estudios lo habían llevado a otros campos, entre ellos el de la educación pública. Se adelantaba a sus conciudadanos, que no veían en el riego otra cosa que una multiplicación de la suculencia de la tierra. Lu Hsin se asombraba de que no presintieran todo lo que sobrevendría en términos de efectos. Se entusiasmaban con el presente, y no comprendían que adelantarse era el único modo de estar en el presente. Su mente siempre había funcionado así. Redactó un complejo programa de educación que había preparado él solo, en algunas vigilias meditativas. Había ideado un curriculum totalmente novedoso, espiralado alrededor de dos núcleos correlacionados: la botánica y la climatología. De ese modo la enseñanza se regionalizaría inevitablemente, y el Partido dispondría de cuadros idóneos para la respuesta a los cuantiosos enigmas que provocaba una red burocrática extensa, a la vez fluida y flexible, y que respondiera al menor sismo en las remotas distancias.

Hacia mediados del verano tomó la resolución de viajar a Pekín a exponer su programa de innovaciones; había recibido repetidas invitaciones para hacerlo. El día de la partida fue a la estación de Hosa-Han al mediodía a esperar el tren que lo llevaría a la capital de la provincia. Hacía un intenso calor, y el silencio del campo se extendía sobre la pequeña estación. El señor Lu era el único que esperaba, bajo un paraguas. No llevaba mucho equipaje, sólo un bolso de rafia con una muda de ropa. Había venido caminando con bastante anticipación, y acababa de tomar dos tazas de té con el jefe de la estación. Tenía la vista clavada en los ríeles, que a cierta distancia se volvían un puro resplandor lineal, y se sentía algo adormecido; un sentimiento que le agradaba experimentar cuando estaba de pie. La región de Hosa era privilegiada por disponer de ese ferrocarril que la recorría en su totalidad, paralelo al trazado caprichoso de las estribaciones de los montes. Precisamente se lo había construido, cuarenta años atrás, para que la familia imperial, que veraneaba en las alturas de Heng Pia'ng, pudiera hacer el recorrido hasta el embarcadero en el Kian disfrutando del espléndido paisaje de las montañas.

El silencio se interrumpía regularmente por unos pitidos agudísimos, ligeramente discordantes. A su modo, se fundían con el silencio que cortaban, como condensaciones súbitas y necesarias, goteos, de la luz intensa del mediodía. No había sonido más coherente con esa luz. Lu salió de su inmovilidad y caminó lentamente en una dirección cualquiera, por el andén. Los gritos eran de los faisanes del criadero de la estación. Desde aquí no los veía, pero adivinaba sus movimientos nerviosos e insomnes, y sus dorados espléndidos…

En ese momento, tuvo una idea abrupta, que le llegó con tal intensidad que, por un momento, quedó atontado. Quedó largo rato mirando el vacío, perfectamente inmóvil. Supo que había tenido una iluminación, amplia y perfecta, y toda su vida se le había aparecido bajo un resplandor inigualable.

Con un temblor, en medio de la canícula, comprendió que había estado a punto de cometer un error, de dar un traspié fantástico, mucho más grave que todos los anteriores, que más que errores ahora se le aparecían como vacilaciones. Supo que debía seguir adelante, avanzar, más allá de su historia personal, avanzar con su vida entera, en bloque, llevar el mecanismo a sus últimas consecuencias. En efecto, ¿por qué renunciar al amor? Si debía resumir en pocas palabras lo que se le había ocurrido, era en estos términos: la vida no tiene demasiada importancia y, sin embargo, con ella se puede hacer algo sumamente atrevido.

3

Un año y medio después, en otoño, un Lu Hsin casi írreconocible subía las laderas de la Hosa, ya muy lejos de los poblados: a su espalda se abría un inmenso paisaje hundido, y frente a él los declives comenzaban a hacerse momentáneamente menos pronunciados, al entrar en los laberintos de pequeñas mesetas arboladas, más allá de los cuales estaban los valles interiores y las primeras montañas Verdes. Las laderas, lentas y minuciosas, eran la imagen del otoño mismo, en sus matices trémulos, detrás de los cuales se consolidaba una dureza a la que el hombre no llegaba…

La frontera entre la salud mental y la demencia es imperceptible. La diferencia entre el Lu Hsin anterior, el que conversaba oyendo discos y fumando con sus amigos, y éste, que respiraba afanosamente en el aire frío de la tarde montañosa, era muy notoria, pero también en ella los límites se borraban. Mejor dicho, quien lo hubiera visto, como nosotros, en esos dos momentos, habría encontrado extraño, impensable, el tiempo transcurrido entre ambos. (Efectivamente, había sido un período de sueños.) De hecho, que un hombre sobreviva, ya es un milagro respecto de las leyes de la naturaleza, considerando todos los azares a los que se ve expuesto.

Curiosamente, Lu parecía a la vez más joven y más viejo. Su rostro se había cerrado y hecho más compacto, como el de algunos adolescentes. Y brillaba en él una luz de resolución casi fantástica, que más que adolescente lo hacía parecer un niño. Pero eso mismo, con su anacronismo de reversión, producía una impresión general de vejez extra: hacía pensar en uno de esos casos, tan frecuentes, de idea fija que se generaliza en la más alta edad. En la confusión, nadie le habría dado a Lu Hsin los años que tenía, que eran todavía poco menos de cuarenta. Es cierto que era quizás demasiado pequeño, y los cuarenta años, para ser representados cabalmente, deben serlo con cierta corpulencia.

Este extraño Lu Hsin, niño anciano, estaba mimetizado con el ambiente que recorría, los bosques primerizos de las alturas de Hosa, muy silenciosos siempre. Y con la hora del día, la bella declinación de la tarde. Ya había hecho ese mismo trayecto otras dos veces, durante el verano, por lo que conocía bien el camino. Había partido con la confianza de ese conocimiento, y de pronto advertía que lo que había tomado por una ventaja resultaba un grave inconveniente: porque en su recuerdo el cálculo de las horas era muy distinto; ahora, avanzada la estación, empezaba la noche cuando antes el sol estaba alto todavía… Se le había pasado por alto ese detalle. Se dijo que había sido muy estúpido; era casi como si hubiera tomado por señales para guiarse, en su viaje anterior, a un pájaro que pasaba en vuelo, a una hormiga durmiendo sobre una piedra, a una flor de tallo alto que se inclinaba locamente con la brisa… Igual de insensato había sido fiarse de mojones como la hora del día, el color del bosque y del cielo. Esta vez se haría de noche inexorablemente antes de que llegara a lo de Fu, adonde no sabía llegar de noche.

Estaba muy cansado. Venía caminando desde el alba, y sólo había hecho un alto de media hora para almorzar las pocas provisiones que traía. Recordaba que en los viajes anteriores (sobre todo el segundo, en el que ya estaba experimentado) se había detenido a descansar a esta hora, o a una hora equivalente en el verano, en un sitio que quizás fuera este mismo. Sin embargo, le parecía totalmente distinto.

Se detuvo de todos modos. Tenía ganas de fumar un cigarrillo pero juzgó más prudente no hacerlo, y no sólo para ahorrar aliento. Le habían dicho una vez que los osos eran sumamente sensibles al olor del tabaco, y no quería arriesgarse a un encuentro. Se quedó sentado en una piedra, muy quieto. Al cabo de unos momentos, él mismo sintió olor a oso. O un olor que creía que era de oso. Eso lo deprimió. Se haría de noche de todos modos, y en la oscuridad no distinguiría nada, ni siquiera la forma de los osos. Miró la tierra, de donde también subían las sombras. El suelo a sus pies estaba cubierto de una especie de aserrín plumoso; debía de ser la carga floral de estos árboles. Tomó un puñado y se lo llevó a la nariz: era lo que había tomado por el olor de oso. Sonrió, entre aliviado y divertido.