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Eso es lo que yo le intentaba explicar a Milagros el día que vino con el cuento, con el chisme, de que yo me acostaba con Morsa. Más bien vino con el reproche, como si fuera una novia a la que yo le hubiera puesto los cuernos, y estuvimos un buen rato, allí en los vestuarios, cuando ya todas se habían ido y podíamos hablar a nuestras anchas, hablando del asunto y quise dejarle bien claras dos cosas: primera, que Morsa no era el hombre de mi vida y que no sabía si me volvería a acostar con él teniendo en cuenta además que el muy cabrón me había traicionado haciendo circular el cuento, y segunda cosa, que yo no era bollo, que no era su novia, ni su amiga íntima, como ella quería que yo dijera al menos («no lo soy, Milagros, ni lo seré nunca»), y que aquello que había sucedido aquella noche cuando se quedó a cuidarnos a mi madre y a mí sólo había sido una necesidad casi enfermiza de cariño.

Pero tú te dejaste, me decía, te dejaste.

Milagros, tú sabes en qué situación física y psicológica me encontraba, estaba derrotada, Milagros, y sucedió mientras yo estaba medio dormida, le dije, y por la mañana pensé que era un sueño provocado por la fiebre.

Eso es lo que hacen todos los maricones y todas las bolleras del mundo que se avergüenzan de serlo, hacerse los dormidos para que al día siguiente parezca que no ha pasado nada. Ah, pero sí que pasó, Rosario, aunque tú estés ahora por negarlo, pasó y pasó, a mí no se me olvidan los detalles. Para mí no cuenta lo que tú opines ahora, para mí cuenta lo que tú decías aquella noche.

¿Qué dices, le decía yo, de qué estás hablando?

Que si uno se corre, si uno se corre, y dice, ay, Milagros, Milagros, es porque a uno le gusta.

Podía ser terrible. Tenía la disculpa de los inocentes, de los niños, de los que están un poco tarados, pero eso no lo justifica todo, su cariño era acaparador, agobiante, no se detenía ante nada, ni aunque ella se diera cuenta (porque se daba cuenta) de que te estaba hiriendo.

CAPÍTULO 5

Mi hermana me dijo: qué hace esa tía aquí si no es de la familia. Habla bajo, que te oye, le dije yo. Que lo oiga, me da igual, qué hace aquí, me dijo. Y yo le dije, muy bien, yo la echo si tú quieres, pero cuando nuestra madre exhale su último suspiro y llegue el momento de amortajarla y colocarla presentable en su ataúd, entonces seremos nosotras las que tendremos que hacerlo. No hace falta, me decía ella, vives en otro mundo, ahora la gente llama a un profesional. Muy bien, le volví a decir yo, muy bien, entonces mientras mamá agoniza empieza a buscar tú en las páginas amarillas. ¿Pero por qué tiene que ser precisamente ella quien lo haga?, me preguntaba. Porque sabe hacerlo, le dije. Sabe barrer calles, decía de pronto con ironía, sabe reflexoterapia, sabe de todo. Sí, sí, le dije yo siguiéndole el tono, sabe cuidar a las madres de las hijas ausentes también.

Mi madre no la soportaba, me dijo. Pero la mía, le dije yo, la que perdió la cabeza, fíjate qué cosas, se dormía en sus brazos como una niña de pecho. Pobre mamá, dijo fingiendo un principio de llanto, parece que me mira con tristeza, como si me quisiera decir algo. No te quiere decir nada, no te reconoce, no vengas ahora con las grandes interpretaciones, le dije. Ay, Rosario, no me das consuelo ninguno. Ay, Palmira, yo no lo he tenido en todo este tiempo. ¿Qué vas a hacer con sus cosas?, me dijo. La mayoría, tirarlas. ¿Tirarlas?, me dijo, pero si están llenas de recuerdos. Pues eso es lo que yo quiero, tirar los recuerdos a la basura, le dije. La cubertería es valiosa, me dijo. ¿Valiosa, por qué?, le dije. Pues no sé, porque es antigua, y las cosas antiguas, ya se sabe, a mí particularmente no es que me gusten, pero la gente se las rifa. Pues rifémoslas, le dije. Qué borde eres, me dijo. Es que no me explico cómo hemos llegado al tema de la cubertería justo en estos momentos, dije. Ay, dijo. Ay ay, sí, ay, yo también sé decir ay, dije.

Rosario, puedes quedarte en esta casa si quieres. No es que quiera, le dije, es que no tengo otro sitio donde ir. El único inconveniente para ti es que cuando vengamos a Madrid sabes que tendremos que quedarnos contigo. Claro, me dijo. Es vuestra casa también, le dije, estáis en vuestro derecho, como si queréis que la vendamos. No, no, no hay prisa, mejor que se revalorice, dijo, aparte de que quiero seguir teniendo casa en Madrid, no me gustaría que los niños perdieran el contacto, al fin y al cabo, eres su única familia por parte de madre, y eso es muy triste, qué familia más corta tenemos, Rosario: tú y yo. Pero tus niños se ponen a hablar en catalán entre ellos cuando yo estoy delante, le dije. Ay, Rosario, también lo hacen delante de mí, son niños.

Se quedó pensando un momento, como si buscara la forma más educada de ofenderme.

No sabes nada de niños, me dijo. Para ti la culpa siempre es mía, le dije. A lo mejor ahora tendríamos que hacer un esfuerzo por llevarnos mejor, al fin y al cabo, sólo nos tenemos la una a la otra, yo me voy a esforzar, pero tú también tienes que esforzarte. Me esforzaré, si crees que sólo depende del esfuerzo, le dije. Aunque hayamos tenido nuestras diferencias somos hermanas, llevamos la misma sangre, me dijo. La sangre, le dije, qué me dice a mí la sangre.

Me doy cuenta de que me tienes rencor, dijo, porque te dejé aquí con todo el marrón, pero qué le iba a hacer, yo tengo que atender a mi familia, y tú estás sola, Rosario. Bueno, deja eso ya, le dije, tú qué sabes, ¿sabes tú algo de mi vida?

Aunque yo estaba mirando al suelo, sentí que me observaba de pronto con curiosidad.

¿Tienes novio o algo que se le parezca?, me dijo.

Me quedé unos segundos callada, pensando en Morsa, ¿qué era Morsa, un amante? Casi me eché a reír al pensar que Morsa era mi amante. ¡Amante! Demasiada palabra para Morsa.

No, no, le dije, y empecé a arreglar el embozo bajo el que mi madre respiraba ya como un pajarillo moribundo.

Ahora estarás mucho más libre para salir, para entrar…, me dijo.

Y yo no dije nada, continué arreglando la cama.

Rosario, tú piensas que yo me creo superior, ¿verdad?, me dijo. No, no es eso, le dije, no es eso exactamente. Sí, Rosario, siempre has pensado que yo voy dando lecciones de cómo tendrías que vivir y de lo que tendrías que hacer, me dijo. Es que es verdad que lo haces, le dije. ¿Y tú crees que lo hago con mala intención?, me dijo pasándome ligeramente la mano por el brazo, como si le diera vergüenza tocarme después de tanto tiempo de no tocarnos. No sé con qué intención lo haces, lo que está claro es que los consejos, aunque sean buenos, puedes ahorrártelos, porque no me sirven para nada, yo no aprendo nada de los consejos, a las pruebas me remito.

Rosario, yo no tengo la culpa de que estés sola, no tengo la culpa de haberme casado, me dijo. Un momento, Palmira, dije levantando el hombro para que quitara su mano de encima, puestas a ser sinceras, yo prefiero mil veces estar sola a estar con un marido como el tuyo. Eso que me dices es muy fuerte, Rosario, me dijo, muy hiriente. También es muy fuerte que te empeñes en compadecerme todo el tiempo, como si yo fuera una desgraciada, le dije, o como si yo te tuviera envidia. Eso lo has dicho tú, no ha salido de mi boca, me dijo. Pero se sobreentiende, le dije.

Mi vida tampoco es perfecta, yo también tengo mis problemas, me dijo. Ya me imagino, le dije. ¿Qué te imaginas?, me dijo. Pues eso, que tendrás tus problemas, como todo el mundo, le dije. ¿Pero qué has querido decir con eso de «me imagino», qué problemas te imaginas que tengo yo?, me dijo. Yo qué sé, a mí no me líes, le dije, me haces hablar y luego te mosqueas. No, por favor, dime alguno de esos problemas que crees que tengo, ahora estamos tranquilas hablando, nuestra madre agoniza, es el momento de las confesiones, dime, ¿qué problemas crees que tengo?, me dijo. Yo qué sé, le dije, a lo mejor… ¿tu marido?, le dije sin atreverme a afirmarlo. Y dale, la perra que tienes con mi marido, ¿por qué va a ser mi marido un problema?, me dijo. No sé, porque es…, le dije sin saber lo que le quería decir, buscando una palabra para salir del paso, una palabra que no fuera demasiado ofensiva. ¿Qué es?, me dijo impaciente. Un hombre sin mucha sustancia, un poco muermo, me parece a mí, pero eso es lo que me parece a mí, a lo mejor a ti te parece la alegría de la huerta, le dije. No, la alegría de la huerta no es, desde luego, pero en ningún sitio está escrito que ser un muermo sea un pecado, me dijo. Desde luego que no, no es para que te metan en la cárcel, pero me imagino que si te toca acostarte una noche y otra y otra con un muermo pues imagino que la vida se te hace muy cuesta arriba, le dije, pero como tú bien dices, yo no sé de esto, nunca me he visto en el caso, no sé ni de maridos, ni de niños, ni de nada. Por algo será, dijo.