Выбрать главу

CAPÍTULO 4

Para mí, echar la llave no era encerrarla. Igual que atar a alguien, según y cómo, no es amordazarlo ni tenerlo secuestrado. Ella se metía voluntariamente en el armario, allí, debajo de los abrigos, se acurrucaba. Podía estar una, dos, tres horas y, normalmente, era yo la que abría la puerta y le decía, mamá, ya es de noche, ¿no estarías mejor en la cama? Se me quedaba mirando sin decir nada y si tiraba de su brazo para sacarla se ponía a gemir como una niña chica. Pero era tan imprevisible que igual que te intentaba morder la mano para que no la sacaras luego salía y entraba cada cinco minutos. No había forma de pillarle el punto a su rutina. Dicen que cada locura tiene su lógica, pues que me cuenten a mí qué lógica tenía la suya. Ninguna.

Después de pasar tardes y tardes en el armario de los abrigos, el día en que llego a casa con Morsa para echar un polvo, ella decide salir, caminar por el pasillo, entreabrir la puerta de mi habitación -que yo creo recordar que estaba cerrada- y mirar. ¿Qué es lo que entendió de lo que estaba viendo? No lo sé. El caso es que tres noches después de que eso ocurriera me desperté de un sobresalto porque la oí gemir, gritar, y entonces fui yo quien entreabrió su puerta y allí estaba ella, acostada, con los ojos abiertos, simulando que un hombre la estaba… No puedo decir la palabra tratándose de mi madre, igual que me siento incapaz de reproducir las palabras obscenas que ella decía, las peores, las más guarras. Me dio taquicardia, se me puso el corazón como loco. Y comencé a obsesionarme con la idea de que lo había hecho para herirme, para vengarse de lo que había visto. Aún hoy, por más que razono y pienso que era imposible que ella tuviera esa reacción tan retorcida, que el cerebro no le daba para tanto (ni antes ni después de la enfermedad), aún hoy, ese pensamiento me tortura, ¿me estaba imitando?

Propósito de la enmienda: no volveré a follar en casa de mi madre. No volveré a follar con Morsa. Preguntas que te formulas: ¿Es que tengo tantas ganas, es que me muero por tirármelo otra vez? En principio la respuesta está clara: No. Muy bien, si las cosas están tan claras, no lo haré, no tengo por qué volver a hacerlo y si el alcohol o las drogas me ablandan la voluntad recordaré la cara de mi madre mirando cómo el culo blanco y peludo de Morsa bajaba y subía.

Pero lo que piensas no es lo que haces, al menos en mi caso, y después de tomarte cuatro vermús de grifo a ver quién coño se acuerda ya de los propósitos de enmienda, al contrario, estás viendo venir que el ambiente y la conversación se ponen propicios y aunque estás a tiempo de cortar no haces nada por pararlo. Es como si te estuvieras desafiando a ti misma, es la pelea interior del ángel bueno contra el ángel malo. Cuando Morsa va y te pregunta, ¿te gustó? Tú mueves la cabeza afirmativamente. ¿Poco o mucho?, pregunta Morsa. Y tú te ríes, no dices nada, pero tu risa le hace creer que sí, que te gustó mucho. Y él, tonto del culo, chulesco, dice, pues mi segunda vez siempre es mejor que la primera, y no lo digo yo solamente. Y yo me río, como si me hiciera gracia y como si al mismo tiempo me produjera cierta vergüenza femenina, y pagamos apurando el último trago de vermú y vamos a mi casa otra vez, y le digo, espérate cinco minutos, ¿quieres?, que quiero cerciorarme de que no hay nadie. Y cuando voy a la altura del segundo piso le oigo decir por el hueco de la escalera, ay, pillina, tú lo que quieres es prepararte, coqueta, lo que quieres es maquearte, que eres una pilla, si a mí me gustas de todas formas, hasta con el uniforme. Le veo la cara asomada, veo la sonrisa que pudo ser la sonrisa de un hombre atractivo, pero que se hubiera quedado a medio camino. Ay, yo quiero creer que es atractivo, que me gusta, que dentro de poco su culo subirá y bajará y sus dedos me tocarán, buscarán el botón mágico, diciendo, quiero volverte loca antes de meterla. Me prometo a mí misma no pensar demasiado, me hago el propósito de que no invadan mi mente los pensamientos sucios.

No pensar en la repercusión que tienen sus empujones sobre mis esfínteres, no pensar en los esfínteres, no pensar en la grima que me da el hecho de tener las piernas abiertas para que un trozo de carne de Morsa entre en la mía, no, no, no, me digo, fuera todo eso, fuera la nube negra. Un poco de Pollyana en mi corazón, me descubro diciéndome a mí misma.

Abro la puerta y busco a mi madre. No está en el salón.

No está en su cama.

No está en el váter.

La encuentro emboscada bajo los abrigos, le acaricio el pelo, mamá, cómo estás, mamá, ¿vas a ser buena?, y después, sintiéndome Caín o Judas o cualquier hijo de puta mal nacido que vive sin poder librarse de su pecado original cierro la puerta con llave y la dejo dentro, sentada entre zapatos, paraguas, y esas cien mil cosas inútiles que yo tiraré al contenedor algún día, en cuanto ella muera. Me asalta de pronto el temor a que se ahogue, pero no, no podría ser, me digo, quedan rendijas al cerrar las puertas por las que entra el oxígeno. Tal vez la pobrecita llore al sentir que echo la llave. O tal vez sea feliz como la niña que juega a las cuevas. Bueno, bueno, no le des más vueltas, me digo, no será mucho rato. Morsa es de los que acaban rápido. Yo soy de las que hago que ellos acaben rápido. Me asomo al hueco de la escalera y le hago una seña a Morsa, eh, tío, sube ya, y él sube los peldaños de dos en dos, empalmado desde el primer piso.

Fueron cinco, seis veces, las que lo hicimos en mi casa en esas condiciones, ya no me acuerdo. Yo mantenía a raya a Morsa y a cada polvo que echábamos le decía, entérate, si te vas de la lengua éste será el último, porque Morsa es un bocazas y no quería que lo soltara en el trabajo. Se lo tenía dicho: esto es un secreto, como seas tan gilipollas de largarlo en los vestuarios, se acabaron los polvos, tú verás. Y él que sí, que sí, pero dime, qué hay de malo en que la gente sepa que te echo un polvo de vez en cuando, así Sanchís se enterará de que no eres ni virgen ni bollo.

A Morsa le gustaba hablar así, recalcar que los polvos me los echaba él, y a lo mejor estaba en lo cierto, pero sólo oírselo me provocaba rechazo. Yo le hacía jurar por lo más sagrado que no traicionaría nuestro secreto, pero lo contó. A Morsa lo más sagrado le traía al fresco. No creía en lo más sagrado. Aunque siempre lo negó yo sé que se le acabó escapando porque Milagros, sin dejar de masajearme el pie en los vestuarios me dijo, no te creas que no lo sé.

No te creas que no lo sé, repitió, porque yo le puse cara de extrañeza.

El qué sabes, le digo.

Que te acuestas con Morsa.

Y a ti quién te ha dicho eso, le dije.

Ella me aseguraba que no se lo había dicho nadie, que no le había hecho falta, que lo había sabido por pura intuición, que esas cosas se notan en la cara de la gente, en la piel, que está más hidratada, en el olor hormonal que uno despide, pero yo sabía que Milagros lo sabía por Morsa, porque si hay una cualidad que Milagros no tenía ésa era la de la perspicacia.