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Me empecé a medio disculpar, primero porque me daba algo de vergüenza que mis compañeras supieran que estaba liada con el tonto de Morsa. Yo con Morsa me había hecho mi composición de lugar, me había organizado más o menos los mismos planes que cuando empecé a trabajar en la calle para la caída de la hoja: me saco un dinero con esto y, mientras, me busco un trabajo mejor, más presentable, que no me haga avergonzarme delante de mi madre. Con él lo mismo: me acuesto con Morsa, eso me da seguridad en mí misma, la práctica misma del sexo sube la autoestima, activa las feromonas y eso me hace más deseable para el resto de los hombres, y en cuanto se me presente una oportunidad mejor, ahí te quedas, Morsa, muchas gracias por los servicios prestados.

Morsa es un clásico. Es un clásico dentro de los arquetipos humanos que hay en todos los trabajos, es un tío que le cae de puta madre a todo el mundo pero al que nadie toma en serio, que no inspira ningún respeto. Cuando Morsa está en grupo y empieza a hablar, antes de que acabe la frase, por muy corta que sea, ya hay otro compañero que está contando otra historia y todo el mundo se olvida del pobre Morsa, pero él no se traumatiza por eso, él sabe que tiene su lugar en el mundo y que es un tío popular aunque a nadie le interese realmente lo que diga. Morsa es una de esas personas que no saben comprimir lo que cuentan, empieza con una historia que promete ser interesante pero de camino añade unos detalles innecesarios, fatigosos, que te sacan de quicio. Al grano, Morsa, le digo, al grano. Morsa es uno de esos individuos que encima de estar cansándote con una película que no te interesa demasiado, se para en seco y te dice, oye, si te estoy aburriendo, dímelo y lo dejo. Los compañeros no tienen piedad con él, y siempre le dicen, sí, Morsa, me estás aburriendo, corta el rollo. Pero yo soy incapaz de decirle a nadie eso a la cara, yo le digo, venga, coño, sigue y acaba ya de una vez, que es para hoy.

No, Milagros y Morsa no se parecen: Morsa es como cualquier tío, es normal y corriente, tiene los defectos de cualquiera; Milagros siempre tuvo una rareza.

Milagros nunca tuvo la regla. Yo pienso que eso es algo que psicológicamente te tiene que marcar la vida. Yo me enteré de casualidad, la noche en que encontramos al niño, porque ella, creo recordar, bueno no, estoy segura, simulaba que la tenía y compraba compresas incluso. Cantidad de veces me he bajado yo del taxi para comprarle compresas, y ella hablaba, como cualquier tía, de vez en cuando, de sus períodos.

Ahora, visto con el tiempo, uno va juntando las piezas y piensa que sí, que hacía cosas raras: en los lavabos del instituto, por ejemplo, se hizo célebre por subirse al váter para asomarse y mirar a la de al lado. Yo no fui la única que la pilló sujetándose con las manos y con la barbilla apoyada en el borde del muro, observando atentamente cómo te quitabas la compresa y mirabas, como siempre, la sangre, la cantidad, el color, sintiendo el olor fresco, húmedo, del primer día y el olor seco y reconcentrado de los siguientes, esas cosas que haces mecánicamente desde que eres mujer y te encuentras con la mancha.

Un día, mientras repetías esa rutina secreta en el lavabo del colegio, sentías, porque eso al menos yo lo siento, que alguien estaba espiándote desde arriba. No los ojos de Dios sino los ojos de un ser humano. Yo reaccioné con una rapidez inaudita y le tiré el rollo de papel higiénico a la cara; a ella le pilló tan por sorpresa que del susto que se llevó se cayó para atrás provocando un ruido tremendo, y luego el silencio.

¿Milagros, estás bien?, le dije varias veces, ¿Milagros? Después de un minuto o así empezó a gritar y a gritar, que no me puedo mover, que me saquen de aquí, que me saquen, y tuve que salir corriendo a llamar a la profesora y volvimos las dos con el conserje que tuvo que saltar por arriba, desde el váter de al lado, porque al hombre le daba miedo echar la puerta abajo y hacerle daño y cuando abrió al fin la puerta la encontramos retorcida, con el pie enganchado dentro de la taza, que costó Dios y ayuda sacárselo de allí porque a cada intento lloraba y berreaba como un animal. No dijo cómo ni por qué se había caído, ni yo tampoco, y en la confusión de sacarla de allí y llevarla al hospital no lo preguntaron, pero era vox populi que la Monstrua espiaba en los servicios y que en cuanto se le presentaba la oportunidad les tocaba el culo por detrás a las niñas cuando sabía que tenían la regla. Nadie sospechaba, claro, que más que instintos irrefrenables de tortillera lo que movía a Milagros a meter mano era la curiosidad. Yo casi estoy segura de que nadie supo jamás que Milagros no tenía la regla y es posible que nadie se lo preguntara en su vida porque ella estuvo casi desde los nueve años en casa de su tío Cosme y su tío Cosme no era mala persona pero tenía la sensibilidad de un corcho.

Con el tiempo, me he preguntado muchas veces cuántos años tenía entonces Milagros, me refiero a cuál era su verdadera edad mental, si maduró o se detuvo en los doce años, la edad a la que la mayoría de las niñas les viene la regla. Cabe la posibilidad de que a partir de esa edad fueran pasando los años sin que en realidad ella los cumpliera psicológicamente, y en cierta manera, tampoco físicamente porque Milagros siempre tuvo una textura en la piel, una mirada, una forma de moverse muy infantil. El caso es que tú no podías decir de dónde venía su rareza, pero su rareza ahí estaba, tanto por fuera como por dentro. Reconozco que éstas son cosas sobre las que yo nunca pensaba cuando la tenía delante. Cuando la tenía delante me limitaba a enfadarme, a aguantar sus extravagancias y a veces a reírme con ella, porque, qué coño, también nos hemos reído lo nuestro. Pero no veía más allá de mis narices. Ahora, a posteriori todo empieza a cuadrar. Es lo que tiene la vida, que a posteriori todos somos muy listos y hacemos grandes predicciones a toro pasado.

Cuando Milagros se subió al váter para espiarme yo tenía catorce años, llevaba dos con el período, me había acostumbrado a la presencia mensual de la sangre, ya había humanizado a mis dos ovarios: el uno, el ovario bondadoso, venía casi sin que yo lo sintiera, y me provocaba un sueño y un cansancio muy gustosos, incluso un amago de dolor que no llegaba a ser dolor con mayúsculas y que me producía cierto placer, el deseo de enroscarme sobre mí misma como si fuera un gusano y dormir en mi caja de cartón, dormir, hasta convertirme en mariposa; el otro, el ovario satánico, se hacía presente cada dos meses con sudores, con mareos, con un dolor que me obligaba a tumbarme y con una hemorragia que traspasaba la compresa, la sábana y llegaba al colchón, era el ovario vampiro, el que me dejaba la cara pálida, y me chupaba la sangre. El ovario bueno, el ovario malo, el ángel bueno y el ángel malo, esos dos seres que estaban dentro de ti y con los que entablabas una relación familiar. ¿Lo hacen todas las niñas?, yo supongo que sí, igual que los niños pequeños imaginan historias cada vez que van al váter, historias inconscientes que están relacionadas con la expulsión de las heces (por utilizar la misma palabra que usa la Biblia), igual que un niño besa durante un tiempo su dedo índice por las noches porque cree que ese dedo tiene alma y vida y habla con él y le pinta ojos y boca y se siente acompañado.

Catorce años tenía yo aquella mañana en que estaba cambiándome la compresa en los servicios del colegio, dos años mirando la sangre, sintiendo su olor, acostumbrada ya al rojo purísimo del primer día de regla, dos años con la idea, aunque fuera remota, de que ya podía concebir un hijo, de que había algo que me separaba de la niñez para siempre, dos años desde que mi madre puso aquella cara de preocupación, ay, ay, Rosario), ahora tienes que empezar a comportarte. Dos años desde aquel primer día, el día de Reyes («Vaya regalo que ha recibido la pobre», comentario de mi madre a alguna de sus viudas por teléfono), en que dormía con mi hermana en la cama de matrimonio-cariñoso que pasó a ser la nuestra, la cama de las niñas, cuando mi padre se fue, y aunque yo ya había desvelado, desde hacía mucho tiempo, el secreto mejor guardado de las Navidades, la verdadera naturaleza de sus Majestades de Oriente, en parte, según decía mi madre, porque mi carácter me llevaba a no creer en fantasías y a buscarle explicaciones lógicas a todo y hasta que no di con la respuesta de que todo dependía del poder adquisitivo de mi madre no paré, y sinceramente, puedo recordar que sentí un alivio al comprobar que, al menos, ni Dios ni los Reyes Magos eran responsables directos de la injusticia por la cual yo no recibí nunca unos vaqueros Levi Strauss ni uno de esos espantosos abrigos Loden que llevaban los niños pijos sino imitaciones con marcas que querían aproximarse al nombre original y que me avergonzaban bastante, aunque digo, yo había descubierto muy pronto, a los siete años, que era mi madre la que salía, compraba, hacía malabarismos con el dinero y producía ruidos misteriosos en el salón la noche del día cinco, mi hermana, tres años menor que yo, seguía en su limbo, del que hubo que sacarla casi de las orejas por cierto, porque ella siempre ha sido partidaria de creer firmemente en aquello que le conviene, sea o no sea racional.