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A mi hermana se la ve ese cansancio de la que ni echa un quiqui ni lo espera echar en los próximos veinticinco años. Es un tipo de mujer que yo tengo muy observado. Son mujeres casadas, porque las solteras como yo tenemos otra cara, la que yo he tenido siempre, por ejemplo, la cara de no encontrar a nadie con quien tener un encuentro sexual como Dios manda, es una cara tensa pero no de aburrimiento. Yo prefiero la cara de las solteras a la de muchas casadas. En la de las solteras al menos hay esperanza. Yo he podido follar mucho más de lo que lo he hecho, cualquiera puede; si tú te pones a tiro, puedes seguro, pero eso no va conmigo. Y no es por puritanismo, es por lo del listón del que hablaba antes. Cuando he tenido un momento, digamos, desesperado, he pensado: voy a bajar un poco el listón porque si no lo bajo no va a haber manera y dicen los especialistas que el sexo es necesario para tener salud tanto física como mental y, a veces, he echado un polvo por no considerarme anormal y también por salud, pero al día siguiente siempre ha habido algo de arrepentimiento, y no he dejado de preguntarme, Rosario, ¿qué necesidad tienes de humillarte? Porque hay cosas que yo sé que son comunes, porque sé que se hablan entre mujeres, cosas que les escuchas mil veces a las compañeras, como eso de acostarte con un tío y por la mañana abrir los ojos y ver al individuo y tener ganas de salir corriendo. Pero en mí hay algo distinto, mi vergüenza es anterior a ese momento. Yo ya me siento ajena mientras está sucediendo, en pleno acto. Ajena, ajena al cuerpo de ese hombre que tengo al lado y que jadea encima de mí. De pronto lo veo como un animal babeante y me muevo, y jadeo y me muevo, para que todo acabe cuanto antes mejor. Yo quiero pensar que todas estas sensaciones que me atormentan vienen de que los hombres con los que he podido hacerlo no eran como yo quería. Necesito pensar que el fallo es de ellos, que no soy yo la que tiene esa tara de la que hablaba mi madre y que me lleva a verlo todo como si mirara a través de un microscopio. Dicen que el sexo está en la cabeza, y yo necesito pensar que no estoy mal de la cabeza.

Morsa subió a casa poco tiempo después de que me preguntara lo del lesbianismo. Me calentó la cabeza diciéndome lo que pensaban unas y otras en el bar o lo que se decía en el vestuario de hombres.

Me juego el cuello a que Rosario es virgen, me decía Morsa que andaba diciendo el subnormal de Sanchís.

Y después de soltármelo me espiaba malicioso con su media sonrisa, como siempre, para estudiar mis reacciones, y al ver que yo callaba, soltaba la pregunta que estaba deseando hacer desde que había empezado la conversación, entonces, ¿eres virgen?

– ¿Tengo cara de virgen?

– Sanchís dice que sí.

– ¡Sanchís, Sanchís! Hay que joderse.

– ¿Pero eres virgen o no eres virgen?

– ¿Tú qué dices?

– No se contesta con una pregunta.

– Es que no quiero contestar.

– Sanchís dice que eres virgen porque las lesbianas son vírgenes y dice que tú eres lesbiana.

– ¿Y tú no dijiste nada?

– ¿Yo, por qué iba a decir yo nada?

– Porque ya te dije el otro día que no lo era.

– Me lo dijiste, vale, pero eso… eso, ¿cómo se sabe?

– Pues se sabe porque yo te lo he dicho.

– Pero, y eso, ¿qué clase de prueba es? Igual me la estás metiendo doblada.

– Ninguna, ninguna prueba, déjame que me baje. Se acabaron las amistades.

– Oyes, tía, no te enfades, joé, que a mí lo que diga Sanchís me suda la polla.

Me dice eso, airado, con un miedo repentino a que me enfade de veras, a perderme, y me agarra así del brazo, y la sonrisa, de pronto, deja de ser sarcástica y se vuelve franca, normal, y aparca y entramos en un bar y nos tomamos unas cañas y unas tapas. Muchas cañas, tapas pocas. Y yo empiezo a darle vueltas a la cabeza mientras él se hurga los dientes con el palillo. Por qué no, Rosario, por qué no. Qué pierdes. ¿Cuánto tiempo llevas sin echar un polvo?, ¿seis, siete meses?, ¿cuál fue el último?, ¿era mejor que éste? No, no era mejor. Rosario, míralo, a veces echa el humo de una forma interesante. No está tan mal. Y el alcohol amodorrante de la cerveza nos va echando al uno contra el otro y Morsa me dice al oído:

– Quieres follar, me temo.

Me temo, dice, será imbécil. De pronto el edificio de cualidades que había construido para justificar el polvo se derrumba. Lo dice como si yo estuviera salida, loca por tirármelo y es al revés. Es uno de esos momentos en que Morsa me parece completamente bobo, porque se hace el duro, el chulo, el experimentado, y es de lo más ridículo. Es incompatible con su físico. Pero yo me callo, me callo y no digo nada. Sé que él está empalmado y yo estoy un poco borracha, estoy en el momento preciso en que echaría el polvo, en ese momento de deseo que luego se esfuma y que ya no recupero, igual que un tío que se mantiene empalmado hasta que llega el momento de meterla y pierde la erección.

– ¿Y dónde? -dice-. Como no lo echemos en el Cabstar en un aparcamiento de Legazpi, no sé dónde, porque mi casa está en Fuenlabrada, a tomar por culo.

Y yo me lo llevo a mi casa. Mientras subimos las escaleras rezo por que mi madre esté echándose la siesta, como todas las tardes, en la cama o en el armario, donde sea. Le digo, vivo con mi madre.

– Qué liberal, tu madre.

– No, liberal no, que está mal de aquí, no se entera…

Y le llevo al cuarto agarrándolo por la polla, como si fuera el perro que llevas de la correa. Me da vergüenza lo que hago, pero quiero hacerlo todo rápido, duro, casi violento, que no dé tiempo a que el cerebro se me ponga en marcha. Noto el olor de madre, el olor de madre con la cabeza perdida, el olor de todo aquello que no quiero ser, y me pego a él, a su peste a cerveza y a tabaco negro, a su inevitable Coronas, una de esas manías con las que él parece querer demostrar una firmeza de carácter, con las que él parece querer poner los huevos encima de la mesa. Fumo Coronas, dice, siempre, desde que tenía diecisiete años y ya no hay nada que me vaya a hacer cambiar de marca. Me gusta, me gusta que ese olor suyo tape el otro, el olor a madre que me ata a mi vida como si llevara una cadena de hierro al cuello que no me dejara salir a respirar a la superficie, y él me mete la lengua de tal manera, tan basta, tan violentamente, que no puedo respirar y por un momento estoy a punto de pensar, es una lengua, es saliva, son sus dientes, su aliento, sus caries, su cara, que no la quiero sobre la mía, es su polla a punto de entrar, pero la cerveza me ayuda a que ese pensamiento no tome asiento en mi cabeza y el pensamiento se borra, la cerveza me ayuda y el furioso deseo de que todos sepan que no, que no soy lesbiana, y las piernas se me abren y parece que todo es húmedo, que yo también estoy húmeda como cualquier mujer que ahora mismo en el mundo, en la casita de muñecas del Creador, está enamorada o, mejor aún, que no está enamorada pero está caliente, loca, ansiosa y se me dibuja una sonrisa en la cara y me toco, me toco para correrme yo también, para ser una mujer corriéndome, me gusta tocarme con alguien encima, no quiero ser esa que se toca por las noches en la soledad del cuarto, en la casa que huele a madre con la cabeza perdida, en la casa que huele a falta de limpieza profunda, que huele a hermana que se quitó de en medio, que huele a padre ausente, traidor, a padre que se fue hace tantos años que ya casi ni puedes acordarte y al que ahora comprendes, por muy hijo de puta que sea, él siguió su deseo, él hizo lo que tú querrías hacer todos los días, dar un portazo y hacer otra vida, ser otro, dejarla, dejar a la mujer buena y simple haciendo malabarismos con sus tres ideas, pero tú no puedes, Rosario, tú no tienes esa suerte, y toda la rebeldía se pudre en tu interior, como un niño que no llegara a nacer, tú fuiste lenta y te quedaste la última y tienes que cargar con ella, maricón el último, y a lo mejor, puede que hasta haya un fondo de bondad en tu interior que te impide hacer lo que estás deseando, irte, o tal vez no sea bondad sino cobardía, o es la certeza de que te comerían los remordimientos, ¿será que no existe la bondad sino el remordimiento? Sabes que no serías capaz de vivir pensando que ella, la madre, da vueltas y vueltas por la casa sin saber ya el camino que recorre en esos cuartos, perdida en setenta metros cuadrados, no podrías dormir tranquila porque su cara se te aparecería en sueños, esa cara que ahora os mira follar desde la puerta, una cara triste pero que parece ignorar qué significan esos dos cuerpos, el uno sobre el otro, ella no entiende y Morsa no la ve, Morsa sigue subiendo y bajando, a punto ya del último desvanecimiento, y tú no te atreves a decirle, para, para, déjalo, ay, Dios mío, espera, que llevo a mi madre al cuarto, quieres decirlo pero no dices nada. Cierras los ojos para no verla en la puerta y no verlo a él encima. Morsa se corre y la madre, como si entendiera que eso es el final de una escena, se va andando, escorada, con su vaivén, por el pasillo hasta su cuarto.